Me desperté chillando. No era nada nuevo, seguro que mis vecinos estaban
acostumbrados a mis terrores nocturnos y a los sobresaltos que les causaba con
relativa frecuencia. Es curioso, siempre que sucedían me despertaba boca abajo
y con los brazos entumecidos por tenerlos debajo del cuerpo, quizás algo tuviera que ver
esta circunstancia al sentirme indefenso, sin poderme proteger o incluso luchar,
pues en mis sueños era un mero espectador sin poder actuar de ninguna manera,
solo sufriendo agresiones e injusticias, sobre todo lo segundo.
Por nimias que fueran sobre todo las segundas, solo podía manifestar mi
disgusto y disconformidad, entonces era cuando comenzaba a hablar en sueños
primero y finalmente con un exasperado chillido, ponía fin a mi sueño
llenándome de alivio al poder constatar que nada en realidad había existido.
Entonces comenzaba el resto de la jornada, una jornada en la que comenzaba
a arrastrar las piernas por la calle apesadumbrado, triste y con unas tremendas
ganas de llorar aun sin motivo. El carácter se me agriaba y era incapaz de
esbozar la más leve sonrisa. Abría la tienda y era incapaz de ser amable con
los primeros clientes que osaban entrar a comprar, lo que desde luego no era
bueno para el negocio.
Desde hace años regentaba una carnicería de barrio, a duras penas conseguía
lograr el ganar un beneficio decente a fin de mes. La competencia con las
grandes superficies era cada vez más abrumadora y solo a base de trabajar cada
vez más horas y de rebuscar en el mercado mayorista una carne excelente, pero
a la vez no muy cara, conseguía mantener
una parroquia fiel.
Cuando abrí el negocio, apenas recuerdo cuántos años hace ya de eso,
incluso pude tener el lujo de mantener a sueldo a un ayudante, tan bien iba el
negocio, pero comenzó la crisis y además el barrio se llenó de inmigrantes
musulmanes que en ningún modo podrían comprar la carne que yo vendía al no
cumplir con sus preceptos religiosos.
Por eso aquel día me extrañó ver dos miembros de esa comunidad que entraban
en la tienda.
- Buenos días ¿Qué les pongo?
- No, nada, nosotros venimos hablar con ti
- Pues ustedes dirán.
- Nosotros queremos negocio con ti, hay mucho delincuencia en el barrio, creo que tu dar cuenta.
- Pues sí, la verdad es que todo está fatal últimamente, con esto de la crisis hay mucha necesidad y hay muchos que han tirado por la calle del medio comenzando a delinquir.
- Por eso nosotros ofrecemos seguridad, tu nos pagas cincuenta euros a la semana y tú no tener problemas de atracos, nosotros ser los vigilantes del barrio. Si tú tener problema dilo y nosotros solucionar.
- Ca caramba. – Apenas pude tartamudear. – Me pillas recién abierto el negocio no tengo un duro en la caja.
- No problemo, tú decir cuando volver.
- Pues venid sobre las ocho y media que habré terminado.
- Muy bien, nosotros venir luego.
Apenas se fueron comencé a maldecirme a mí y a mi perra suerte, esto sí que
significaba el fin de mis sueños y tanto afán puestos en el negocio.
El resto del día lo pasé como buenamente pude, gracias al guante de malla
metálica no perdí ningún apéndice, lo que es de agradecer, pues no tenía más
que negros pensamientos, barruntaba problemas y eso me hacía descomponer el
vientre, tuve que ir varias veces a los aseos a descargar y esto hizo que al
mediodía no pudiera probar bocado. Mi cabeza no paraba de dar vueltas, incluso
alguna vez tuve que enjugar alguna lágrima que pugnaba por salir. Nunca creí
que la película “El padrino” se hiciera realidad en Vallecas, el Nueva York de
los años 20 quedaba muy lejos en tiempo y lugar, o eso creía.
Yo era más ingenuo, lo que más me asemejaba a un gánster eran Giuliano Gemma
y Bud Spencer en la película que tanto me hizo reír en mi niñez: También los ángeles comen judías. Donde
eran incapaces de cobrar el “impuesto de protección” gracias a su gran corazón.
Comenzaba a darme cuenta que la vida real es totalmente distinta, ya no
existen los buenos corazones y los héroes justicieros son cosa de las novelas
de Marvel.
Con todos estos pensamientos rondándome por la cabeza llegó la hora temida
de echar el cierre y aguardar la llegada de los recaudadores y éstos no se hicieron esperar.
- Hola, venimos por lo nuestro.
- Vale, pero pasad a la trastienda, aquí delante de todo el mundo no es conveniente, cualquiera puede vernos a través del escaparate.
- Nos parece muy bien.
Pasamos a través de una cortina de canutillos que había entre el mostrador
y una habitación donde se hallaba la cámara frigorífica y una gran mesa de
madera donde troceaba las piezas de las reses que compraba.
- ¿Y bien, dónde está nuestro dinero?
- Aquí, en el cajón.
No sé si fue un acto reflejo, creo que sí, desde luego no fue premeditado, pero
junto a la recaudación del día tenía mi otro bien más preciado, un cuchillo
comprado en Albacete al que cuidaba como la niña de mis ojos, solo apto para
filetear la mejor carne para mis clientes más distinguidos.
Pues bien, así el cuchillo, y al extorsionador que tenía a la derecha de un
tajo le seccioné la garganta, prácticamente llegué a las cervicales, casi no
pudo ni ponerse las manos en el cuello para hacer un vano intento de taponar la
herida, trastabilló dos pasos hacia atrás, se apoyó en la puerta de la cámara
frigorífica y allí mismo fue resbalando suavemente hasta quedar sentado en el
suelo con el pecho tinto en sangre.
Su compañero apenas podía moverse paralizado por la sorpresa y esto lo supe
aprovechar, con el mismo movimiento de retracción del brazo y se lo clavé en el
pecho hasta la empuñadura. Sonó igual que el rasgueo del pellejo cuando
intentas descuartizar el cuarto trasero de un cerdo, pero algo que había
escuchado cientos de veces, esta vez me puso los pelos de punta.
Entonces me fijé en sus ojos, unos ojos desorbitados, que denotaban
sorpresa, que ni por asomo esperaban ver lo que estaba ocurriendo. Y lo que
ocurría sencillamente es que la vida se le escapaba a chorros. Yo lo sentía,
con cada latido, un golpe de sangre caliente me llegaba a la mano en la que
empuñaba el cuchillo, cada vez más caliente, pero cada vez con menos volumen de
líquido, hasta que de pronto paró. Intentó aferrarse a mí para no caer, pero me
zafé de él extrayendo de paso el cuchillo, con un golpe sordo cayó boca abajo en
el suelo.
En ese momento me di cuenta que mis terrores nocturnos habían terminado,
jamás tendría unas pesadilla, eso quedaba para el pasado, por fin había vencido
a mis temores.
La campanilla que tenía en lo alto de la puerta de entrada de la tienda
rompió el silencio con su repiqueteo, a mí me pareció el mismo estruendo que
hubiera hecho las campanas de la catedral de Santiago tocando a rebato. Asomé
la cabeza a través de la cortina de canutillos y observé a una de mis más ancianas
parroquianas.
- ¿Estás ya cerrado, Jose Antonio?
- Sí señora, fíjese como me pilla – la dije señalando mi mandil todo ensangrentado.-
- Bueno, pues vengo mañana.
- Mejor, señora Angustias, no llegue muy tarde pues mañana habrá una súper oferta de carne picada.
Muito bom!
ResponderEliminarUm beijo