miércoles, 8 de junio de 2022

El gato sobre el tejado de uralita caliente

 

Nací en una alquería, el lugar no importa, ahora dirían que estaba enclavada en la España profunda.  Por aquél entonces era el fondo de un embudo, un agujero negro del que no se podía escapar. Generaciones de jornaleros abonaban con sus huesos las tierras de labor, después de haberlas regado en vida con su sudor.

Allí vivíamos varias familias en  casas adosadas formando un cuadrado que daban a un patio común. Creo que lo único que poseían eran sus vestidos, lo demás era del amo. Por lo demás nuestro mundo se circunscribía a unos pocos kilómetros, los justos de las posesiones que constituían los lugares que debíamos de roturar año tras año. En casos muy excepcionales algún padre de familia bajaba al pueblo acompañando al capataz para traer artículos de comida y de primera necesidad para el cortijo.

Toso esto bajo el supremo imperio del amo. Cómo odiaba yo esa palabra, cuanto más puesta en boca de mis padres. A pesar de la insistencia de ellos, era incapaz de pronunciarla, generalmente la cambiaba por “él” pero era complicado mantener el pronombre, pues todo rezumaba a su persona, aunque pocas veces se dejaba ver por sus dominios.

Un año, para llevarme la contraria posiblemente, el amo se quedó viviendo todo el verano. Trajo consigo a su mujer, su hija y un ejército de doncellas; por lo que la monótona vida del lugar quedó alborotada.

Se alojaban en la “casa grande” un gran edificio que cerraba el cuadrado de la alquería. La llamaban así porque tenía tres plantas, una casa señorial construida con sillares de granito, aprovechando la fachada al norte para moderar en lo posible los rigores de la canícula.

El “amo” impuso pronto su propia rutina. Por la mañana paseo a caballo, al mediodía se encerraba en su despacho con su secretario. Después de comer, siesta y de vuelta al despacho que solo abandonaba a la hora de cenar.

Su “santa” esposa, llenaba sus horas entre el cuarto de costura y la capilla de la casona. El tercer miembro de la familia era una muchacha de quince años, justo la misma edad que tenía yo por entonces. Una pizpireta muchachita que procuraba evitar a toda costa acompañar a su madre en la rutina tan piadosa, revoloteando como una mariposa por todas las estancias de la casa grande e incluso la de los aparceros.

Yo la observaba con los ojos bien abiertos, aparte de la novedad y la frescura que trajo con su presencia a mi reducido mundo, la observaba con un interés nuevo para mí. La miraba de distinta forma, de una manera inusual: Cuando la veía, no podía apartar la vista de su cara, ni de su figura. Me parecía el ser más bello que había contemplado hasta la fecha.

Si alguna vez ella reparaba de mi presencia y me miraba, yo enseguida apartaba la vista de ella ruborizado en extremo, con un ardor que quemaba mi frente y mis mejillas. Con esto lo único que conseguía es que una picarona sonrisa asomara en sus bellos labios.

A pesar de todo la observaba con casi un enfermizo interés, emboscado muchas veces detrás de los matorrales cuando salía a pasear acompañada de sus doncellas o detrás de los visillos de mi casa cuando lo hacía por el patio.

Una tarde, casi anocheciendo, la vi apoyada en el balcón de su dormitorio. Ella miraba las estrellas meciéndose acompasadamente. Creo que fue la osadía que da la inconsciencia de mi edad la que me hizo sacar una escalera del granero, apoyarla en la pared e izarme al tejado. Con cuidado de no hacer ruido, casi como un gato, me acerqué a ella.

Ella al descubrir mi presencia se sobresaltó, pero enseguida una sonrisa afloró en su boca.

-          -  Hola ¿qué haces?

-         -   He subido a ver las estrellas – Mentí como un bellaco –

-         -    ¡Fíjate, qué casualidad! ¿Cómo has subido?

-         -     Tengo un secreto, en el desván guardo un par de alas para la ocasión.

Me daba cuenta que con mis mentiras ella no solo sonreía, sino que una cantarina risa llenaba mis oídos. Cada vez estaba más envalentonado, por lo que proseguí con mis baladronadas.

-         -  Algún día, si quieres, te puedo llevar conmigo.

-         -  Muchas gracias, pero prefiero el suelo firme. De todas formas, espérame.

Y acompañó su palabra con la acción de descolgarse del balcón, que estaba casi al mismo nivel del tejado y acercarse a mí.

-         -  Acompáñame – Me dijo, mientras se tumbaba sobre el tejado – Así es más cómodo.

La hice caso y allí tumbados mirábamos a la oscuridad de la noche, pero entre la negrura, millones de luceros nos llamaban la atención. Nosotros jugábamos con ellos bautizando estrellas, inventando constelaciones y contando estrellas fugaces.

Algunas veces al contemplar un bólido de extraordinarias proporciones, me cogía de la mano y me ordenaba que pidiera un deseo, pero que lo mantuviera en secreto para que se realizase. Yo así lo hacía, aunque mi secreto más repetido era poder salir del lugar y conocer mundo. Bajo ningún concepto quería vivir allí doblando el espinazo, laborando unas tierras ajenas y llamar amo al dueño de ellas.

Al final, esa fue nuestra rutina veraniega. Cuando el sol se ocultaba, de tapadillo cogía la escalera y subía a encontrarme con ella. Cuando se nos acabaron los nombres para bautizar estrellas, hablábamos de todo lo que se nos ocurría. Yo la hablaba sobre mi mundo, contando mil historias sobre los animales domésticos y los salvajes que poblaban los alrededores. Ella por su parte me hablaba de la capital de la provincia donde vivía y los usos y costumbre de la ciudad.

Yo disfrutaba con una felicidad extrema, me era más interesante observarla a ella, que el aburrido negocio de contar estrellas. Su sonrisa, sus gestos al hablar, esa mirada de reojo que me echaba en ocasiones me desarmaba. Afortunadamente estábamos tumbados, si hubiéramos estado de pie, mis rodillas temblarían de seguro.

De improviso una noche una mucama de su servicio, asomó la cabeza y al verla fuera del balcón pegó un grito de alarma. Ella de inmediato se introdujo en su alcoba en pos de ella.

Pero el daño estaba hecho. Al parecer no tardaron en enterarse sus padres de nuestras citas en la oscuridad. Desde entonces ella tuvo vigilancia de día y de noche acompañada por una o varias sirvientas.

El resto del verano no valió la pena vivirlo, no volví a disfrutar con la misma alegría mis baños en la alberca o perseguir ranas u otras sabandijas.

Un día aflorando el otoño, hubo una gran conmoción cuando todos los habitantes de la casa grande comenzaron a empacar sus enseres. Un carromato llegó para cargarlos acompañado de un elegante carruaje para los notables de la casa.

Parapetado detrás de la ventana, observé cómo se subían al carruaje uno tras otro, el señor, la señora y ella en último lugar, apoyada en el pescante giró su mirada a mi casa y lanzó un beso hacia donde me situaba. Tras ese hermoso gesto, entró en el carruaje y salió de mi vida.

No la volví a ver. Pocos días después llegó el capataz con una carta de presentación firmada por el amo, en la que se dirigía a cierto capitán de un mercante, en la que solicitaba mi aceptación como grumete

Acompañado de un hatillo con algunas viandas, del beso de mi madre y del abrazo de mi padre. Salí por el portón del caserío sin mirar atrás.




2 comentarios:

  1. El amor inocente de un verano. ¡Que preciosidad de relato Jose Antonio! Un abrazote.

    ResponderEliminar
  2. Un relato precioso. Me ha transportado a esos recuerdos más lejanos, intensos e inolvidable de mi niñez. Enhorabuena!

    ResponderEliminar

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails