Las charlas sobre Afganistán que nos iban
dando en el cuartel, cada vez más intensas según se acercaba la fecha de
embarque, apenas reflejaban nada sobre lo que íbamos a encontrar allí, a pesar
de la sobreabundancia de medios audiovisuales, yo me evadía en el aula y soñaba
con una tierra similar a la que aparece en Rambo III.
Que era, lo sigo siendo, un soñador, lo
asumía desde que nací. A veces después de leer un capítulo verdaderamente
intenso de un buen libro, apartaba mi vista de él y con la mirada en el infinito
revivía todo lo leído como si lo estuviese viviendo en el presente conmigo de
protagonista.
Los elevados índices de paro juvenil me
llevaron a incorporarme a la milicia, creo que esto se lleva haciendo en España
y en el mundo desde los principios de los tiempos. No era una vida que me
placiera en exceso, monótona como ella sola, la vida cuartelera tiene esos
vaivenes, meses y meses de instrucción cuartelera y de pronto apenas un par de
semanas de maniobras para desentumecer los músculos y orgullo de nuestros
mandos.
¿Voluntarios para Afganistán? ¿Y quién no? El
sueldo crecía, vería mundo e iríamos de misión humanitaria a salvar a no sé
quién de no sé qué ¿A quién le importaba? Fuera del cuartel y de su monotonía durante
seis meses y ganando indulgencias plenarias para el otro mundo por salvar a la
humanidad.
Datos de la Wikipedia: El nombre
Afganistán deriva directamente de la forma árabe Afġānistan que a su vez
está basada en una forma irania que significa ‘tierra de los afganos’ (afghāni
'afgano' + persa stan 'país'). En su uso moderno deriva de la palabra afgano.
Los pastunes comenzaron a
usar el término afgano como un nombre para sí mismos.
Calor, esa es mi primera
impresión al llegar a Herat, y todavía le queda al termómetro espacio para
subir, estamos en primavera y la cosa va a ir a más, por contra, las noches son
más que frescas, creo que aquí no hay término medio, todo son extremos, desde
la buena gente que te saluda, hasta el “insurgente” agazapado para meterte una bala
en el caletre.
Otra vez encerrado en un cuartel,
aquí no hay posibilidad de hacer turismo, parecemos invasores resguardados en
nuestros roques vigilando a nuestros súbditos, no tengo claro el porqué de
nuestra estancia a pesar de todo lo que nos quisieron inculcar antes de llegar.
Por fin a las pocas semanas
comienzan las patrullas, esa va a ser nuestra monótona labor a lo que parece, a
pié o en vehículo damos vueltas por la ciudad, tensos, con el dedo cerca del
gatillo y mirada circunspecta, incluso algo aviesa, es lo que tiene no saber
quién es tu amigo y quién tu enemigo, todos son iguales, todos visten igual,
mismos rostros, diferente personas, nada que ver con las guerras corrientes en
las que un uniforme distingue a los contendientes.
Según pasaba el tiempo las
patrullas se iban alejando cada vez más de la base, como si la confianza en la
tranquilidad que reinaba, al parecer nuestros políticos habían asumido para
nosotros una zona de baja intensidad insurgente, nos hacía envalentonarnos y
tomar menos precauciones, el dedo cada vez estaba más relajado y más alejado
del gatillo.
Comenzábamos incluso a patrullar
en zonas alejadas embarcados en helicóptero, nos abandonaban de madrugada y al
caer la tarde nos venían a recoger. Siempre pensamos que nos dejaban en medio
de los lugares más desérticos y desolados del país. Allí donde la vida se
manifestaba en apenas unas briznas de hierba y oscuras sabandijas que intuíamos
más que verlas.
En una de estas patrullas fue
cuando comenzó todo. Una repentina tormenta de arena hizo que me alejara
involuntariamente de mi patrulla, cuando el ambiente se aclaró me encontré como
el piloto del Principito, sur le sable à
mille milles detoute terre habitée. J’étais bien plus isolé qu’un naufragé sur
un radeau au milieu de l’Océan[1]
Como no era el portador de la
radio no tenía ninguna posibilidad de comunicarme con la base ¿Qué hacer? No tenía
claro cuánto tardarían en venir a buscarme, así que me dispuse a salir a su
encuentro, si éste llegaba, comenzando a caminar hacia el oeste, o lo que a mí
me parecía que lo era.
Sol, un paso, otro paso, otro
más. Así uno tras otro intentando ir en línea recta, de vez en cuando gritaba,
al final callé, nadie me oía. Cuando se acabó el agua abandoné el chaleco
antibalas, tenía otros peligros ante mí más graves que una bala. Luego vino el
casco, las cartucheras, el fusil no lo tiré, si conseguían rescatarme con vida
más valía que fuera con él en mi poder.
Día, noche ¿Cuál es la
diferencia? Un día, un año, una vida, todo tiene la misma duración, un paso
tras otro como un metrónomo cruel, tic, tac, tic.
Abrí los ojos, ante mí estaba
Jesucristo dándome de beber, a mí, a Judah Ben-Hur, bebí con avidez antes de
caer en la oscuridad.
Mis ojos se vuelven a abrir,
penumbra, lo agradezco, estoy en la sombra que da una cabaña de barro y pieles,
a mi alrededor objetos de los que desconozco su utilidad. Intento moverme, lo
dejo para luego, vuelvo a dormir. Aparece el anciano me da algo que supongo leche,
extraño su sabor, es fuerte y agria. Me ayuda a incorporarme, ante mí humea un hogar
sobre el que hay dispuesto una cazuela que borbotea, una mujer lo remueve de
vez en cuando. La cortina que hace de puerta se abre y entra otra mujer, esta
vez es joven, lo noto por sus ojos a pesar de ir tapada con un velo, no tienen
arrugas a su alrededor. Tiene un brazado de leña que deja en un rincón, se
sienta y no deja de contemplarme, el hombre la habla en un idioma que
desconozco y sale de la tienda.
Ante mí tengo una sopa en la que
sobrenadan algunos trozos de carne, me alcanzan una cuchara y me meto un trozo
de carne en la boca, me abrasa la lengua y la escupo de nuevo en la escudilla, el
viejo y la mujer ríen, lo vuelvo a intentar esta vez después de soplar, es
cordero, sabe a rayos pero lo trago por dos razones, porque tengo hambre y
porque me parecería un desprecio hacia mis anfitriones. Lo acabo todo, mientras
el viejo enciende una pipa, una modorra se va apoderando de mí, el viejo lo
nota y le dice unas palabras a la mujer, ésta me compone con unas mantas un
lecho que parece confortable.
Duermo, o eso creo, es imposible
que en el mundo haya un lugar más silencioso, duele en los oídos, oigo hasta
los latidos de mi corazón, tras unas horas de sueño inquieto oigo al viejo
levantarse, lo sigo con la mirada, descuelga del techo un zurrón y sale de la
cabaña. Curioso lo sigo con la mirada y algo más, me incorporo y saco mi cabeza
por entre las cortinas, el frío de la noche me golpea en la nariz. El viejo
toma un cayado y abre el portón de la majada, ovejas blancas y negras salen
sumisas y obedientes y forman una hilera tras él.
Giro la cabeza a mi derecha y veo
otra cabaña igual a la que me encuentro, debe de ser la de las mujeres, pues en
la que me hallo no hay nadie más, decido averiguarlo, la curiosidad me supera.
Me acerco con todo el sigilo del que soy capaz aunque el frío me golpea. Aparto
con cuidado las cortinas, unas brasas apenas humean en el centro de la cabaña,
lo suficiente para permitirme vislumbrar el interior. Dos bultos me indican
donde duermen las mujeres, el resto es prácticamente igual que la otra cabaña.
De pronto me doy cuenta que hay
dos brasas que refulgen de entre uno de los bultos, son dos ojos que me
observan, estoy seguro que son los de la chica joven o eso quiero creer.
Durante un siglo nos contemplamos sin apenas pestañear, no respiro, hace tiempo
que se me olvidó cómo hacerlo. Estúpidamente el frío me hace comenzar a
castañetear los dientes compulsivamente y la tiritona consiguiente me hizo
sentirme como un pelele al que están apaleando.
Ella lo notó, más bien lo debió
de oír y entonces ocurrió. De entre las mantas surgió una mano abierta que
levantó el resto de ellas abriendo un hueco. Volviendo a parafrasear al
Principito: Quand le mystère est trop
impressionnant, on n’ose pas désobéir[2].
Me acerqué a las mantas y despojándome de la ropa interior entré al paraíso.
El contraste del frío al calor me
volvió a estremecer, dentro encontré un cuerpo desnudo y acogedor, me rodeó con
sus brazos para darme calor y acallar así el castañeteo, como no paraba, me
besó, un beso tierno joven, me recordaba los torpes intentos de mi primera
novia y los míos, por supuesto, por aprender a besarnos.
Al responder a su abrazo me di
cuenta que ella era apenas una niña, sus pequeños pechos erectos se me clavaban
en mi pecho transmitiéndome una sensación casi de dolor. Cuando conseguí
templar mi cuerpo me puse sobre ella, comenzamos a besarnos salvajemente,
ayudándome de mi mano me introduje en ella, tras un pequeño estorbo que se
rompió con un pequeño rasguido. Con el vaivén comenzamos a jadear, ella
horrorizada del ruido se detuvo de repente y me puso una mano sobre mi boca,
por lo que lo retomamos suavemente como si flotáramos sobre una nube, me vino
bien, no quería que esto terminase por nada del mundo, que fuera eterno, que el
fin de los tiempos nos hallase en esta postura, gozando siendo felices sin
extenuarnos jamás. Con pequeño e inevitable jadeo terminamos, ella se
estremeció en mi interior lo que provocó que me derramase dentro de ella.
Continuamos abrazados una
eternidad, pero todo tiene un fin, el silencio que creí perpetuo de esta
tierra, comenzó a rebullir, por lo que ella me dijo algo, supongo que era lo
mismo que le dijo Julieta a Romeo: Es
mejor que te vayas porque es la alondra la que canta con voz ronca y
desentonada. ¡Y muchos aseguran que sus sones son melodiosos, cuando a nosotros
vienen a apartarnos! También aseguran que cambia de ojos como el sapo. ¡Ojalá
cambiara de voz! Maldita sea porque me aleja de tus encantos. Vete, que cada
vez se clarea más la luz.
Y era cierto, la luz clareaba y
de las mantas de al lado la persona de su interior comenzó a removerse
inquieta, yo no quería que fuéramos pillados en esta situación y estoy seguro
que ella tampoco. Deshicimos nuestro feliz abrazo y con un último beso salí de
su jergón y me encaminé a mi cabaña.
El resto de mi vida ya no tenía
importancia, el día pasó y la noche trajo al viejo pastún, me indicó por señas
que lo siguiera, tomó un gran odre de agua hecho con el pellejo de una oveja y
sin despedida posible por mi parte de las mujeres me encaminé tras él, con
aspavientos de sus brazos me indicó el camino que debía seguir, Adán expulsado
del paraíso.
De nuevo sol, calor, sed, un
paso, otro paso más, monotonía, la muerte acecha, oscuridad.
Esta vez no fue Jesucristo el que
me daba agua sino una copia de mí mismo, con mi mismo uniforme, penumbra,
sombra abro los ojos, pero no veo cañabrava en el techo sino un techo liso y
blanco, asepsia, un hospital.
No me salen las cuentas, dicen
que anduve perdido solo tres días vagando, pero yo sé que estuve otros tres
hasta que me encontró el viejo, más otro día dentro de la cabaña. No sé qué
pensar, me niego a pensar que el sol del desierto me hiciera alucinar, que todo
fuera un espejismo. Tengo la convicción de que todo fue real, que encontré un
lugar en el edén, un oasis en esta castigada tierra, que estuve con ella, que fue
mía y yo de ella y que nos amamos, sobre todo eso, que nos amamos.
[1] Sobre la arena a mil millas de
toda tierra habitada. Estaba más aislado que un naufrago sobre una balsa en
mitad del océano.
Estupendo, Jose Antonio!
ResponderEliminarBoa semana.
Beijo.
Eres una mezcla de Homeland, Operación Tormenta del desierto, Fuego sobre Bagdag y el auténtico José Antonio :))
ResponderEliminarEs un texto que engancha desde el principio hasta el final. La descripción de la cabaña, de la comida y del modo de vida de los pastores o aldeanos es muy interesante. También la relación entre él y la chica joven ;)
un abrazo escritor :))
¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí el día que deje de soñar? Muchas gracias, un beso
ResponderEliminarJosé Antonio.....dónde andas? Feliz Navidad y a ver si das señales de vida.
ResponderEliminarAbrazo
Pedro
¡Feliz y próspero año!.
ResponderEliminarBesos
¡Igualmente! un beso
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