Es curioso, pero
me marcó más el primer día en el cuartel de Algeciras y su viaje, que el primer
día realmente de militar, cuando fui al CIR de Obejo, en Córdoba.
Quizás porque
ya sabía por mis amigos de mayor edad y que ya habían tenido la experiencia
militar, que el CIR era para pasarlo lo más rápidamente posible, no hacer
amistades, pues el sorteo posterior para darte destino, siempre será caprichoso
e inexorablemente te separará de aquél con quien hayas congeniado.
Total al CIR
fui en autocar como si de una excursión se tratara y una vez dentro de las
instalaciones, todo fue una carrera continua de filiaciones, tallaje,
reconocimiento médico, vacunas, retirada de ropa y atalajes y colocación en la
camareta de la Compañía, en la que durante los próximos cuarenta y cinco días
sería mi nuevo hogar.
Lo de contar
con la experiencia ajena de mis amigos del barrio, fue muy importante a la hora
de sobrevivir esos días. Sabía que fumando como yo hacía tabaco rubio, sería
muy oneroso para mi bolsillo, por lo que en un bolsillo tenía tabaco rubio del
que fumaba y en el otro bolsillo, llevaba tabaco negro que era el que me servía
para pagar las tasas que nos imponían a los reclutas, los veteranos del lugar,
esos pobres diablos que pasarían toda la mili en el CIR viendo pasar cada
cuarenta y cinco días a los pelusos
que tendrían a su cargo, para instruirlos en el más básico nivel militar.
De repente
llegaba el día en que consideraban que ya sabías cómo atarte los cordones de
las botas, para qué lado disparaba el CETME y eras capaz de desfilar sin tropezar
demasiado. Entonces montaban una gran
fiesta a la que invitaban a tus padres a asistir y te hacían desfilar con el
uniforme de calle. Tus padres intentaban
en vano distinguir cuál de esas cabezas era la de su hijo, mientras los hijos
intentaban en vano divisar en aquél maremágnum a sus padres, mientras imaginas
a tu madre soltando una lagrimita. Y cuando vuelves a la Compañía te dan los
papeles para un permiso de quince días y el nuevo destino: Algeciras, Compañía
de policía militar número 25.
Bueno, me
dije, podía haber sido peor, más lejos está Ceuta, Melilla y las Canarias. O
sea que por poco no me fui al fin del mundo, o eso creía, vana ilusión.
Los quince
días, como el tiempo en la juventud, pasaron volando. El decimosexto día me
encontré en la vieja estación de Atocha, flanqueado por mis padres buscando un
hueco para poder subirme al tren que partía para Algeciras. ¡Caramba! Me dije,
debe de haber una guerra por allí. La razón era sencilla, todo me recordaba a
las películas que había visto sobre las guerras modernas, un andén abarrotado
de soldados, muchos de ellos asomados a las ventanillas del tren despidiéndose
de sus allegados y muchos padres atribulados contemplándolos.
Dos besos
apresurados a mis padres y la orden de que no formaran parte del espectáculo de
padres expectantes y una subida apresurada al tren para que nadie pudiera
observar las lágrimas que pugnaban por salir y que me costaba reprimir.
Vagón de
segunda clase, nunca había viajado en tren largas distancias, por lo que no
sabía que un vagón de la RENFE al
principio (y al final) de los años ochenta del pasado siglo, era algo que a los
afamados torturadores chinos se les había escapado contemplar y más, si dentro
de mi ignorancia, había que pasar toda la noche y parte de la mañana siguiente
en él.
Pero allí
ocurrió una buena cosa para variar, conocí a José Luis. Era de mi remplazo y
casualmente también tenía como destino Algeciras y la policía militar. José
Luis era de las pocas almas puras que por entonces quedaban por el mundo,
quizás me puede escribir tan bien de él el saber que está muerto. Falleció
varios años después en Montejo de la Sierra, su pueblo natal, intentando apagar
un incendio forestal como se hacía por entonces en el campo, las campanas de la
iglesia tocan a rebato y todos los vecinos se presentan con picos y palas para
atajar el incendio. Como solía pasar en muchos casos, estos bomberos
voluntarios y aficionados, eran proclives a accidentes graves cuando las
condiciones ambientales variaban y un golpe de viento podía hacer que un
remolino de llamas te rodeara.
Mientras el cansancio
no nos venció, estuvimos contándonos nuestras vidas, él trabajaba en Madrid en
el Corte Inglés y sus padres trabajaban en el pueblo como ganaderos. La
proximidad del pueblo de mis abuelos al suyo, hizo que nuestro tema de
conversación fuera inacabable. Sí, porque el descansar era imposible, allí en
aquél compartimento donde estábamos ocho personas, descansar era imposible, no
podías estar nada más que sentado y con la espalda recta soportando los
terribles traqueteos que te iban moliendo el cuerpo.
En medio de la
noche una larga parada nos anunciaba la llegada a Córdoba, no me lo podía
creer, apenas habíamos recorrido la mitad del camino, creí morir. Ya casi de
madrugada una nueva parada: Bobadilla, no tenía ni idea de dónde estábamos, mi
Geografía aprendida no daba para tanto. En Bobadilla siempre ocurría un hecho
curioso: desde Atocha el convoy salía tirado por una locomotora eléctrica, pero
en Bobadilla se terminaba el tendido eléctrico, por lo que había una larga
parada mientras cambiaban la locomotora por otra diésel. Durante los próximos
años padecí (y todos los viajeros) ese estúpido desorden estructural, this is Spain.
El resto del
camino, una vez que hubo luz para contemplarlo, el paisaje fue algo
excepcional. El tren atravesaba las serranías de Ronda y de Grazalema, tan
diferente de los campos de viñas y olivos del principio del periplo.
San Roque,
desbandada casi general. Luego supe que tanto San Roque como en la Línea
estaban plagadas de cuarteles, nunca supe si era para algún día invadir a los
pobres habitantes del Peñón o por miedo de que estos nos invadiesen.
Cuatro
secarrales más adelante llegamos por fin a nuestro destino, la vieja estación
de Algeciras nos abrió sus puertas. Humedad y luz, no se me olvida, allí mismo
este nuevo clima me dejó algo trastornado. Hasta entonces no había viajado
mucho, no estaba entre mis aficiones ni había tenido ninguna necesidad de ello.
Un viaje a Orense para la boda de mi tío, los inevitables viajes a Calatayud
para ver a la familia de mi padre y el viaje a Valencia que hice con un amigo
en el permiso de jura de bandera, todo esto era mi bagaje viajero.
El viaje a
Valencia como dije, lo hice en el permiso
de jura de bandera, me obsesionó la idea de no tener que agradecer a la milicia
el conocer el mar. Así que al día siguiente de llegar a casa cogí por banda a
mi amigo Javier y mi querido Seat 127 y nos fuimos a Valencia, más
concretamente al camping del Saler. Montamos la tienda de campaña y me fui a
ver el gran azul. Efectivamente, era grande y salado, lo pude comprobar in
situ, metía la mano en el agua y la chupé, inmediatamente escupí.
Volviendo a la
estación de Algeciras, José Luis y yo nos encontramos como el aviador del
Principito: Estaba realmente más perdido
que un náufrago sobre una balsa en medio del océano.
A pesar de todo
había dos cosas que marcaban la diferencia: éramos soldados y estábamos de
uniforme. A la salida de la estación, recuerdo que había un pequeño
aparcamiento y allí se encontraban varios Jeeps (vaya, luego me enteré que la
variante para la exportación se llamaba Willys) y a su alrededor pululaban
varios soldados de la policía militar. Estos son de los nuestros, me dije. Y me
dirigí al que parecía que daba las órdenes, un cabo primero que en aquél momento,
más que gritar, ladraba las órdenes.
- A sus órdenes mi primero, mi
compañero y yo estamos destinados a la policía militar.
- Muy bien, poneros allí junto a
aquél Willy.
En aquél
momento me di cuenta de varias cosas, el cabo primero y todos los miembros que
por allí pululaban de la patrulla, llevaban guantes blancos de desfile y
pañuelo al cuello. Esto les hacía tener buena planta a juego con el casco y las
trinchas blancas. Yo, sin llegar a ser como Goering, desde siempre me gustaron
los bellos uniformes y el de “granito” o de paseo que llevaba el ejército
español por entonces me parecía espantoso, no habíamos evolucionado nada desde
Alfredo Landa y su “recluta con niño”. Otra cosa fue que aquél cabo primero,
luego se convertiría en mi compañero de camareta cuando yo a mi vez me convertí
en cabo primero.
Al cabo,
cuando todo el trasiego de soldados se solucionó, montamos en el willys y nos llevaron
al cuartel. Aquí tengo que hacer un alto para explicar un poco cómo estaba el
ejército español en los años ochenta, intentaré que no sea una tesis doctoral.
Pues bien, el país estaba dividido en Regiones militares, pero al parecer las
había de primera y de segunda división y dentro de estas había cuarteles y algo
parecido a cuarteles.
El cuartel
general del Regimiento mixto de Artillería número 5 (RAMIX5) donde estaba
situada la compañía de policía militar era algo que puedes imaginar encontrar
en una película del Oeste, un lugar donde los buenos, o sea los yanquis van a
atacar a los malos, o sea los mejicanos. Un edificio viejo, blanco por
incontables manos de cal y con un aire de fortaleza medieval. Cuando vi a los
centinelas me di cuenta que el tiempo no había pasado por allí, llevaban todavía
los mosquetones de la guerra civil, claro que mis compañeros todavía portaban
el subfusil Z-45 donde el 45 indicaba el año de comienzo de fabricación, una
variante local del subfusil alemán que podemos ver en las películas de la
Segunda Guerra Mundial.
Tuvimos
suerte, justo llegamos a la hora de comer. Tengo que confesar que en el CIR
nunca fui al comedor, sencillamente me daba asco el olor de las cocinas y no
fui capaz de comer en la típica bandeja con varios huecos donde te ponían la comida.
Pues allí era peor, también olía muy mal y la comida era grasienta y de mal
sabor.
En la que iba
a ser nuestra compañía por el año siguiente (en mi caso tres años) nuevas
carreras, filiaciones, reparto de mantas y equipo con el consiguiente fielato
en forma de tabaco, aunque luego nos embromaron a todos los novatos haciéndonos
pasar por una ficticia oficina donde nos sacaron dinero para luego todos juntos
tomar unos litros de calimocho.
Era muy tarde,
ya habían tocado Silencio y oscurecido el cuartel cuando conseguí acostarme en
mi catre. Estaba derrengado después de una noche sin dormir y un día cargado de
emociones, cerré los ojos pensando en qué me depararía el destino en los
próximos meses, cómo sería mi vida y deseando volver a Madrid, a mi ambiente.
Hasta entonces
la experiencia no había sido mala, ingenuo pensaba que a la postre todo el
mundo estaba allí como yo, para pasar el año de servicio lo más rápida y cómodamente.
Luego te das cuenta de que todo no es enteramente así, encontraría gente
maravillosa pero también perfectos hijos de la gran puta, encontraría mandos
militares muy profesionales y también perfectos
inútiles que en la vida civil estarían pasando hambre, casualmente estos
últimos luciendo la insignia del camello, pero se me estaban cerrando los ojos
y ya era incapaz de pensar más.
Dedicado a mis
amigos José Luis de Horcajo, Sema Estévez y a todas las buenas personas que
encontré allí.
Dices tu de mili... Si yo te contara... Jajaja... Hay recuerdos que son imborrables. Un abrazo.
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