¿Cuál es el recuerdo más antiguo de mi infancia?
Nunca se me olvidará, hacía calor, estaba con mi
hermano e íbamos a comprar a la tienda de chucherías de al lado, la atendía un
señor muy mayor, o eso me parecía, era además minusválido marcado por la
terrible enfermedad que entonces era la polio. Recuerdo que abría los ojos de
manera desmesurada cuando veía su bota con un alza descomunal, más parecida a
las protecciones que usaban los picadores que a un zapato normal, quizá por eso
cojeaba tan ostensiblemente – Me decía en mi ingenuidad.
Al principio de los años sesenta, una tienda de
chucherías no era el mundo de estanterías y receptáculos de hoy, poco había
entonces donde elegir, caramelos de fresa, naranja y limón y los socorridos
“sacis” ¡cinco céntimos el caramelo! No de euro sino de peseta, pero
inexorablemente eran de sabor a menta; además podías encontrar chupachups y a
su prima la piruleta y su familiar lejano el pirulí. Y se acabó, el muestrario
de chuches acababa, bueno, es esta tienda, pues en la calle de atrás tenían
como exquisitez pastillas de leche de burra, algo realmente exótico.
No era de extrañar que cuando aparecían vendedores
ambulantes publicitando sus productos, como gallos y manzanas de caramelo,
generalmente eran los meleros de la Alcarria cargados de serones llenos de
queso y miel y con una especie de estandarte de madera donde introducían los
palitos para sujetar sus exquisiteces.
Vuelvo mis pensamientos a la tienda, pues aparte de
los dulces, vendían pequeños juguetes de latón y sobre todo de plástico que
poco a poco se iban imponiendo a los primeros, casi todos eran mecánicos,
recuerdo la cámara de fotos que al apretar el disparador, salía una cara
sonriente de repente del objetivo con un gañido. También estaba la pistola que
en la punta del cañón tenía la cara de un bulldog y al jalar el gatillo un
oculto mecanismo hacía abrir la boca al can y soltar un ladrido.
Además de coches
y aviones de plástico y recortables especialmente fabricados para los
niños, vendían, cosa de los tiempos, toda una panoplia de proto-armamentos
quizás preparándonos para la ardua vida del servicio militar que nos aguardaba
cumplir en su momento, pistolas, escopetas, cuchillos, arcos y flechas, etc.
Había pistolas que se les acoplaban unas tiras de fulminantes y con cada
disparo lograbas un estampido y una nube de humo acompañada del olor a fósforo
correspondiente, que hacían nuestros juegos de indios y cow-boys más
convincentes.
¡Y qué decir de los petardos! Aquellos de color
verde que hacíamos explotar debajo de las latas por el placer de hacerlas
volar, también existían los “fósforos” pegados en una cinta de papel que al
frotarlos contra el suelo ardían chisporroteando, otra acción menos sana era
lamerlos y frotarlos contra la piel para formar un efecto similar a los fuegos fatuos
La tienda y el señor renco desaparecieron de mi vida
sin solución de continuidad. Un anciano “el abuelillo” ávido amante de nuestro
infantil dinero, aposentó sus reales en la esquina de la calle mercando los
mismos productos, pero sin ocupar local alguno, lo que supongo que aumentaba el
margen de beneficio de esas mercancías de tan minorado precio ¡Ay de ti si no
controlabas las vueltas al comprar! Por arte de birlibirloque y cambios en el
minuendo ye el sustraendo, total, que alguna pesetilla se quedaba huérfana de
tu bolsillo.
El primer amigo que tuvimos al unísono mi hermano y
yo, fue Manolo, convecino de patio donde jugábamos. A pesar de que por nuestra
calle nunca pasaba un coche, pues en toda la calle solo aparcaba el taxi en el
que trabajaba mi padre y la vespa con sidecar del vecino del primero A, nuestra
madre se sentía mejor si situábamos nuestro terreno de juego dentro del patio
trasero de la comunidad, un patio alargado con una puerta con cancela sin más
acceso que los privilegiados vecinos que vivíamos en el bajo.
El corroído cadáver de una vespa, tumbada en medio
del patio marcaba el epicentro de nuestros juegos, a pesar de mil y un cortes y
arañazos padecidos por su roce y a pesar de las admoniciones de nuestras madres
augurándonos un futuro atrozmente recortado por culpa del tétanos, era nuestro
cobijo, el fuerte donde guarecernos del ataque de todo tipo de tribus
indígenas, nosotros como el general Custer éramos irreductibles y solo lo
abandonaríamos con las botas puestas.
Si hay algo que me duele es haber olvidado su
nombre, pudiera ser Juanita o Carmina, pero también pudiera ser que no, lo que
nunca olvidaré es su bondad, en mi corazón infantil su presencia era un bálsamo
en un lugar donde tanto sufrí, pues al lado estaba el demonio que tanto me
atormentó, su nombre es (pues todavía la sigo viendo) Isabel, hablo pues del
parvulario.
Éramos unos párvulos temerosos de ser desasnados, a
pesar de estar en la misma calle recuerdo el frio del invierno en mis
pantorrillas desprotegidas sin perneras para ir al cole. Entonces los niños
llevábamos impenitentemente durante todo el año pantalones recortados más allá
de las rodillas ¿Qué no? Solo tenéis que observar a Tintín o a Pedrín, el
compañero de Roberto Alcazar.
En el mundo solventaban el problema del frío a base
de pantalones bombachos y calcetines largos, en España siempre alejados de las innovaciones,
los críos llevábamos en invierno leotardos para vergüenza y oprobio propios,
siempre marcados por los afortunados a los que sus madres atendiendo más al
cuidado filial que a las modas, les surtían de tan preciada prenda.
El patio fue mi primera escuela de entomología y
horticultura además de avicultura, ahora ya no se encuentran tantas sabandijas
como entonces, no recuerdo la última vez que vi una mariposa en Madrid, de vez
en cuando encuentro escarabajos y zapateros cuando paseo junto a algún solar
que la voracidad del ladrillo no ahogó, pero en mi patio tenían entonces cabida
todos esos bichejos a los que incorporaba a mis juegos, sobre todo arañas,
otrora narré el motivo de mi aracnofobia, aquí pagaba mi peaje poniendo en la
boca de los agujeros donde moraban, hormigas y moscas previamente capturadas y observaba
con morboso estremecimiento como en un abrir y cerrar de ojos los prendían e
introducían en el lóbrego agujero donde seguramente, como si del mismísimo
averno se tratara, darían mil tormentos a los pobres animalillos antes de
comérselos.
Luego, por la noche, nada más cerrar los ojos soñaba
que me transformaba en el increíble hombre menguante ¡cuánto daño me hizo el
visionado de esa película!…
Eso en Madrid, imagina cómo íbamos de chuches en los pueblos...
ResponderEliminarHola J.A. De las pistolas con petardos me acuerdo un montón, en mi barrio vendian "congitos" sueltos a céntimos... en aquellos años todos los pequeñajos jugabamos con lo que había a mano...tenias suerte de los leotardos yo recuerdo ir al colegio en pantaloncillos cortos y los charcos helados...y que buenas eran las películas en blanco y negro...recuerdas la escena del hombre mosca atrapado en la tela de la araña en la escena final...y si tantos efectos especiales por ordenador...je,je,je. Un abrazo
ResponderEliminarSiempre es muy agradable leer tus recuerdos. Los juguetes, a finales de los setenta y principios de los ochenta, cambiaron algo más con respecto a los que tu disfrutaste en los años sesenta pero no con mucha más variedad. Recuerdo la cámara de fotos con la cara de un payaso en su interior. Apenas recuerdo golosinas en mi infancia, será que solo hubo algunos caramelos y poco más; sí, chocolates que mis abuelos nos traían cuando venían en verano. Y en cuanto al estudio de los insectos, ahora que tengo una sobrina de dos años, descubro lo muchísimo que le interesan todos los bichitos que encontramos por el suelo. Desde que ella se afana en observarlos, recorrer el camino que siguen de un lugar a otro... estoy buscando en internet más animalitos de este tamaño; será que la dimensión de tales insectos, a los pequeños les hace ser superiores y mayores, intensificando el instinto maternal -en las niñas- y la supremacía en los niños jajaja
ResponderEliminarun abrazo :))
Mi primeras chuches fueron caramelos de sabor a fresa y limòn, me lo compraba mi madre cuando íbamos a la tienda del Sr.Antonio en una barriada de Màlaga llamada Campanillas, hoy en dìa, es donde se encuentra el PTA (Parque tecnológico de Andalucìa), pero además, este señor hacía en el congelador de su nevera, polos de fresas y mientras mi madre compraba yo me tomaba aquel polo de nieve. Recuerdos de una infancia, ni mejor ni peor, era lo que había.
ResponderEliminarun abrazo
fus
gracias por tu visita :))
ResponderEliminarUna gran entrada recordando los tiernos años de tu niñez. Que sencillo y entrañable era todo, bueno, casi todo, tampoco hay que idealizarlo todo al extremo. Pero la inocencia e ingenuidad estaban, desde luego, muy presentes, algo que ahora prácticamente ha desaparecido. Pero has hecho una gran descripción de aquellos años de nuestra infancia y de lo que nos tocó vivir a muchos y muchas en aquella época. Un beso,
ResponderEliminarMuy entrañable. Nos hacer recordar nuestros tiempos de niñez y tantos pequeños detalles que quedaron marcados en nuestro subconsciente: unos compartidos y otros no tanto... pero, en definitiva, me ha hecho volar mi imaginación hacia aquellos lejanos tiempos...
ResponderEliminarTe mando un beso con todo mi cariño infantil.
¡Hasta pronto!