miércoles, 24 de febrero de 2016

¡Amén!



El tabuco estaba lleno de telarañas y polvo, apenas había sitio para moverse pues la mesa casi lo llenaba por completo. Era una recia mesa de trabajo, de las que hacía varias décadas que nadie era capaz de molestarse en fabricar, apenas desbastada, sus protuberancias se me clavaban en varios lugares de mi maltrecha espalda, pero claro, eso  a él no le importaba.

Le oía trastear pero en la posición en que me encontraba era incapaz de averiguar qué diablos estaría haciendo, al parecer había abierto un cajón con cierta dificultad y removía los objetos metálicos de su interior. Cambió de situación ahora, moviéndose hacia mis pies, apenas vislumbré el volumen de su cuerpo vestido con un recio sayón de lino crudo.

Entonaba una repetitiva salmodia apenas audible e ininteligible por la que cada cierto tiempo daba un taconazo en el suelo lo que le hacía volver a cantarla de nuevo una y otra vez. Tenía la extraña virtud de revolverme el estómago y tenía que contener las bascas que de vez en cuando me acometían, sabía que si me rendía al vómito podría asfixiarme, la mordaza impedía cualquier trasiego de fluidos, aire incluido.

Por enésima vez intenté zafarme de mis ligaduras con el mismo resultado negativo, habían sido realizadas a conciencia, solo podría liberarme de ellas de la misma manera que Alejandro deshizo el nudo gordiano.
Extrañamente apenas estaba nervioso ni angustiado, a pesar de la situación en que me encontraba, mi corazón latía pausadamente cuando lo lógico es que corriera desbocado, es posible que me hubiera hecho tragar cualquier medicamento tranquilizante en algún momento del que no tenía conciencia ni recuerdo.

Con un postrero zapatazo calló repentinamente, se dio la vuelta y se acercó a la meda donde me hallaba tumbado, se arremangó y del cordón que llevaba por cinturón sacó un largo cuchillo lleno de orín, lo levantó sobre su cabeza y bajándolo de golpe hacia mi corazón gritó:

-¡Amén!


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