Me dio un ataque de nostalgia y
me fui a mi casa, no donde vivo ni la primera casa que compré, sino a la casa
donde crecí y viví mi niñez, esa casa donde me encuentro siempre que cierro los
ojos y tengo un plácido sueño. No pillaba lejos, toda mi vida ha estado
circunscrita en unas pocas manzanas, quizás porque nunca pude alejarme mucho de
esta casa, de la primera casa de mis padres, de mi primera y única casa.
Me acercaba por la parte de
atrás, por el patio donde al abrigo de la seguridad que daba a mi madre el
estar cerrado por dos muros, uno inexpugnable por la altura y otro cerrado por
una verja con candado del que nunca nadie supo encontrar la llave. En este caso
no tuve dificultad, en la parte del muro, hace tiempo que lo abatieron para
poder poner locales comerciales y por la parte de la verja, alguien había
tomado la expeditiva determinación de arrancar el candado por medios mecánicos.
Cuando bajaba, los ecos de mi
memoria me iban llenando la mente con los viejos recuerdos de la infancia. Esta
era la ventana que Manolo y yo llenamos de piedras y basura pues pensábamos que
su moradora, una pobre anciana, era una malvada bruja, lo que nos valió la
reconvención de nuestros padres. Más abajo, la casa de Manolo con un triste
remedo de lo que llegó a ser su jardín, cruelmente cercenado por los vecinos de
la otra calle y su estúpida demanda por la creencia de que las humedades que
tenían en sus tristes infraviviendas, eran causadas por las plantas que el
señor Manolo, el padre de mi amigo, cultivaba frente a su ventana.
Al cabo llegué a mi casa, pero no me entretuve esta vez a
mirarla ni a evocar mis juegos en las arenas junto a la ventana. Junto a los
nuevos locales comerciales, un cartel me llamó la atención: “Iglesia okupada”
nunca imaginé que fuera posible tal. En el interior, una cadena de voluntarios
trasegaban alimentos destinados a los más necesitados, era un espectáculo
curioso y más viendo el lugar donde se desarrollaba.
-Hola
Ella hizo un bello mohín al
reconocerme, de gesto siempre serio, me sorprendió ver que era capaz de
sonreír.
La conocía desde siempre, o eso
me parecía a mí, de mi antigua parada de autobús, donde coincidíamos todas las
mañanas, excepto la de los viernes, ella con su triste abrigo verde oliva de un penoso parecido militar y su andar algo zambo cuando se acercaba. Nunca me
saludó o eso me llegó a parecer. Nunca daba los buenos días a los congregados
en la parada y nunca los devolvía si alguien donosamente se los daba.
También tenía una costumbre poco
sana, se detenía invariablemente una parada antes del final de la línea, me
costó averiguar el motivo, pero cuando lo logré no me gustó el detalle y es que
aprovechaba el postrero trayecto para encender un cigarrillo mientras caminaba
hasta la dársena de Ciudad Lineal, una vez allí retomaba el viaje en otro
autobús. Me hubiera gustado conocer dónde se paraba finalmente y elucubrar cuál
sería su trabajo, si no fuera porque ya no iba al banco todas las mañanas a
ingresar los talones que me daban en el departamento de contabilidad de mi trabajo,
hubiéramos coincidido en el nuevo trayecto y hubiera podido sacar algo más de
su vida.
Y allí estaba ella mirándome con ojos
arrebolados, no lo entendía bien pero estaba ocurriendo, me cogió de la mano y
echamos a andar por las calles del barrio, aunque aquel ya no era el mío,
salimos a la zona antigua de Vallecas y me señaló su casa, un caserón de
principios del siglo pasado. La escalera con peldaños de madera crujía bajo
nuestros pies mientras etapa tras etapa trepábamos hasta su puerta, una vieja y recia puerta que ella empujó para que
accediera. Nos recibieron otros inquilinos, un pequeño gato y un enorme perro.
El minino se enredó en mis pies buscando estática en el fondillo de mis
pantalones, pero el perro realmente me atemorizó con sus enormes fauces.
-
No hace nada. – Me dijo mientras me enseñaba
como si nada el lugar por donde se accedía a su alcoba.
Eso tenía la esperanza yo y en
todo caso suponía que tras cerrar la puerta de la habitación interpondría un
mundo entre el perro y su dueña, temía que al hacerla el amor ella chillase,
dando una equivocada llamada de auxilio.
Allí mismo nos besamos, al
introducir la lengua obtuve como premio un pequeño y redondo caramelo de menta.
-
Mejor así, con buen aliento, serán muchos besos.
No dije nada, lo oculté bajo mi
lengua y seguí besándola con ardor. Tenía una boca suave con una lengua
juguetona y muy dócil, hubiera pasado una vida así a pesar de mis urgencias.
La puerta se abrió de improviso,
una elegante figura con un brillante batín satinado, un corbatín en el cuello
apuntaba a un rostro perfectamente afeitado exceptuando un fino bigote
perfilado. Me dio la mano y la apreté con fuerza lo que le cogió de improviso,
pero tuvo la suficiente prestancia como para no quejarse y al final del apretón
sujetar con firmeza mi mano.
Era su hermano que vivía con
ella. Charlamos algo y cuando comprendimos que no iba a tener la delicadeza de
marcharse poniendo cualquier baladí pretexto, decidimos marcharnos.
-
¿Dónde vamos? – Me preguntó.
-
Vamos a mi antigua casa, todavía no la he
vendido, no tenemos muchas comodidades, pero sirve, además no tiene
calefacción. – La dije mientras guiñaba un ojo.
Había un problema, no tenía las
llaves conmigo. En esos momentos vivía con mi madre y allí tendríamos que ir
sin más remedio. Tomamos el camino donde siempre hacían frontera mis sueños y
justo al borde, en la última casa vivía mi madre.
Ella estaba dentro, nos acogió
bien, algo nerviosa como siempre que conocía a alguien, intercalando el tuteo
con el voseo. Puesto que era la hora, nos sentamos a la mesa donde primorosa no
puso mi madre un plato de patatas con bacalao.
-
¿No te importa que mi hermano sea homosexual? –
Me espetó de repente
No era una de mis conversaciones
favoritas y la obvié, el tiempo se acababa y quería llegar cuanto antes a la
casa y sobre todo a la cama.
En el río nos bañamos, jugábamos
como dos críos salpicándonos y persiguiéndonos sin descanso. La abrazaba y cada
vez me iba excitando más con el contacto desnudo de nuestros cuerpos.
En la verde pradera el sol me
calentaba y secaba mi piel a la vez que evocaba momentos placenteros mientras
cogía una brizna de hierba y la metía en mi boca.
De pronto la eché de menos, con
la mirada recorrí los alrededores y no la vi, me levanté y no estaba, en un
rincón sobre unas matas busqué las ropas que dejé allí para que no se mancharan
y tampoco estaban, solo me dejó mi viejo sombrero Stetson y mis curtidas botas de vaquero.
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