Caminó por la alameda procurando no llamar la atención, desde
lo más cerca que pudo, pegado a la cinta de plástico, que la policía había
colocado entre dos chopos, se acercó al cadáver y pensó: si estuviera escribiendo una novela, ya tendría fijada la atención del
lector, además en la primera página, todo un éxito.
Desde cerca ya no le pareció tan grande. Siempre le tuvo
miedo. Ya desde niño le evitaba aunque para su desgracia era contraproducente,
como un imán allá aparecía para hacerle la vida imposible, sus peleas fueron
épicas, así como sus derrotas.
Valentín era el matón del barrio, bueno, matón entre
comillas. Las comillas las dictaba el hecho
de que nunca había matado a nadie, como era lo más lógico cuando se
tienen diez años, lo contrario hubiera supuesto su inclusión en la primera
plana del periódico El Caso.
A ratos mi niñez fue un infierno. Toda la chavalería, después
de la salida del colegio, cogíamos en nuestras casas el bocadillo con un par de
onzas de chocolate, que ya nos tenía preparado nuestra madre y salíamos
alborozados a jugar a la calle.
Entonces, en los años sesenta, por la calle era anecdótico el
paso de cualquier vehículo y más si era a motor. Por lo que aprovechábamos el
adoquinado suelo, nunca embarrado, para disfrutar jugando a pídola, al rescate
o a churro, media manga, manga entera.
Para nuestra desgracia, el cielo se oscurecía cuando aparecía
Valentín. Por el artículo catorce, se erigía en el director del juego
imponiendo sus reglas. En pídola, aunque se equivocase en alguna tabaca o en el lique, él nunca apochaba.
En el rescate, nunca era de los que tenían que capturar, siempre era de los
evadidos. Y lo peor venía en el juego del churro.
Aprovechándose de su imponente humanidad, siempre era el
último en saltar, por lo que todos nos hacíamos cruces, rezando para que no nos
cayese encima.
Todavía era motivo de conversación aquella vez que desgració
a Pedrito. Pedrito era un poco retrasado, como se decía entonces. Lo teníamos
adoptado entre todos los miembros de la pandilla. Tenía un gran corazón y
siempre compartía todo lo suyo. Por supuesto que participaba con nosotros en
los juegos como si fuera uno más, a pesar de su evidente torpeza en
desenvolverse.
Un aciago día, jugando a pídola, le tocó hacer de burro.
Valentín, cómo no, era el director, el primero, el que decía lo que teníamos
que repetir saltando. Al cabo de un par de tandas de saltos, Valentín gritó: Corrida de toros. Y comenzó a fustigar
al pobre de Pedrito con varias series de banderillas en las que todos al
saltar, teníamos que clavar nuestros dedos juntos en forma de punta sobre su
pobre espalda.
Lo peor estaba por venir, Valentín gritó: llega el torero y clava su espada. En
ese momento, nunca supimos el porqué, en vez de clavar su puño en el lomo de
Pedrito, hizo una sentada violenta sobre su hombro, derribando contra los
adoquines al pobre Pedrito.
A los pocos días vimos el resultado de tal brutal acción,
Pedrito apareció con el brazo escayolado y sin un par de dientes. Todos lo
contemplamos con afección, nos podía haber pasado a cualquiera, pero le había
pasado a él, a un inocente, a nuestra percha de los golpes.
Los mayores dijeron, son cosas de críos, pero todos pudimos
ver la cara de satisfacción que puso Valentín cuando su pobre víctima cayó como
un pelele a sus pies, todavía me estremezco al recordarlo.
Volviendo a la realidad, me acerqué un poco más a la cinta
que delimitaba la escena del crimen y escupí allí dentro ante la mirada
invectiva del policía.
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