La muerte de mi padre lo cambió
todo, recién acababa de doctorarme en leyes en la vieja universidad de Alcalá,
las puertas que debieran de habérseme abierto, ante la ausencia de mi
progenitor, todos esos clientes que tan devotamente me saludaban antaño, ahora
estaban demasiado ocupados para recibirme siquiera.
Todas las oficinas en las que
solicité un puesto de trabajo se hallaban atestadas, pues muchos cesantes
aguardaban el cambio en el gobierno que les repusieran en su destinos
ministeriales, trabajando por un mínimo estipendio dentro de notarías y
corredurías de comercio, ejerciendo como pasantes.
Los parcos ahorros que conservaba
se iban agotando y con ellos la esperanza de poder seguir viviendo con
dignidad. Afortunadamente a pesar de los nubarrones que me acechaban, una
misiva vino a aliviarme sobremanera.
Un familiar lejano de mi estirpe
aragonesa, que en tiempos lejanos, en vez de emigrar a la capital como mis más
cercanos antepasados, lo hizo a la ciudad condal donde había medrado
comerciando en hilaturas. Éste al enterarse del óbito de mi padre se ofreció a
acogerme en su casa y darme así mismo trabajo en su negocio, girándome además
los dineros necesarios para el viaje.
Reuní mis escasos bagajes y me
dispuse a comenzar una nueva vida y a padecer las ciento diez leguas que me
separaban de Barcelona, en el interior de la galera que realizaba el
traqueteante recorrido.
Sin más novedad que el lacerante
dolor que discurría por todos y cada uno de mis huesos y el asqueante recuerdo
de las fondas donde la obligada colación de alimentos de sospechosa procedencia
y peor condimentación e higiene; conseguí llegar a mi destino, donde me detuve
a aspirar el húmedo olor proveniente del cercano marque se vislumbraba, así
como extasiarme ante la contemplación inédita de la enormidad de su superficie.
La bonhomía de la raza aragonesa me
hizo considerarme rápidamente como en mi hogar y el trabajo asignado en
absoluto afanoso, hizo que empezara a sentirme realmente feliz.
Todas las tardes libres las ocupaba
en descubrir una ciudad que cada día era menos extraña para mí, enseguida quedé
hechizado por sus amplias calles y sus recoletas plazas, así como por la
luminosidad de los paseos junto al mar.
Un domingo cumpliendo con el
precepto, acudí a oír misa a la catedral, situándome como era mi costumbre al
final de la nave. Ya comenzada la liturgia, un leve movimiento en la puerta de
entrada me hizo dirigir allí la mirada. Ante toda la concurrencia, una dama
enfundada en un traje negro con un velo del mismo color cubriéndole el rostro,
avanzó por el pasillo central hasta la zona destinada a las mujeres, donde
siguió el rito sin moverse de allí, siquiera para comulgar, lo que me llenó de
extrañeza. Mi mirada no hacía más que dirigirse hacia su figura intentando
distinguir alguna parte de su rostro que pudiera escapar del tamiz de su velo,
que en ningún caso apartó de ella. Lo único que me fue dado contemplar fueron
sus manos blancas y finas como si el mejor orfebre las hubiera tallado en
marfil.
Cuando por fin el oficiante exclamó
“ite, misa est” no me encaminé de
inmediato a la salida, sino me quedé esperando que pasara de nuevo por mi vera,
causándome gran desazón el ver que no me era dado contemplar siquiera algún
detalle de su tez. No me arredré por ello y caminé detrás de ella observando
con desesperación cómo se introducía en un carruaje que a tal efecto la
esperaba para su traslado. En aquel mismo lugar me quedé observando cómo partía
hasta que transcurrido un trecho giró por una calle transversal, perdiéndose de
mi vista.
Para mi desdicha pasé toda la
semana con la razón extraviada y mis pensamientos puestos en aquella dama, lo
que hizo que fuera reconvenido por mis errores en la administración de los
asuntos de la oficina. Los días pasaban con una plomiza apatía y desesperante
lentitud, pero como todo llega, el domingo hizo por fin su aparición.
Esta vez no me introduje en el
templo, enrocado junto a la pila de agua bendita aguardé su llegada, que como
el domingo pasado ocurrió al unísono con el principio del rito, ella alzó su
alba mano para tomar el agua pero se encontró con que yo me había adelantado
introduciendo la mía en su interior, la saqué chorreante ofreciéndosela, ella
tras un breve momento de vacilación juntó sus dedos índice y corazón apenas rozó mi mano humedeciéndolos. Volví a
desesperarme cuando ella para persignarse no se desveló sino que lo hizo sobre
él. Ésta fue incluso mayor cuando para aumentar mi dolor ni un solo sonido
salió de sus labios para agradecer mi galante gesto.
Después de esto se introdujo en la
catedral tomando asiento en el mismo banco que el domingo anterior, esta vez
sin embargo me quedé en el exterior esperando su partida. Cuando esta se
produjo, se encaminó hacia el mismo carruaje que la aguardaba, partiendo a
continuación.
De nuevo padecí una semana
intentando elucubrar el misterio de la enlutada dama pasando noches en vela. En
vano pregunté a mis familiares y a mis compañeros de trabajo, pues nadie pudo
darme razón de ella, ni al parecer nadie se había apercibido de su existencia.
Decidido a dar un paso más en la
resolución del misterio que me atormentaba, solicité a mi tío un adelanto sobre
mis emolumentos que utilicé en alquilar un caballo que me pudiera ayudar a
seguir al carruaje en su salida de la catedral.
El siguiente domingo insistí en mi
ofrecimiento de agua bendita con el mismo resultado, pero esta vez a su salida
monté presto en mi cabalgadura y perseguí el carruaje a través de las estrechas
calles de la parte antigua de la ciudad, saliendo al cabo de ella dirigiéndose hacia
el pueblo de Horta donde se introdujo en una masía rodeada por una recia valla
de piedra.
Me apeé y me acerqué presto hacia
la verja de entrada que un criado estaba cerrando, al llegar junto a él le
interpelé:
- Buenos
días.
- Buenos
los tenga usted.
- Perdone
mi intrusión, ¿Podría decirme quienes son los moradores de la masía?
- ¿Y
quién es el que así lo inquiere y con qué motivo?
No estaba preparado para inventar
una excusa creíble que hiciera que el cancerbero de la mansión me franqueara la
entrada, algo balbuceante intentando sin embargo aparentar confianza en mí
mismo improvisé una respuesta.
- Mi
nombre es Jose Antonio, soy de la familia Gracia, propietaria de los afamados
telares sitos en Martorell y el motivo de mi visita es que la dama que acaba de
traspasar esta cancela, se ha dejado olvidada en el banco de la catedral una
preciada y valiosa joya.
La mentira por fortuna tuvo un
exitoso efecto y me fue franqueada la entrada,
el criado me acompañó hasta la entrada de la masía y me hizo pasar hasta
el interior de una salita donde me indicó que aguardara hasta que avisara a su
ama.
Transcurrido un breve tiempo, un frufrú
delator, me anunció que la dama se aproximaba, dirigí la mirada hacia la puerta
de la sala donde efectivamente ella se introdujo acercándose a mí y por fin
dirigiéndome la palabra.
- Y
bien, decidme ¿Qué joya es esa que al parecer he perdido?
- Disculpad
mi osadía, todo ha sido una artimaña por mi parte para poder conoceros, el
haberos visto en la catedral, velada como vais ha despertado mi inquietud por conoceros,
si mi atrevimiento os ha podido contrariar os pido por ello mil perdones pero a
fuer de… Daría mi vida por conocer vuestra gracia y poder contemplar vuestro
rostro que con toda seguridad debe ser digno de admiración. Os ruego pues,
libradme de esta tortura.
- Caballero,
medid vuestras palabras, estáis invocando poderes que desconocéis, vuestra
apuesta es asaz arriesgada.
- Me
atengo letra a letra y palabra por palabra a lo dicho anteriormente, así me
lleve el diablo si falto a mi palabra.
Nunca hubiera pronunciado esas
palabras que fueron mi perdición, la dama se me aproximó y a partir de entonces
la maldición cayó sobre mí.
¿Qué es un espectro vagando sobre
la tierra? Un espíritu insatisfecho que no ha paz en la en la eternidad, sopla
velas, apaga candiles y pasados los años es capaz de hacer chisporrotear las
bombillas en su desesperación por hacerse notar, sin causa aparente hace
estremecer a doncellas y jóvenes causándoles hormigueos por la piel, susurra por
las esquinas de callejones cuando en apariencia no hay ni una ligera brisa. Ese
es mi destino por los eones venideros, troqué mi vida y mi alma por conocer su
nombre y contemplar su rostro. Antes de perderlo todo quedé cegado y solo
conseguí escuchar:
- Elisenda.
Le costó bien caro averiguar el nombre de la misteriosa dama de negro, así como ver su rostro... tampoco hay que hacer apuestas por encima de nuestras posibilidades jaja
ResponderEliminarmuy bien escrito, sr. Jose Antonio
un abrazo :)
¡Hola José Antonio! Me ha encantado tu relato. Ahora tengo menos tiempo para dedicar a estos meneteres, pero siempre me gusta visitaros para disfrutar con vuestros escritos, aunque ahora tenga que ser muy de cuando en cuando.
ResponderEliminarA ver si en otro ratito sigo leyendo algunos de tus otros magníficos relatos, que me he perdido y ya te comento. Ahora he de irme a dormir, porque estoy rendida. Creo que me entregaré rápidamente a los brazos de Morfeo.
¡Buenas noches y que tengas dulces sueños!
Uy, es como que la curiosidad mató al gato o casi. Qué buen relato Jose Antonio. Besos.
ResponderEliminarHasta mi oportuna llegada a este espacio de comentarios, solo se han asomado damas, D Jose Antonio. ¿Fruto de algún conjuro? Pues ciudadín, que ya ves lo que ocurre, me dice Elisensda...
ResponderEliminarLa moneda que hay que pagar a veces es de mas valor que el secreto anhelado. Excelente relato maestro. Un abrazo.
ResponderEliminarUn maravillosos relato, a veces es mejor dejar pasar la desconocido.
ResponderEliminarun abrazo
fus