En este
mismo lugar sobre la carretera mis recuerdos me llevan a una tarde que pudo ser
aciaga. Mi hermano y yo estábamos allí mismo esperando la llegada de nuestros
padres que venían de Madrid, mientras aguardábamos la llegada del autocar de la
Continental, comenzamos a jugar y poco a poco la cosa se desmandó, lo que era
el arrojarnos unos simples arrancamoños terminó arrojándonos piedras de considerable
tamaño. Éramos incapaces de advertir el peligro que se avecinaba. Al parecer
alguna de las piedras alcanzó a Rafa y éste con la mala leche que le
caracterizaba se abalanzó hacia nosotros (principalmente sobre mí, que era el
que más cerca le pillaba) con aviesas intenciones, intenté correr como alma que
lleva el viento, pero mis zancadas eran nimias en comparación con loa velocidad
que traía Rafa, cuando estaba a punto de sufrir su dentellada fatal, se oyó la
voz salvadora de Ventura que con un grito estentóreo, hizo cesar a Rafa de su
acometida. Nunca agradecí lo suficiente su presencia en aquél lugar. Aliviado y
contrito me senté junto a mi hermano en la valla del Hostal del Marqués para
continuar la espera sin más novedad.
Ah, no
lo he dicho, Rafa era el maldito perro de Ventura, el dueño del Hostal.
Allí
mismo un poco más arriba de la pocilla que hay, en otro tiempo muy cercano a mi
anterior aventura cogí una de las mayores truchas que he sacado del rio. Y es
que tengo la habilidad de meterme en las pozas y sin más herramienta que mis
manos sacar la truchas que pululan por las pozas. Recuerdo que bajaba con ella
en mis manos y el mismo señor Ventura me la quiso comprar, me ofreció 250
pesetas de la época, un dineral, pero yo ufano como iba de enseñarla en casa me
negué en redondo.
Sigo
remontando y llego a una zona muy hundida sobre el nivel de la calle en la que
el río baja sobre un lecho de roja arcilla, al socavar la arcilla endurecida
forma una poza en la que las truchas se resguardan y son imposibles de extraer.
La memoria me falla y ya no recuerdo a los acompañantes de mi aventura, pero en
un principio intentamos sacarlas con el truco de envenenar el agua, “alguien”
le había contado a uno de mis acompañantes que cierta hierba que abundaba por
la zona, atontaba a los peces, por lo que hicimos acopio de esas hierbas
machacándolas para que hicieran reacción con el agua de la poza, pero no hubo
caso, allí los únicos atontados éramos nosotros esperando el milagro.
Pero
nuestra inquieta mente no cejó en el empeño y decidimos enderezar la curva del
río, de esa manera la poza no recibiría agua y poco a poco se vaciaría. Nos pusimos
manos a la obra y con nuestros escasos medios, palos y poco más, iniciamos la
ímproba tarea de abrir un nuevo cauce, pero por mucho que nos empeñamos apenas
hicimos bajar el nivel de las aguas. Por lo que después de un breve concilio,
observamos la poza con las truchas y a una lanzamos el triste corolario: “¡No están maduras!”
Ahora viene
un tramo donde el Sauca discurre bajo la maraña de los árboles ribereños, es
una zona sin pozas que termina de bordear el monte de la Cabeza y termina en
una poza redonda ya casi colmatada por el aluvión. Recuerdo que la hicieron dos
operarios que hicieron el chalet de la doctora, no se anduvieron con chiquitas,
tomaron la retroexcavadora y ¡ale hop! Ya se podían bañar a voluntad.
Según se
atraviesa el puente de la dehesa se llega a un lugar mágico, el prado donde
desaguaba antaño el manantial del Cañuelo. Hoy una fea construcción de ladrillo
tapa lo que antes era un agujero por donde afloraba entre burbujas, que
levantaban la fina arena del fondo, el agua más cristalina que nade vio. Creo
que además era sabrosa, recuerdo que nunca me saciaba, me inclinaba apoyado en
unos cantos y bebía con fruición hasta hartarme, salía fría y podías extasiarte
mientras bebías con el movimiento de la arena del fondo.
Era el
lugar favorito de mi familia para merendar en verano, nos reuníamos bajo la
sombra de los fresnos ribereños y dábamos cumplida cuenta del bocata de pan con
chocolate o con mortadela. La mullida hierba que lo rodeaba te invitaba después
a tumbarte mientras contemplabas las nubes discurrir.
Con el
paso de los años sirvió el lugar para mis primeros escarceos amorosos, ese fue
el lugar donde contemplé un pecho femenino en vivo y en directo.
Se
llamaba Nuria y tenía más experiencia que yo, pero aquél momento fue
inolvidable, mi corazón latía a mil revoluciones y seguro que nunca hubo una
caricia más torpe. Luego me enteré que no estábamos solos, como si de la
leyenda de lady Godiva fuera, tuvimos también tuvimos un “Tom el mirón”
pululando por allí, no solo fue mirón, también fue “largón” pues fuimos la
comidilla de las comadres de Alameda.
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