Hoy he vuelto a ver a la
madre de César. Iba como las madres cuando llegan a cierta edad, viejita, encorvada,
arrugada y lo que es peor, con un negro agujero en el alma. Un agujero como
solo lo puede provocar la pérdida de un hijo, algo tan contra natura como eso,
la lógica dicta que seamos los hijos quienes lloremos a los padres y no al
revés.
No sé si antes de conocerlo
ya estaba marcado por el sino de la fatalidad. Recuerdo que cuando me lo
presentaron, teníamos amigos comunes en el barrio, conectamos de inmediato. A
los dos nos apasionaba la lectura y de inmediato comenzamos a intercambiarnos
tebeos y libros, hasta que nos lo habíamos leído toda la biblioteca del otro.
El resto fue un continuo
mendigar libros a otros amigos, para a su vez prestárnoslos. Él me aseguró que,
en momentos de desesperación, había llegado a comenzar a leer la guía telefónica.
Realmente hasta que no instalaron el bibliobús en el barrio, no fuimos felices.
La primera vez que me llevó
a su casa para mostrarme sus libros, tuve que pasar por la curiosa liturgia de
descalzarme y ponerme unos patucos para poder atravesar el umbral. Su madre era
una maniática de la limpieza y tenía el parquet reluciente como un espejo. No
solo con el suelo, César relucía impoluto, sin una mancha de polvo en los
pantalones y los zapatos lustrosos.
Todo esto viene a colación
de la primera vez que nos dimos cuenta que este chico era la percha de los
golpes, el verano pasado ya se había partido el codo de una manera extraña, no
recuerdo cómo, pero no se me olvida los escalofríos que me provocaba ver como
era capaz de sacarse a medias los hierros que llevaba insertados en la
articulación.
Pues bien, íbamos en pandilla
dando una vuelta, por los cerros que ahora llaman de las siete tetas, y que
antes llanamente denominábamos las montañas. Seguro que charlábamos sobre
comics de superhéroes tan en boga entonces, cuando de improviso se acerca un
muchacho mucho más mayor que nosotros y le sacude un soberano tortazo al pobre
de César. Éste cayó al suelo y se encogió intentando resguardarse de la lluvia
de golpes y patadas que le asestó el maldito individuo. Nosotros a pesar de ser
más, nos quedamos paralizados ante este ataque tan gratuito, también sabíamos
que de habernos interpuesto, viendo la catadura del mismo, hubiéramos acabado
como él.
Al rato se cansó de
suministrarle la tunda y como si no hubiera pasado nada, se disculpó ante él diciendo
que pensaba que le había tirado una piedra y tras estrecharle la mano, se fue
sin más.
Recogimos aquél derrelicto y
lo recompusimos sacudiéndole el polvo de la ropa mientras él se lamentaba que lo
que le había propinado aquel individuo no era nada con lo que le esperaba
cuando llegase a casa y lo viera su pulcra madre.
Así que fuimos a mi casa y
allí con cepillos de la ropa, agua y jabón lo dejamos como un pincel, o casi.
En el instituto tampoco fue
un alumno aplicado, recuerdo que fuimos junto a recoger las notas de quinto y al
suspender tantas asignaturas, se encontró que debía repetir curso. En la
salida, a lo lejos vislumbró a la profesora de Historia, como era una de las
asignaturas suspendidas, se envaró y aprovechando la impunidad de la distancia
gritó: - ¡Viejaaa! – Pero al llegar a la jota, se atragantó, pues se acababa de
tragar una mosca y comenzó a vomitar allí mismo.
Al tener que repetir curso,
perdió poco a poco el paraguas de nuestra amistad, comenzando a salir con
chavales, como diríamos poco recomendables. La última aventura que recuerdo que
nos contó, fue que entraron sin permiso en el laboratorio de química para robar
ácido sulfúrico. El resultado fue que no cerraron bien el recipiente y sí, el
único que se quemó fue el bueno de César. El líquido le chorreó por los
pantalones quemando piel y pantalones (doble bronca en casa).
El tiempo nos separó, me
cambié de barrio y no nos volvimos a ver hasta que una vez casado, regresé a mi
viejo barrio.
Lo que vi me dejó sin habla.
Cesar siempre fue rellenito y el espectro con el que me crucé era un esqueleto
con algo de piel. De primeras no lo reconocí, era alguien lejano ya y esa
sonrisa sardónica, casi un rictus con el que me miró, era algo que el César que
conocí era incapaz de llevar a su rostro. Hasta varios días después no conseguí
reconocerlo, quizás lo que sí reconocí fueron los gritos, pues vivíamos uno
frente del otro, que propinaba a sus padres demandándoles dinero.
Qué triste conclusión,
César, ese alma débil, estaba enganchado a las drogas. En ocasiones me lo
cruzaba por la calle, pero quizá mi cobardía o el miedo de que me acosase también
por el dinero en aras de nuestra antigua amistad, hizo que le diese la espalda.
Cierto día vi a su madre vestida
de luto y comprendí que nos había dejado, ya no oiría sus gritos por el patio
demandando dinero a sus atribulados padres, ni me cruzaría cabizbajo evitando
su mirada inquisitiva.
Solo maldigo a quienes te
llevaron por ese camino, los que se aprovecharon de una personalidad débil que solo
quería agradar dentro de la manada.
Vi a su madre y me dieron
ganas de decir que no sufra, que estoy seguro que ahora mismo César está tan
feliz leyendo un cómic de los Vengadores.
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