Todavía recuerdo como si fuera
ayer la primera y última vez que me subí a un ring y tuve mi primera pelea de
boxeo. No fue un pecado de juventud como se podría suponer, más bien era un
pecado crepuscular. En mi juventud tuve a bien proteger mi cara y sobre todo mi
nariz, ese hermoso apéndice piramidal que aun mantengo recto, en sus justas
proporciones y con las reglas estéticas justas para que no parecer desagradable
a los componentes el otro sexo.
El lugar donde ocurrió era tan
sórdido como sórdidos son todos los lugares relacionados con ese mundillo y
sobre todo el olor a sudor, ese olor que es igual a todos los gimnasios y que
desde mi niñez lo recuerdo. Recuerdo cuando acompañaba a mi tío al gimnasio, transcurrían
los años sesenta del pasado siglo y
milenio y mantenía la costumbre de acompañarlo muchas tardes.
El lugar era la antigua Casa del Pueblo
de Vallecas, expropiada por la Falange en los años cuarenta, albergaba la Delegación
Nacional del Movimiento, o algo así. La última planta, desconozco a instancias
de quién, se había convertido en la afamada entonces, escuela de boxeo de
Vallecas. Por allí pasó una juventud dispuesta a abrirse paso a mamporros,
antes de caer en el desengaño de la triste realidad que sobrellevaba el
convertirse en un mero pelele, sparring
se decía, de figuras emergentes con un adinerado apoderado.
Endiosado en mi imaginación de
niño, mi tío entrenaba allí a diario. Mi diversión era estirar y enrollar las
vendas que protegían sus puños y mi sueño era verlo participar en un combate en
lo alto del ring.
El gimnasio por supuesto tenía
uno, pero para mi desgracia nunca conseguí ver a mi tío subido en él.
Indefectiblemente todas las tardes participaba en ejercicios gimnásticos de
fintas, levantamientos de pesas y salto de comba. Mi interés entonces se movía
en observar a otros esforzados gimnastas en golpear sacos de arena que colgaban
del techo. Allí comprendí la fortaleza que debían de llegar a tener, pues estos
sacos eran duros como piedras e inamovibles, para mí, como pudiera ser un edificio.
Todos los presentes sudaban con
ese olor del que ya he hablado, un sudor que se mantenía perenne día tras día,
con ellos o sin ellos. Cuando terminado el tiempo de esforzado entrenamiento,
todos corrían a las duchas, yo me quedaba solo en aquella enorme sala mal iluminada
y sentía como aquél maremágnum de
olores me iba impregnando todo mi cuerpo. Cuando salíamos a la calle de camino
a la casa de mis padres, me avergonzaba pensar que la gente por la calle fuera
capaz de sentir ese olor y mirarme de forma despectiva.
Volviendo al pasado más cercano,
ahora era yo el que estaba rodeado de esos olores que en cierta manera me
repugnaban, más uno nuevo, el del linimento y otras cremas que profusamente mi
entrenador me embadurnaba por cara y cuerpo, exacerbados al máximo por el vaporub que había puesto al comienzo de mis fosas nasales para intentar
que estas no se cerrasen durante la pelea y poder oxigenarme.
Enfundado en un viejo batín que
había conocido infinidad de dueños, hice el paseíllo
hasta el centro del ruedo, donde aguardaba un centenar y pico de pequeños
mafiosos y especuladores de tres al cuarto, viciosos de las apuestas, ansiosos
de sangre y dinero ajeno. El local no estaba ni por asomo lleno en su aforo,
los buenos tiempos del boxeo hacía bastantes años que pasaron y todo ya era un
triste y denigrante espectáculo.
Nunca pensé que con mis cuarenta
años cumplidos me vería allí, pero estaba abocado a conseguir algo de dinero
por cualquier vía. Por aquél entonces había tocado fondo en mi vida y algunas
alimañas me convencieron de que esa era una manera como cualquier otra de
redimirme y no acabar durmiendo en algún banco de un parque envuelto entre
cartones.
Subo al ring y encuentro que hasta
en esto todo es decepcionante, en vez de la luz cegadora de los focos,
encuentro algunas luces mortecinas dispuestas con la finalidad de permitir la
justa iluminación de la contienda. Miro desde allí al público y me fijo en un
energúmeno que me grita desaforado: ¡Albañil! – Tú qué sabrás, desgraciado.
En mi esquina aguardo a mi
contrincante, él tiene el privilegio de ser esperado, es de mi misma edad pero
por lo menos ha combatido en varias ocasiones, lo que le otorga un cierto
status ante mí.
Por fin llega, es más alto y más
fuerte que yo, o eso me parece. Su cabello ralea por la coronilla lo que le
asemeja a un monje tonsurado que hubiera tenido una mala noche. Es moreno y
malencarado, tiene toda la espalda y los brazos llenos de pelos, parece un oso.
Pienso que quizás el dinero lo quiere para hacerse un trasplante de pelo hacia
la cabeza. Me mira feroz, intento lanzarle la misma mirada, pero creo que solo
he conseguido un rictus de tristeza.
Mi preparador me dice algo que no
entiendo mientras me sigue embadurnando la cara de vaselina. Comienzo a sudar y
un reguero que recorre la espalda, intento que no me provoque un escalofrío y
lo consigo. El runrún del público sigue en aumento, huelen la sangre o la
tragedia que es lo mismo y eso les excita. Miro de reojo al energúmeno y sigue
gritando pero ya no le oigo, no oigo nada ni a nadie ni siquiera al árbitro que
nos reúne en el centro del ring y nos dice algo.
Cuando termina de hablar, mi
contrincante golpea sus puños contra los míos, me ha pillado de improviso y
estos caen hacia abajo dando un triste espectáculo y una triste imagen sobre
mí, los abucheos crecen.
De vuelta al rincón aguardo
expectante al sonido de los clarines, pienso que me va a destrozar en cuestión
de segundos, mi cara saldrá tan desfigurada de esta experiencia, de tal manera
que mi pobre madre será incapaz de reconocerme.
Transcurre un mundo hasta que por
fin suena el gong y hago lo que me
han enseñado, me lanzo para adelante. Veo a cámara lenta como un puño se desplaza
hacia mi cara con aviesas intenciones, por instinto me agacho e
inexplicablemente y quizás solo por el instinto de supervivencia, desplazo mi
puño hacia arriba. Siento un tremendo dolor en los nudillos, han alcanzado su
objetivo. La cámara lenta no deja de acompañarme, su cara se vuelve de
plastilina y sus ojos denotan la sorpresa de lo que le está ocurriendo. Poco a
poco como si fuera un pino talado va cayendo hacia el suelo, sus ojos se
cierran de golpe.
Cae en la lona y su cabeza rebota varias veces,
abre los brazos en aspa y allí se queda por fin inmóvil, de su boca abierta se
escapa el protector bucal. El árbitro me empuja a mi rincón pero soy incapaz de
dar un paso, mi entrenador me coge de los hombros y me arrastra, pero sigo
siendo incapaz de dejar de mirarlo. Recogido y aprisionado contra las cuerdas
me siento protegido, miro hacia el energúmeno y creo leer en sus labios: está
muerto, está muerto.
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