Llegó un día en que quemé mis naves, cerré la puerta y
llevando de la correa a mi mejor amigo me fui a los mares del sur.
Llevaba ligero el
equipaje, no me hacía falta mucho para poder vivir allí, unas chanclas y mi
viejo bañador tipo bermudas. El pobre estaba algo descolorido, son muchos años
poniéndomelo para bañarme en la poza Engaña, pero sigue siendo la
atracción de todas las chicas que se bañan allí. Soy un privilegiado, nadie
tiene un bañador como el mío. Juanan, que sigue estando a mi sombra, sigue con
los Speedo ya desfasados, marca paquete pero poco.
No me importa que luego en casa cuando me ducho me vea
media pierna de color blanco allí donde no llegaron los rayos de sol, incluso
es probable que cuando llegue a Bora Bora me haga un discreto tatuaje allí,
solo para enseñar a mis más íntimas amigas.
También llevo una esterilla de palma para extenderla a la
sombra de cualquier cocotero, por supuesto previa revisión de que ningún fruto
ejerza la fuerza de la gravedad con aviesas intenciones. Un cojín hinchable
también tiene su lugar preparado, es un adminículo muy útil para situar debajo
de la cabeza y estar cómodo para descabezar un sueñecito de vez en cuando.
También necesito últimamente unas gafas de sol. Creo que
es por tantos años viviendo los veranos de Alameda, sobre todo en el regreso a
casa después del baño, el sol caía a plomo mientras nos reíamos de las
posaderas de las hermanas y la prima de Jose Luis, porfiando sobre quién de
ellas las tenía más hermosas.
Estoy a punto de tomar el barco que me lleve muy lejos,
un viejo carguero humeante. Sobre la pasarela miro atrás y observo lo que dejo y
no me importa, he llegado a la edad sublime en que solo puedes caminar hacia
adelante, a un lado mi amigo al otro, ella. Es posible que los viajes a los
mares del sur no duren mucho, apenas unos centenares de metros.
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