Nací en una
alquería, el lugar no importa, ahora dirían que estaba enclavada en la España
profunda. Por aquél entonces era el
fondo de un embudo, un agujero negro del que no se podía escapar. Generaciones
de jornaleros abonaban con sus huesos las tierras de labor, después de haberlas
regado en vida con su sudor.
Allí vivíamos
varias familias en casas adosadas formando un cuadrado que daban a un
patio común. Creo que lo único que poseían eran sus vestidos, lo demás era del
amo. Por lo demás nuestro mundo se circunscribía a unos pocos kilómetros, los
justos de las posesiones que constituían los lugares que debíamos de roturar
año tras año. En casos muy excepcionales algún padre de familia bajaba al
pueblo acompañando al capataz para traer artículos de comida y de primera
necesidad para el cortijo.
Toso esto bajo el
supremo imperio del amo. Cómo odiaba yo esa palabra, cuanto más puesta en boca
de mis padres. A pesar de la insistencia de ellos, era incapaz de pronunciarla,
generalmente la cambiaba por “él” pero era complicado mantener el pronombre,
pues todo rezumaba a su persona, aunque pocas veces se dejaba ver por sus
dominios.
Un año, para
llevarme la contraria posiblemente, el amo se quedó viviendo todo el verano.
Trajo consigo a su mujer, su hija y un ejército de doncellas; por lo que la
monótona vida del lugar quedó alborotada.
Se alojaban en la “casa
grande” un gran edificio que cerraba el cuadrado de la alquería. La llamaban
así porque tenía tres plantas, una casa señorial construida con sillares de
granito, aprovechando la fachada al norte para moderar en lo posible los
rigores de la canícula.
El “amo” impuso
pronto su propia rutina. Por la mañana paseo a caballo, al mediodía se
encerraba en su despacho con su secretario. Después de comer, siesta y de
vuelta al despacho que solo abandonaba a la hora de cenar.
Su “santa” esposa,
llenaba sus horas entre el cuarto de costura y la capilla de la casona. El
tercer miembro de la familia era una muchacha de quince años, justo la misma
edad que tenía yo por entonces. Una pizpireta muchachita que procuraba evitar a
toda costa acompañar a su madre en la rutina tan piadosa, revoloteando como una
mariposa por todas las estancias de la casa grande e incluso la de los
aparceros.
Yo la observaba
con los ojos bien abiertos, aparte de la novedad y la frescura que trajo con su
presencia a mi reducido mundo, la observaba con un interés nuevo para mí. La
miraba de distinta forma, de una manera inusual: Cuando la veía, no podía apartar
la vista de su cara, ni de su figura. Me parecía el ser más bello que había
contemplado hasta la fecha.
Si alguna vez ella
reparaba de mi presencia y me miraba, yo enseguida apartaba la vista de ella
ruborizado en extremo, con un ardor que quemaba mi frente y mis mejillas. Con
esto lo único que conseguía es que una picarona sonrisa asomara en sus bellos
labios.
A pesar de todo la
observaba con casi un enfermizo interés, emboscado muchas veces detrás de los
matorrales cuando salía a pasear acompañada de sus doncellas o detrás de los
visillos de mi casa cuando lo hacía por el patio.
Una tarde, casi anocheciendo,
la vi apoyada en el balcón de su dormitorio. Ella miraba las estrellas meciéndose
acompasadamente. Creo que fue la osadía que da la inconsciencia de mi edad la
que me hizo sacar una escalera del granero, apoyarla en la pared e izarme al
tejado. Con cuidado de no hacer ruido, casi como un gato, me acerqué a ella.
Ella al descubrir
mi presencia se sobresaltó, pero enseguida una sonrisa afloró en su boca.
- - Hola ¿qué haces?
- - He subido a ver las estrellas – Mentí
como un bellaco –
- - ¡Fíjate, qué casualidad! ¿Cómo has
subido?
- - Tengo un secreto, en el desván
guardo un par de alas para la ocasión.
Me daba cuenta que
con mis mentiras ella no solo sonreía, sino que una cantarina risa llenaba mis
oídos. Cada vez estaba más envalentonado, por lo que proseguí con mis baladronadas.
- - Algún día, si quieres, te puedo
llevar conmigo.
- - Muchas gracias, pero prefiero el
suelo firme. De todas formas, espérame.
Y acompañó su palabra
con la acción de descolgarse del balcón, que estaba casi al mismo nivel del
tejado y acercarse a mí.
- - Acompáñame – Me dijo, mientras se
tumbaba sobre el tejado – Así es más cómodo.
La hice caso y allí
tumbados mirábamos a la oscuridad de la noche, pero entre la negrura, millones
de luceros nos llamaban la atención. Nosotros jugábamos con ellos bautizando
estrellas, inventando constelaciones y contando estrellas fugaces.
Algunas veces al
contemplar un bólido de extraordinarias proporciones, me cogía de la mano y me
ordenaba que pidiera un deseo, pero que lo mantuviera en secreto para que se
realizase. Yo así lo hacía, aunque mi secreto más repetido era poder salir del
lugar y conocer mundo. Bajo ningún concepto quería vivir allí doblando el
espinazo, laborando unas tierras ajenas y llamar amo al dueño de ellas.
Al final, esa fue
nuestra rutina veraniega. Cuando el sol se ocultaba, de tapadillo cogía la
escalera y subía a encontrarme con ella. Cuando se nos acabaron los nombres
para bautizar estrellas, hablábamos de todo lo que se nos ocurría. Yo la hablaba
sobre mi mundo, contando mil historias sobre los animales domésticos y los
salvajes que poblaban los alrededores. Ella por su parte me hablaba de la
capital de la provincia donde vivía y los usos y costumbre de la ciudad.
Yo disfrutaba con
una felicidad extrema, me era más interesante observarla a ella, que el
aburrido negocio de contar estrellas. Su sonrisa, sus gestos al hablar, esa
mirada de reojo que me echaba en ocasiones me desarmaba. Afortunadamente
estábamos tumbados, si hubiéramos estado de pie, mis rodillas temblarían de
seguro.
De improviso una
noche una mucama de su servicio, asomó la cabeza y al verla fuera del balcón
pegó un grito de alarma. Ella de inmediato se introdujo en su alcoba en pos de
ella.
Pero el daño
estaba hecho. Al parecer no tardaron en enterarse sus padres de nuestras citas
en la oscuridad. Desde entonces ella tuvo vigilancia de día y de noche
acompañada por una o varias sirvientas.
El resto del
verano no valió la pena vivirlo, no volví a disfrutar con la misma alegría mis
baños en la alberca o perseguir ranas u otras sabandijas.
Un día aflorando
el otoño, hubo una gran conmoción cuando todos los habitantes de la casa grande
comenzaron a empacar sus enseres. Un carromato llegó para cargarlos acompañado
de un elegante carruaje para los notables de la casa.
Parapetado detrás
de la ventana, observé cómo se subían al carruaje uno tras otro, el señor, la
señora y ella en último lugar, apoyada en el pescante giró su mirada a mi casa
y lanzó un beso hacia donde me situaba. Tras ese hermoso gesto, entró en el
carruaje y salió de mi vida.
No la volví a ver.
Pocos días después llegó el capataz con una carta de presentación firmada por
el amo, en la que se dirigía a cierto capitán de un mercante, en la que
solicitaba mi aceptación como grumete
Acompañado de un hatillo
con algunas viandas, del beso de mi madre y del abrazo de mi padre. Salí por el
portón del caserío sin mirar atrás.