Hay mucha gente que no le gusta pasear por el campo bajo la niebla, puede
que sea por miedo a perderse y no encontrar el camino de vuelta, también por
dar un mal paso y precipitarse por una sima, es posible que sin ser tan
tremendista, sencillamente les disguste salir al mundo en un día generalmente
desapacible, húmedo y frío.
Les respeto, pero creo que no saben lo que se pierden. ¿Bondades?
Infinitas, para mi gusto, no difieren mucho de pasear en un día luminoso en
primavera, la sensación de hollar por primera vez un suelo virgen, dejando en
las hierbas húmedas por el rocío la marca de tus huellas, pagando eso sí, el
peaje de mojar tu calzado, nada que preocuparse si has tenido la previsión de
salir de casa embutido en un buen par de botas.
¿Más? Por supuesto, ¿no notáis la sensación de recorrer un camino nuevo que
se va abriendo a tu vista según vas caminando? Los paisajes aparecen como si
estuvieses dentro de un túnel, descubres cada paso un paisaje nuevo, un nuevo
árbol, una roca, una valla; una vaca pastando te parece un animal recién
descubierto para la ciencia, la lluvia que le chorrea por el lomo, le da un
color completamente nuevo a su pelaje, ya no es el pardo y blanco de siempre,
ahora hay infinitos tonos imposibles de definir e incluso de llevar a la paleta
de un pintor.
Qué decir de los árboles, en la sierra abundan los fresnos mil veces
desmochados y mil veces brotan de nuevo las ramas, por lo que no hay que forzar
mucho la imaginación para verlos como
gigantes con los brazos extendidos al cielo intentando alcanzar un yo qué sé,
pues con la niebla no te imaginas su anhelo, hay un techo demasiado cercano a
la vista, o quizás es precisamente la niebla lo que los fresnos sustentan.

De todas formas, es imposible que yo me pierda, conozco prácticamente todas
las sendas y vericuetos y sé donde podría dar un mal paso para evitar circular
por ciertos lugares. Un consejo, caminad por las sendas justo entre las
rodadas, otrora de los carros de bueyes, y en la actualidad provocadas por
vehículos llegados de allende los mares denominados “pick-ups” ahora de moda
entre los ganaderos serranos, entre las rodadas, puedes caminar entre hierba,
evitando en todo momento pisar el barro de los caminos y además tendrás una
perfecta referencia del sendero y evitarás perderte.
Eso hice yo esa mañana alejándome del pueblo, pero ensimismado como iba, no
debí de seguir perfectamente mis propias instrucciones, puesto que de repente
me di cuenta que no sabía dónde me hallaba, es fácil saberlo, de repente cada
paso que daba los gigantes que se abrían
a mi paso por la dehesa eran totalmente desconocidos para mí, y sus largos
brazos ya no querían alcanzar el techo, más bien se empeñaban en alcanzarme y
rodear mi cuerpo con sus garras con siniestras intenciones. Cuando te pasa eso,
la llovizna que trae la niebla o refresca tu cara pues se convierte en inicios
de lágrimas saliendo de tus ojos y la hierba que tan a gusto pisabas, se
convierte en pequeños liliputienses que intentan sujetar tus pies con finos
hilos con la malévola intención de hacerte caer.

Cuando te sientes perdido, la primera intención es dar marcha atrás y
desandar el camino andado, pero, ¿Por dónde queda atrás? Giras ciento ochenta
grados y te preguntas: ¿es por aquí? Los mismos gigantes, la misma llovizna,
los mismos liliputienses. Afortunadamente siempre me guardo un as en la manga;
en un valle, si vas hacia abajo, tarde o temprano encontrarás el río que lo
atraviesa y a partir de allí sólo es cuestión de seguirlo y encontrarás alguno
de los pueblos atravesados por él.
Como la dehesa es bastante plana, seguí una de las caceras que discurrían regándola. Caminé bastante tiempo
paralelo a su curso, dándome cuenta que no podía imaginar que la dehesa fuera
tan extensa, en otras visitas veraniegas con toda la claridad, nunca había
tardado tanto en atravesarla.
Todo parecía mágico, la niebla cada vez más espesa, el desconocimiento de
mi situación y de repente lo inimaginable, una verja de metal cerrándome el
paso.
Ahora si que algo no transcurría razonablemente, nunca, repito, nunca había
encontrado allí una verja, tampoco tenía su razón de ser, estábamos en la
dehesa boyal, terreno comunal de los ganaderos del pueblo y era imposible el
aparcelamiento del terreno y la edificación de una vivienda.
Movido por la curiosidad seguí el perímetro de la verja, hecha esta de
hierro forjado, de considerable altura y rematada en aguzadas puntas que la
hacían inviolable; nunca había visto nada igual en mis anteriores paseos ni
había oído comentarios sobre este hecho, pero siguiendo con mis cavilaciones,
por fin encontré una puerta.
Si la verja estaba artísticamente trabajada, el portón de entrada era
magistral, posiblemente un orífice no lo hubiera hecho mejor en el noble metal,
si no fuera porque estaba hecha varios cientos de años después, se podría decir
que había sido hecha por Fray Francisco
de Salamanca, al igual que la del cercano Monasterio de El Paular, magistral
artesano.
Empujé el portón a sabiendas que estaría abierto, no podía ser de otra
manera, el misterio se presentó ante mi persona y no era concebible el que no
pudiera ser desvelado, con un chirrido quejumbroso, franqueé la puerta y me
introduje siguiendo un camino pavimentado de losas de granito, cosa que
agradecí, estaba harto de pisar hierba siempre mojada con su insidioso
silencio, el pisar sobre piedra me devolvía el ruido de mis pisadas, rompiendo
el absoluto y chillón sonido de la nada que hacía que mis oídos zumbasen
continuamente.
El camino serpeaba entre abetos más acogedores que los fresnos, pues estos
no tenían garras ni intención de sujetarme, más bien iban apuntando el camino a
seguir, vigilantes y enhiestos como soldados.
La lluvia paró de repente, por lo que pude frotarme los ojos para enjugar
el agua que discurría por ellos y ver algo irreal frente a mí, una recia
mansión berroqueña, digna de un marqués o de un indiano recién llegado de las
Américas, apenas distinguible el techo de pizarra asumido por la niebla, con
altos ventanales y media fachada tapizada por el ramaje de lo que en tiempos
debió ser una exuberante enredadera, convertida por el tiempo y el abandono en
una telaraña de color marrón marcando como una cicatriz la fachada del
edificio.
Al haberme detenido el silencio debía haber regresado, pero no, una dulce
música salía del porche, otrora pintado de blanco, allí una dama en vuelta en
gasas y tules, figurando un vestido poco acorde con la moda presente, tocaba el
arpa como sólo la diosa Hathor o las quijotescas Altisidora y Dorotea, hubieran
sido capaces de sacar tanta armonía a tan bello instrumento, si el cielo
existe, tiene que haber un sonido así dentro de él.
No se cuanto tiempo estuve ensimismado contemplándola y disfrutando de
aquellos acordes, imposible sentirse mejor, me habría quedado allí toda la
vida, pero todo tiene su pero, hay un certero dicho que nos dice: mañanita de
niebla, tarde de paseo y así comenzaba a ser, se acercaba el mediodía y algunos
atisbos de color azul se colaban entre el gris dominante, incluso un leve rayo
de sol juguetón se coló entre el espeso meteoro golpeando a la mansión, y esta
se deshizo.
Así, de repente y sin parar, según se abría el día y los blancos y azules
dominaban a los grises, todo a mi alrededor iba desapareciendo, los abetos, el
camino adoquinado, el techo de pizarra, los ventanales, la hiedra y ¡Ay! el
porche y la dama con su música y el arpa.
Me rebelaba aquella intromisión, ¿Cuántas veces he dicho que no hay nada
como un día de niebla? ¡Vuelve! Pero no hubo caso, todo se transformó en un
estúpido día brillante y soleado.