jueves, 26 de julio de 2012

El gallego

El Búho Bizco, último solaz de los desheredados de la vida, donde gente como yo miramos a través del hielo flotando en un vaso de güisqui como si fuera una bola de cristal. Miro tristemente el interior de mi cartera, apenas un par de billetes de diez euros en su interior, qué triste es la vida del funcionario, sobre todo del funcionario agente de policía y honrado a carta cabal, sin posibilidad de ingresos extras, ni oscuros ni blanqueados.
-         Ponme la última, bella Lola

-         A esta copa invito yo, señor inspector, ya que le han cercenado la paga de Navidad, es lo mínimo que puedo hacer en solidaridad hacia usted.

-         Se agradece ricura, es un verdadero placer venir al Búho Bizco, da gusto como tratáis a la parroquia, y sí, francamente estoy muy afectado con esta amputación ¿No se molestará Jota con esta convidada?

-         No por cierto, a pesar de pretéritas peleas de gallos, le aprecia de corazón, lo sé.

-         Lo peor de todo es que todos estos recortes aplicados a funcionarios y otros trabajadores, que sufro en mi propia persona, soy merecedor de ellos, me tiro de los pelos solo con pensarlo.
-         ¡Venga ya! No me diga que la culpa de los recortes la tiene usted.

-         Algo hay de ello, no creas bella Lola, déjame que te cuente.

Después de mi aventura por los montes de El Pardo (Véase el relato: La bombilla roja) y en “agradecimiento” por haber contribuido a detener el golpe militar del 23F, me castigaron enviándome a Valencia destinado, 350 Km de mi casa, adiós al pase pernocta y a reunirme con los amigos el fin de semana.
No voy a describirte la variopinta fauna que encontré en mi nuevo destino, quizás en otra ocasión, solo te diré que me integré de inmediato en el grupo, quizás porque todos eran tan golfos y despreocupados como yo.

¿Todos? No ciertamente, en todo redil siempre hay una oveja negra, el garbanzo negro, el tonto del culo, este era nuestro amigo “el gallego”. Parecía como si se hubiera criado en la aldehuela más recóndita de Galicia, realmente no sabía nada de la vida, a pesar de ser mayor que todos nosotros, pues había pedido prórroga por estudios, era el tipo más panoli que el mundo creó, se sacó a la vez la carrera de derecho y la oposición a registrador de la propiedad, pero era incapaz de anudarse convenientemente los cordones de las botas, desfilando iba indefectiblemente con el paso cambiado y creo que por la vida también.
Como era de esperar se convirtió en el objeto de broma de todo el cuartel, sus botas siempre se las encontraba llenas de agua, colorante, talco, colillas y múltiples inmundicias, pero él invariablemente en vez de mirar el interior antes de ponérselas, siempre caía embromado. Lo mismo le sucedía en la cama, todas las noches al acostarse siempre tenía la petaca hecha y siempre intentaba meterse dentro sin comprobarlo. Una vez acostado no se terminaba su martirologio, globos voladores llenos de cualquier líquido o material impactaban en su catre, lógicamente nadie quería estar junto a él y su camareta era conocida como la camareta de la muerte, solo apta para novatos.

¿Por qué lo tomé bajo mi protección? No sé, igual que me apena la visión de un cachorro apaleado o simplemente por hartazgo de ver a míseros pobres de espíritu riéndose de las desdichas de un pobre hombre. Aunque en un principio le costó entender que yo no participara en el escarnio general y que incluso lo impedía, enseguida se acopló a mi vida sin que lo pudiera evitar, quizás influyó la empanada y el albariño que recibía a menudo por correo de su familia. Era, en fin, como un cachorrillo brincando alegre a mi alrededor, moviendo feliz el rabo, y ya que lo menciono, no puedo por menos recordar el que fue su bautismo de fuego.
Una vez que le cogí el gustillo a visitar ciertos locales con una bombilla roja en la puerta, como en mi aventura en el Pardo, cuando llegaba el giro de casa me acercaba a darle alegría al cuerpo, mi gallego se acopló en el negocio, pues solo salía a la calle en mi compañía, de lo timorato que era.
Nos introdujimos en “Lo que necesitas es amor” y al pobriño de mi gallego asociado, no se si es que se le empañaron las gafas o lo quue vió dentro le causó tal reacción que se le nubló la vista.
-         Óyeme Josse ¿Pero essto no ess pecado? – No lo había dicho, pero el pobre además tenía un problema de dicción y arrastraba en exceso las eses.

-         Mira, tío, lo que es pecado es perdérselo, tú hazme caso, esto es la universidad de la vida y como suspendas no hay recuperación en septiembre.

Me acerqué a Deisy (sic) una mulata exuberante y con unos labios que hasta la irrupción de Carmen de Mairena, no se vieron más grandes, no se daba carmín con pintalabios, sino con rodillo de pintor de brocha gorda, en fin, con mi desparpajo habitual la confié el retoño:
-         Mira nena, te entrego a un niño, devuélveme un hombre.
Vale, ya se que no es nada original la frase, pero me encanta La leyenda de la ciudad sin nombre y no lo pude evitar, sobre todo al ver al rato salir del ayuntamiento con la mulata y ver su cara de satisfacción.
-         Teníass  razón, ha ssido lo mejor de mi vida, esspero haber aprobado.

-         ¿Tú qué opinas Deisy?

-         Pos claro mi amol, lo que tu digas.
Cumplido el rito tribal de iniciación, regresamos felices, él más que yo evidentemente. Al día siguiente tuve guardia, por lo que no nos vimos hasta el día posterior encontrándomelo abatido y lloroso, fané y descangallado.

-         ¿Qué te ocurre gañán?
-         Perdona que te lo pregunte ¿Tú lo hicisste con una cossa de plásstico que le llaman condón?

-         Pues claro, como es de menester.
-         Puess yo no lo hice, Deissy me dijo que para estrenarme non hacía falta chubassqueiro.

-         Pues me parece muy bien ¿Y pues?

-         Me dicen loss veteranoss que voy a coger la ssífilis o el ssidra

-         ¡Anda ya! Si estas muchachas son muy relimpias y están vacunadas contra el moquillo.

-         Ya lo decía yo desspuess de ver a la Deissy lavarsse en una tina, pero ellos inssisstieron y me dijeron que tenía que ssalvaguardarme de lass enfermedadess.

-         Coño ¿Y eso?
-         Me dijeron que me tenía que resstregar el ninot con estropajo y detergente, y ahora me esscuece una barbaridad al orinar, pero esstoy feliz al haber eludido la enfermedad.
A pesar de todo le cogió gusto al negocio de la coyunda y siempre que tenía dinero se encaminaba feliz a la casa de lenocinio, pero ya tomando precauciones para no tener que pasar por la liturgia del estropajo.

Pasaban las semanas y la hora de la licencia llegaba, eso hacía que nuestras conversaciones se encaminaran sobre el futuro que nos aguardaba de civiles.
-         ¿Y tú, Josse, desspuess qué harass?
-         Bueno, tengo un enchufillo por ahí para entrar en la policía, gracias a mí detuvieron a Carrillo cuando el PCE era ilegal (Véase el relato el secreto) ¿Y tú, Mariano? (Qué curioso, era la primera vez que no utilizaba su epónimo)

-         Creo que ssentaré plaza en el regisstro de la propiedad que gané en oposición, ess lo que sse espera de mí.
-         ¡Coño! – Juro que lo dije en tono de chanza - ¿Y por qué no te dedicas a la política? Mira a Reagan que bien le va.

-         Pues no lo había penssado, fíjate que ssoy paissano de Manoliño  Fraga y tengo contactos cerca de él.
-         Pues que quieres que te diga, no te lo pienses, yo te veo con futuro en esa rama, y en cualquiera del árbol que te subas.
    Y en estas estamos, bella Lola, hay veces que calladitos estamos más guapos o debiéramos meternos la lengua en el culo, todos seríamos más felices y yo tendría mi paga extra.

martes, 17 de julio de 2012

La carta


Hoy he pasado por la puerta de tu antigua casa, tenía que hacer unos trámites en Hacienda y de camino pasé por tu calle, no me atreví a mirar a la que fue tu ventana pero me acordé de ti. Recordé sobremanera aquel permiso que me concedieron cuando hacía la mili, la casualidad de tu llamada y la ilusión que me hizo retomar el contacto perdido, habíamos crecido, ya no éramos los niños que en una tarde de tormenta en la sierra aprendimos a besarnos torpemente y a pasear por recoletos senderos cogidos de la mano; luego, la llegada de septiembre nos separó, en Madrid todo un mundo se abría entre nosotros, yo en Vallecas y tú en Cuatro Caminos, trece estaciones de Metro, una distancia insalvable.

Los siguientes veranos proseguí mi peregrinación estival a la sierra, el pueblo estaba vacío sin ti, sin tu presencia, nunca supe porqué tus padres estuvieron cuatro años sin veranear allí, cuando volviste éramos dos extraños aun cuando al cruzarnos por la calle nuestra mirada descendía hacia el suelo y nuestros corazones latiendo fuerte llenaban de color nuestras mejillas.

En ese ínterin tuvimos terceras personas entrando y saliendo de nuestras vidas, relaciones poco duraderas y alejadas de llenar nuestros corazones. Llegó por fin nuestro segundo reencuentro, quince días de permiso para descansar del servicio a la Patria, donde cada separación cuando entrabas en el portal de tu casa, era un tormento hasta la mañana siguiente cuando de nuevo  ansioso paseaba frente a tu portal esperando tu descenso.

No podré olvidar jamás nuestros paseos por el Zoológico y el Parque de Atracciones ¿Debí besarte en el túnel del horror? Todos los monstruos que nos salían al paso se empeñaban en impedirlo, decidí posponerlo para un mejor momento, quizás en la soledad del aparcamiento cuando fuéramos a retirar mi coche. Pero los hados ese día estaban en mi contra ¡No me lo podía creer! Perdí la llave del antirrobo, por lo que tuve que llamar a mi padre para que trajera una copia ante su mirada irónica y escrutadora, qué lástima, la ilusión de aquel momento tan ansiado se difuminó sin remedio.

Al día siguiente paseando por el Retiro nos pusimos más serios, hablamos del futuro, de tus estudios, de qué hacer cuando me licenciara, de nuestra vida juntos, y me ofreciste un plan: tu padre, todo un señor coronel, me enchufaría en la guardia civil y sin tener que ir a territorios peliagudos, en breve tiempo ingresaría en la academia por lo que en pocos años sería un flamante oficial. Entre arrumacos hicimos planes, soñamos, alumbramos una nueva vida juntos llena de satisfacciones y dicha.

Mi permiso expiraba ya, todavía recuerdo tu bello rostro arrasado por las lágrimas, mientras me despedías en la vieja estación de Atocha.

No bien llegué al cuartel, te escribí una larga carta donde puse todo mi sentimiento, confirmaba todos los planes que teníamos en mente y te decía todas esas cosas maravillosas que son más fáciles escribir que hablar, pues siempre para mí el camino más corto y directo es el que va del corazón a la mano que empuña el bolígrafo para plasmar mis sentimientos.

Esa misma tarde la deposité en el tren correo que llegaba de madrugada a Madrid, con ella iban todas mis ilusiones. La rutina se introdujo de nuevo en mi vida, guardias, servicios, algún arresto y la ansiedad de todas las mañanas a las doce del mediodía en el reparto del correo, rostros de alegría por doquier menos el mío; día tras día, semana tras semana sin recibir nuevas tuyas, volví a escribirte una y otra vez, manifestándote mi extrañeza por no tener noticias tuyas, pero todo siguió igual, todos los días a la hora del Ángelus me iba a mi camareta con las manos vacías y el corazón roto.

El tiempo, dicen, lo cura todo, a veces hasta tienen razón ¿Qué pensé de tu silencio? Mil ideas acudieron a mi mente, al fin y al cabo apenas te conocía, tu corazón se habría vuelto voluble o quizás habrías conocido a alguien mejor que yo, pero por más vueltas que daba a mi mente, no di con la solución. Al final también la llama de mi corazón se apagó, y con el final del Servicio regresé a mis lares.

No te busqué, otras mujeres sirvieron para cicatrizar mi corazón y las nieves en mi cabello me hicieron olvidarte para siempre.

Hoy he vuelto a pasar por delante de tu puerta y me he dado cuenta de una cosa, me equivoqué al poner tu dirección, en el dintel de la puerta apareció la cifra trece, y no el doce como por error te envié las misivas sin recepción posible.







¿Cuánto de cierto hay en este relato? Solo ella y yo lo sabemos, los que me conocéis, sabéis que en todos y cada uno de mis relatos por muy fantástico que sea, hay algo de realidad  reflejada, envuelta en muchos casos por circunloquios, adornos, y hasta exageraciones; de este relato os diré que el final es veraz aun cuando mutado en el tiempo: pocos días antes de licenciarme, el cabo furriel me entregó un manojo de cartas devueltas por Correos en las que indicaban que no existía el número doce de la calle.




viernes, 13 de julio de 2012

El rayo de sol


Qué curioso – me dio por pensar – ahora que me fijo en ella, me doy cuenta que lleva varios días haciendo el mismo recorrido que yo; llevo tres años haciendo el mismo trayecto, día tras día, y siempre a la misma hora y en esta triste rutina, te fijas en la gente y en sus caras, sobre todo en los habituales, aun cuando hay estudiantes que solo coincidimos en días lectivos.
Con esta mujer descubrir nuestra afinidad ha sido más fácil, tomamos el bus en la misma parada y, cosa curiosa, se ofrece a desearnos los buenos días según llega, luego al final de la línea, nos separamos, yo continuo por la calle de Alcalá hasta mi oficina y ella tuerce hacia García Noblejas.
Creo que me llamó sobre todo la atención de ella las blusas que viste, en especial dos de ellas, un roja ajustada que marca con alegría sus formas, que sin ser rotundas, si son de buen ver; aunque para mi gusto es un poco culibaja, para mí el conjunto es valorado con un notable. La otra blusa es de un amarillo suave – qué dificultad tenemos los hombres para identificar y denominar la gama de colores – con bordados de flores, queriendo dar la sensación de ser parte de un vestido japonés; quizás, para mi gusto, esta realza sobremanera todo el conjunto, su figura, su cara, el contrate con el color de su pelo azabache (¡sopla! he apreciado una tonalidad)
Hoy se ha sentado frente a mí por lo que apenas he podido hacer un par de cruces de miradas con rapidez y disimulo, pero ella creo que sin querer, me facilitó su contemplación; del bolso sacó unas grandes gafas de sol como las que están ahora de moda entre las mujeres y se las puso, al rato, y en un breve ínterin un rayo de sol juguetón rondando por el mundo, se coló por la ventana del autobús impactando en su rostro, por un casual era uno de esos momentos en que la estaba observando de “reojillo” por lo que pude apreciar que parapetada en los oscuros cristales, dormitaba plácidamente. Ya sin ningún disimulo abandoné el parapeto de mi libro, discúlpame viejo amigo, pero la contemplación del bello rostro de una mujer obnubila los sentidos y lo que es mejor, es capaz de hacerme sacar la libreta que siempre llevo conmigo y ponerme a escribir, que ya lo iba necesitando.


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