miércoles, 25 de julio de 2018

Sauca arriba III


En este mismo lugar sobre la carretera mis recuerdos me llevan a una tarde que pudo ser aciaga. Mi hermano y yo estábamos allí mismo esperando la llegada de nuestros padres que venían de Madrid, mientras aguardábamos la llegada del autocar de la Continental, comenzamos a jugar y poco a poco la cosa se desmandó, lo que era el arrojarnos unos simples arrancamoños terminó arrojándonos piedras de considerable tamaño. Éramos incapaces de advertir el peligro que se avecinaba. Al parecer alguna de las piedras alcanzó a Rafa y éste con la mala leche que le caracterizaba se abalanzó hacia nosotros (principalmente sobre mí, que era el que más cerca le pillaba) con aviesas intenciones, intenté correr como alma que lleva el viento, pero mis zancadas eran nimias en comparación con loa velocidad que traía Rafa, cuando estaba a punto de sufrir su dentellada fatal, se oyó la voz salvadora de Ventura que con un grito estentóreo, hizo cesar a Rafa de su acometida. Nunca agradecí lo suficiente su presencia en aquél lugar. Aliviado y contrito me senté junto a mi hermano en la valla del Hostal del Marqués para continuar la espera sin más novedad.

Ah, no lo he dicho, Rafa era el maldito perro de Ventura, el dueño del Hostal.

Allí mismo un poco más arriba de la pocilla que hay, en otro tiempo muy cercano a mi anterior aventura cogí una de las mayores truchas que he sacado del rio. Y es que tengo la habilidad de meterme en las pozas y sin más herramienta que mis manos sacar la truchas que pululan por las pozas. Recuerdo que bajaba con ella en mis manos y el mismo señor Ventura me la quiso comprar, me ofreció 250 pesetas de la época, un dineral, pero yo ufano como iba de enseñarla en casa me  negué en redondo.

Sigo remontando y llego a una zona muy hundida sobre el nivel de la calle en la que el río baja sobre un lecho de roja arcilla, al socavar la arcilla endurecida forma una poza en la que las truchas se resguardan y son imposibles de extraer. La memoria me falla y ya no recuerdo a los acompañantes de mi aventura, pero en un principio intentamos sacarlas con el truco de envenenar el agua, “alguien” le había contado a uno de mis acompañantes que cierta hierba que abundaba por la zona, atontaba a los peces, por lo que hicimos acopio de esas hierbas machacándolas para que hicieran reacción con el agua de la poza, pero no hubo caso, allí los únicos atontados éramos nosotros esperando el milagro.

Pero nuestra inquieta mente no cejó en el empeño y decidimos enderezar la curva del río, de esa manera la poza no recibiría agua y poco a poco se vaciaría. Nos pusimos manos a la obra y con nuestros escasos medios, palos y poco más, iniciamos la ímproba tarea de abrir un nuevo cauce, pero por mucho que nos empeñamos apenas hicimos bajar el nivel de las aguas. Por lo que después de un breve concilio, observamos la poza con las truchas y a una lanzamos el triste  corolario: “¡No están maduras!”

Ahora viene un tramo donde el Sauca discurre bajo la maraña de los árboles ribereños, es una zona sin pozas que termina de bordear el monte de la Cabeza y termina en una poza redonda ya casi colmatada por el aluvión. Recuerdo que la hicieron dos operarios que hicieron el chalet de la doctora, no se anduvieron con chiquitas, tomaron la retroexcavadora y ¡ale hop! Ya se podían bañar a voluntad.

Según se atraviesa el puente de la dehesa se llega a un lugar mágico, el prado donde desaguaba antaño el manantial del Cañuelo. Hoy una fea construcción de ladrillo tapa lo que antes era un agujero por donde afloraba entre burbujas, que levantaban la fina arena del fondo, el agua más cristalina que nade vio. Creo que además era sabrosa, recuerdo que nunca me saciaba, me inclinaba apoyado en unos cantos y bebía con fruición hasta hartarme, salía fría y podías extasiarte mientras bebías con el movimiento de la arena del fondo.

Era el lugar favorito de mi familia para merendar en verano, nos reuníamos bajo la sombra de los fresnos ribereños y dábamos cumplida cuenta del bocata de pan con chocolate o con mortadela. La mullida hierba que lo rodeaba te invitaba después a tumbarte mientras contemplabas las nubes discurrir.

Con el paso de los años sirvió el lugar para mis primeros escarceos amorosos, ese fue el lugar donde contemplé un pecho femenino en vivo y en directo.

Se llamaba Nuria y tenía más experiencia que yo, pero aquél momento fue inolvidable, mi corazón latía a mil revoluciones y seguro que nunca hubo una caricia más torpe. Luego me enteré que no estábamos solos, como si de la leyenda de lady Godiva fuera, tuvimos también tuvimos un “Tom el mirón” pululando por allí, no solo fue mirón, también fue “largón” pues fuimos la comidilla de las comadres de Alameda.

 
Continua.



martes, 24 de julio de 2018

Sauca arriba II


Enjugué mis hipócritas lágrimas y, siempre por el lado derecho, proseguí mi ascensión, no tardé en pararme un instante en evocar más recuerdos infantiles. En el lugar donde se alza ahora un feo puente de hormigón, pasé muy buenos momentos en mi infancia. Bajo el antiguo puente de madera, era el lugar donde estaba autorizado a bañarme en ausencia de mis padres, cuando en los estíos quedaba al cargo de mi abuela y de mi tía, solo podía acercarme a un tramo de río, el más cercano a la casa de mis abuelos.

 Aquí bajo el puente fue donde tomé contacto con la fauna fluvial, renacuajos, alevines de varias clases de peces, escarabajos acuáticos, “aclaraaguas” más bien llamados zapateros, ranas, gobios y alguna esquiva trucha. Ante la imposibilidad de que mi hermano y yo nos ahogáramos en una cuarta de agua de profundidad que aportaba el Sauca, nos dejaban corretear toda la mañana y parte de la tarde, por supuesto dos horas después de comer y con la digestión bien hecha. Muchos momentos felices disfruté de ese lugar en compañía también de nuestro amigo Ricardito, la captura de renacuajos y su posterior estabulamiento en pocillas excavadas por nosotros, se convirtió en nuestra primera experiencia para el manejo y explotación de una industria piscifactora.

Allí mismo tuvo además la célebre contienda entre mis dos primos, Tirsín y el Negus, nunca más el segundo se atrevió a abusar de su condición de mayor estatura y edad. Al aceptar Tirsín el reto de ser nuestro paladín, bajó desde casa de nuestra abuela hacia el río donde aguardaba el Negus muy entero él sin saber lo  que se le venía encima. Nunca mejor dicho, porque después del segundo soplamocos y ante la caída al césped del Negus, todo sea dicho un flojo contrincante, Tirsín saltó sobre su maltrecho cuerpo como si el mismísimo Hércules Cortés hubiera abandonado el ring de la plaza de las Ventas y se hubiera encarnado dentro de Tirsín.

El corto combate de Catch as Can, o lucha libre americana terminó cuando al Negus los ojos se le voltearon hacia atrás lo que nos preocupó en grado sumo, por lo que decidimos pedir asistencia a los mayores que pudieran encontrarse próximos. Tomamos pues cada uno de una pierna y Tirsín de un brazo con lo que consiguió que a cada paso que dábamos la cabeza del Negus golpeara con cuanto canto hubiera por el camino y no eran pocos en una época en la que las calles no estaban adoquinadas.

Afortunadamente en la casa de mi abuela nunca faltaba “agua del Carmen” (es decir agua de colonia) que era el elixir mágico para cuanto problema médico surgiera. El Negus volvió en sí y Ricardito, Tirsín y yo nos fuimos a celebrarlo yéndonos a comprar una bolsa de pipas a casa de la Faustina, sobre todo antes de que los mayores nos pidieran cuentas sobre el desenlace de la contienda.

Otro hecho que aconteció en ese mismo lugar, fue cuando bajo unos chopos que antaño ocupaban la ribera, jugábamos mi hermano y yo. Habíamos delimitado con cantos rodados nuestro chalet unifamiliar, aquí la entrada, allá la cocina, acullá los dormitorios. Así pasábamos las tardes mientras hacíamos la digestión.

Pero el mal acechaba y es que el movimiento ocupa no es una cosa de este siglo, ya en el siglo XX sexta decena, unas malandrinas vinieron a perturbar nuestra grata estancia sobre Alameda. Alicia y su hermana aparecieron un día por nuestros predios, habían cometido la insolencia de ocupar nuestra finca añadiéndole el deleznable gusto femenino de aportar florecillas por doquier.

No nos lo pensamos ni un momento, como si de un buldócer se tratara, recopilamos todas las piedras y visto y no visto, acabaron en el río que al fin y al cabo era el lugar donde las habíamos acarreado. Para nuestra desgracia  en los últimos instantes de nuestra hazaña aparecieron las susodichas jurándonos odio eterno por nuestra acción.

Poco nos importaron aquellas anatemas, las hormonas apenas habían aflorado en nuestra sangre por lo que la futura falta de su amistad nos traía al pairo. Total yo por entonces tenía muy claro que el amor de mi vida acababa de quedar segunda en Eurovisión y que cuando Karina me conociera caería rendida a mis pies.

Ya no me entretengo más en este tramo, continuo avanzando y llego al puente del Toril, recientemente lo renovaron y pusieron alguna piedra más en sus paredes, pero el Sauca cuando quiere es muy inquieto y alguien va a tener que volver a gastar dinero en remozarlo y levantar las piedras que cayeron al cauce en alguna avenida primaveral.

El objeto del citado puente es llegar al toril donde se guardaba el “toro villa” es decir el semental de la población. Todos los chavales intentábamos contemplar los escarceos que allí ocurrían entre el toro y sus partenaires, pero los mayores no nos dejaban que nos subiéramos a las vallas de piedra, por lo que nunca vimos aquél espectáculo.

En este punto hay que cruzar el puente y subir por la margen izquierda hasta llegar al puente sobre la carretera comarcal. El puente en sí es el mismo desde hace unos cincuenta años en que se ensanchó la carretera dotándola de márgenes. Hace poco tiempo se ha vuelto a ensanchar, sin tocar la estructura básica del puente para crear un estrecho e insuficiente carril de acceso hacia la carretera.

También se creó una plataforma para que los carros y los animales pudieran bajar de la dehesa sin tener que atravesar la carretera con el peligro que suponía.

Este hito en el camino sirve para marcar ya el ámbito de fuera del pueblo, a partir de entonces ninguna casa debía de figurar, pero esto no fue así y algunas casas y chalets rompen el paisaje.

Continua.

lunes, 23 de julio de 2018

Sauca arriba


Siempre soñaba con remontar el Sauca, era un sueño recurrente, cada cierto tiempo cuando me encontraba constreñido por los muros de los edificios de la gran ciudad, esa noche inevitablemente soñaba que subía por sus riberas arboladas, generalmente iba para coger truchas, soñaba con pozas  donde nadaban libres y me sumergía en las cristalinas aguas persiguiéndolas.

Generalmente el sueño terminaba volviendo con un puñado de ellas engarzadas en un mimbre y descolgándome por la última tubería que desaguaba al medianil de la casa de mis abuelos.

Los años fueron haciendo que, para mi desgracia, me fuera olvidando de las subidas al río de la Sauca, inmerso en un mundo de mayores, los muros se fueron convirtiendo en un elemento visual más de mi vida. Además los pocos viajes que me devolvían al campo  y a mis raíces mitigaban sus recuerdos.

Pero un día, libre ya de mis ataduras, me dije que era hora pues de comenzar el viaje soñado, por fin conocería qué había más allá de los verdes prados junto al río, atravesaría la dehesa y atravesaría los desfiladeros que comenzaban junto al viejo molino, intentaría llegar a sus fuentes así como Burton y Speke no pararía hasta conseguirlo.

Le pedí a mi madre un tenedor de acero, tomé un gran canto rodado y un martillo y de esa manera enderecé el tenedor y separé sus púas, lo até a una flexible vara de avellano y lo convertí en un tridente. De la misma manera cogí una llanta del vertedero y até a ella una red de naranjas, de esta guisa siempre pensé que me convertía en un gladiador, un retiario.

Del desván saqué mi vieja mochila de lona, el arnés estaba roto y oxidado por lo que pesaroso no tuve más remedio que  con una navaja romper todo el entramado de costuras que lo unían a la mochila, no iba pues a contar con la comodidad de que ningún elemento se me clavase en la espalda durante la marcha y además tenía claro que mi espalda se llenaría de sudor en el trayecto.

Tocaba ahora elegir qué artículos me llevaría en mi viaje. Comencé con un par de mudas de ropa interior, un par de camisetas y de calcetines. Una cantimplora con la base de aluminio que me serviría como vaso y como marmita para cocinar. La navaja con la que corto por su base, los pocos níscalos que consigo recolectar en otoño. Una linterna, el saco de dormir, una lona impermeable que me sirviera de poncho y para envolverme en ella para dormir en caso de lluvia, un par de rollos de papel higiénico (imprescindibles), una bolsa de plástico con autocierre hermético donde metí un mechero y dos cajas de fósforos y un rollo de tramilla. Y como marca de la edad que tengo, un neceser  con todos mis medicamentos.

En la parte superior de la mochila guardé la comida que llevaba de salida, dos latas de sardinas en aceite, un bote de cocido de una afamada marca, un salero y dos bocadillos de tortilla de patatas que me hizo mi madre, es decir avituallamiento para dos días, tres a lo sumo, pero esperaba poder cazar o pescar durante el resto de mi viaje.

Descolgué mi vieja escopeta de perdigones y como don Quijote, una mañana de julio comencé mi aventura, torné hacía la izquierda y me di cuenta con satisfacción que mi recorrido iba a ser completo, desde la misma desembocadura del Sauca en el Lozoya, ese iba a ser el comienzo de mi viaje.

El primer puente que pasé fue el del camino hacia Pinilla, también es conocido por ser el camino hacia el camposanto, como siempre que paso por allí siempre recuerdo la tumba de mi abuelo, hace muchos años que no consigo entrar en el cementerio, quizás desde que de crío iba con mi pandilla de veraneantes, cuando después de las tormentas de verano intentábamos ver los fuegos fatuos con nulos resultados.

Algo más adelante, ya sobrepasado el segundo puente, por la parte derecha de la ribera hay otro lugar curioso, de niño siempre me resguardaba bajo la sombra de dos chopos gigantescos y me adormecía con el ruido que formaba el viento al mecer las ramas, las hojas así hacían un ruido como de resaca. Hasta muchos años después cuando contemplé al mar por primera vez, no me di cuenta del parecido de sonidos. Pero el de los chopos era mejor, la sombra y la mullida hierba bajo sus/mis pies, hacían de aquél lugar un escalón más cercano al paraíso

Algunos años más tarde, cuando Raúl llegó con su tienda de campaña, fue sin ninguna duda el lugar elegido por mi parte para plantarla, allí pasó dos de los veraneos más hermosos de los que disfruté, sobre todo por mi edad entonces, los fabulosos dieciséis y diecisiete años.

Apenas cincuenta metros más arriba, un lugar sombrío para mi recuerdo. Allí se levantaba una estrecha pasarela sobre el río compuesta por dos finos troncos de unos arbolillos, y sujetos entre ellos a fuer de traviesas, unas finas tablas. No éramos muchos los que nos atrevíamos a cruzar el río por ese lugar, además el puente anterior estaba a cien metros y el siguiente aguas arriba a apenas cincuenta, solo los chaveas inquietos como yo y alguna que otra gallina de la pescadera del pueblo, que por aquellos pagos picoteaban a su antojo.

Y ese fue el problema, un malhadado día siendo un chaval, quise cruzar el río por la pasarela y cuando apenas había dado dos pasos, observo que una gallina había comenzado también a cruzar la pasarela desde la otra orilla, yo no me paré, tenía preferencia bajo la superioridad moral que me daba haber empezado antes el tránsito y de pertenecer empero a una raza superior, la gallina más comprometida en poner sus ojos en pisar convenientemente las tablas, no apreció mi presencia hasta que por fin nos encontramos justo en medio de la pasarela y por ende, sobre el mismo centro del cauce, por donde más agua corría. Ella de repente denotó por fin mi presencia y sorprendida y asustada aleteó para ganar la orilla volando, craso error, dios solo le dio las alas a las gallinas para servirlas en ciertos restaurantes de comida rápida, frita y aderezada con diversos condimentos. Hete aquí que el triste vuelo de la gallina la llevó al centro de la corriente, donde ante mis aterrorizados ojos solo pudo exclamar un agónico glugluteo en vez del consabido cacareo.

Me quedé de piedra incapaz de moverme viendo como aquella pobre ave era engullida por las aguas y como cada vez sus aleteos eran más tenues, hasta que por fin quedó inmóvil cerca de la orilla. Avergonzado solo pude huir como alma que lleva el viento llevando la lacra hasta el resto de mis días de aquél gallinacidio, de mi cobardía por no haber intentado salvarla y de mi soberbia por no haber cedido gentilmente el paso al pobre animal.

Continuará.


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