Siempre
soñaba con remontar el Sauca, era un sueño recurrente, cada cierto tiempo
cuando me encontraba constreñido por los muros de los edificios de la gran
ciudad, esa noche inevitablemente soñaba que subía por sus riberas arboladas,
generalmente iba para coger truchas, soñaba con pozas donde nadaban libres y me sumergía en las
cristalinas aguas persiguiéndolas.
Generalmente
el sueño terminaba volviendo con un puñado de ellas engarzadas en un mimbre y
descolgándome por la última tubería que desaguaba al medianil de la casa de mis
abuelos.
Los años
fueron haciendo que, para mi desgracia, me fuera olvidando de las subidas al
río de la Sauca, inmerso en un mundo de mayores, los muros se fueron
convirtiendo en un elemento visual más de mi vida. Además los pocos viajes que
me devolvían al campo y a mis raíces mitigaban
sus recuerdos.
Pero un
día, libre ya de mis ataduras, me dije que era hora pues de comenzar el viaje
soñado, por fin conocería qué había más allá de los verdes prados junto al río,
atravesaría la dehesa y atravesaría los desfiladeros que comenzaban junto al
viejo molino, intentaría llegar a sus fuentes así como Burton y Speke no
pararía hasta conseguirlo.
Le pedí
a mi madre un tenedor de acero, tomé un gran canto rodado y un martillo y de
esa manera enderecé el tenedor y separé sus púas, lo até a una flexible vara de
avellano y lo convertí en un tridente. De la misma manera cogí una llanta del
vertedero y até a ella una red de naranjas, de esta guisa siempre pensé que me
convertía en un gladiador, un retiario.
Del desván
saqué mi vieja mochila de lona, el arnés estaba roto y oxidado por lo que
pesaroso no tuve más remedio que con una
navaja romper todo el entramado de costuras que lo unían a la mochila, no iba
pues a contar con la comodidad de que ningún elemento se me clavase en la
espalda durante la marcha y además tenía claro que mi espalda se llenaría de
sudor en el trayecto.
Tocaba
ahora elegir qué artículos me llevaría en mi viaje. Comencé con un par de mudas
de ropa interior, un par de camisetas y de calcetines. Una cantimplora con la
base de aluminio que me serviría como vaso y como marmita para cocinar. La navaja
con la que corto por su base, los pocos níscalos que consigo recolectar en
otoño. Una linterna, el saco de dormir, una lona impermeable que me sirviera de
poncho y para envolverme en ella para dormir en caso de lluvia, un par de
rollos de papel higiénico (imprescindibles), una bolsa de plástico con
autocierre hermético donde metí un mechero y dos cajas de fósforos y un rollo
de tramilla. Y como marca de la edad que tengo, un neceser con todos mis medicamentos.
En la
parte superior de la mochila guardé la comida que llevaba de salida, dos latas
de sardinas en aceite, un bote de cocido de una afamada marca, un salero y dos
bocadillos de tortilla de patatas que me hizo mi madre, es decir
avituallamiento para dos días, tres a lo sumo, pero esperaba poder cazar o
pescar durante el resto de mi viaje.
Descolgué
mi vieja escopeta de perdigones y como don Quijote, una mañana de julio comencé
mi aventura, torné hacía la izquierda y me di cuenta con satisfacción que mi
recorrido iba a ser completo, desde la misma desembocadura del Sauca en el
Lozoya, ese iba a ser el comienzo de mi viaje.
El
primer puente que pasé fue el del camino hacia Pinilla, también es conocido por
ser el camino hacia el camposanto, como siempre que paso por allí siempre
recuerdo la tumba de mi abuelo, hace muchos años que no consigo entrar en el
cementerio, quizás desde que de crío iba con mi pandilla de veraneantes, cuando
después de las tormentas de verano intentábamos ver los fuegos fatuos con nulos
resultados.
Algo más
adelante, ya sobrepasado el segundo puente, por la parte derecha de la ribera
hay otro lugar curioso, de niño siempre me resguardaba bajo la sombra de dos chopos
gigantescos y me adormecía con el ruido que formaba el viento al mecer las
ramas, las hojas así hacían un ruido como de resaca. Hasta muchos años después
cuando contemplé al mar por primera vez, no me di cuenta del parecido de
sonidos. Pero el de los chopos era mejor, la sombra y la mullida hierba bajo
sus/mis pies, hacían de aquél lugar un escalón más cercano al paraíso
Algunos
años más tarde, cuando Raúl llegó con su tienda de campaña, fue sin ninguna
duda el lugar elegido por mi parte para plantarla, allí pasó dos de los
veraneos más hermosos de los que disfruté, sobre todo por mi edad entonces, los
fabulosos dieciséis y diecisiete años.
Apenas
cincuenta metros más arriba, un lugar sombrío para mi recuerdo. Allí se
levantaba una estrecha pasarela sobre el río compuesta por dos finos troncos de
unos arbolillos, y sujetos entre ellos a fuer de traviesas, unas finas tablas.
No éramos muchos los que nos atrevíamos a cruzar el río por ese lugar, además
el puente anterior estaba a cien metros y el siguiente aguas arriba a apenas cincuenta,
solo los chaveas inquietos como yo y alguna que otra gallina de la pescadera
del pueblo, que por aquellos pagos picoteaban a su antojo.
Y ese
fue el problema, un malhadado día siendo un chaval, quise cruzar el río por la
pasarela y cuando apenas había dado dos pasos, observo que una gallina había
comenzado también a cruzar la pasarela desde la otra orilla, yo no me paré, tenía
preferencia bajo la superioridad moral que me daba haber empezado antes el
tránsito y de pertenecer empero a una raza superior, la gallina más
comprometida en poner sus ojos en pisar convenientemente las tablas, no apreció
mi presencia hasta que por fin nos encontramos justo en medio de la pasarela y
por ende, sobre el mismo centro del cauce, por donde más agua corría. Ella de
repente denotó por fin mi presencia y sorprendida y asustada aleteó para ganar
la orilla volando, craso error, dios solo le dio las alas a las gallinas para
servirlas en ciertos restaurantes de comida rápida, frita y aderezada con
diversos condimentos. Hete aquí que el triste vuelo de la gallina la llevó al
centro de la corriente, donde ante mis aterrorizados ojos solo pudo exclamar un
agónico glugluteo en vez del consabido cacareo.
Me quedé
de piedra incapaz de moverme viendo como aquella pobre ave era engullida por
las aguas y como cada vez sus aleteos eran más tenues, hasta que por fin quedó inmóvil
cerca de la orilla. Avergonzado solo pude huir como alma que lleva el viento
llevando la lacra hasta el resto de mis días de aquél gallinacidio, de mi
cobardía por no haber intentado salvarla y de mi soberbia por no haber cedido
gentilmente el paso al pobre animal.
Continuará.
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