Estaba convencido que era el culpable, le
observaba a través del espejo semiplateado, él no podía verme pero intuía que era
observado y a veces un rictus por sonrisa movía apenas sus labios. No tenía ninguna
prueba pero todos los indicios apuntaban hacia la misma dirección ¿Cómo podría
inculparlo? Él era el único beneficiado con la muerte de la víctima y su
coartada apenas se sostenía por elementos circunstanciales.
Lo habíamos probado todo, desde aplicarle el “tercer grado” hasta el juego del poli
bueno y el poli malo, sin ningún resultado positivo. El tiempo se nos acababa y
de no mediar un milagro, tendría que ponerlo en libertad.
Entonces me decidí y entré en la sala de
interrogatorios, su rictus se mutó en una mueca sardónica al contemplarme
frente a él. Estuve mirándole fijamente durante unos minutos sin apenas
parpadear, manteniendo la mirada fija, aparté suavemente la silla, rodeé la
mesa que nos separaba y me puse detrás de él, puse la pistola en su sien y
entonces cantó de plano.
cuanta intensidad de ideas encierran tus palabras mientras te leo
ResponderEliminarImposible que esta acción no deje ver al sospechoso su verdadera culpabilidad... una pistola tiene ese poder de convicción.
ResponderEliminarun fuerte abrazo escritor
Decididamente talentoso... beijo.
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