miércoles, 23 de febrero de 2011

Perfidia

En el atávico Juke-Box que nadie sabía por qué todavía sobrevivía en un rincón del Búho bizco, sonaba “Perfidia”.

Nadie comprende lo que sufro yo, canto pues ya no puedo sollozar, solo temblando de ansiedad estoy, todos me miran y se van.

- Sólo me faltaba esto. –Musité mientras apuraba de un trago mi enésimo güisqui.
La tarde se iba espesando cada vez más, una negra tormenta de verano, se iba abatiendo sobre la ciudad, provocando que el asfalto acalorado por el sol de la mañana, al caer las primeras gotas, hiciera levantarse una espesa humedad que hacía que los pantalones y la camisa se me adhirieran al cuerpo, formando una segunda piel. Un torpe y a veces chirriante ventilador colgado del techo, hacía torpes intentos por aliviar un calor, del que haría falta la llegada de varios meses, para que nos abandonara.
- Thomas, ponme otro. –Dije con mi voz embrollada.
- Inspector, aunque vaya contra mi negocio, debo decirle que hace un par de güisquis, que sobrepasó la barrera de lo que es un pedete lúcido y esto lleva visos de convertirse en una borrachera de órdago.
- Tu pónmelo, que yo controlo.
- Como diga pero…
- La culpa la tiene esa jodida música que pones, me lleva a otros tiempos, viejos tiempos, dolorosos tiempos…
La conocí en un banquete, no sé si de boda, bautizo o comunión, era lógico, yo nunca me habría movido en sus ambientes, allí estaba ella, espléndida bajo una pamela que encumbraba un vestido blanco de un conocido diseñador de moda, creo que estuve media celebración embobado mirándola, era un imán para mis ojos, lo peor de todo es que ella se estaba dando cuenta y se reía, y cuando lo hacía el mundo se paraba, era algo extraño para mi, nunca lo había sentido por nadie, cuando ella miraba para mi lado, azarado, me entretenía en hacer pelotillas con la miga del pan, por lo que no vi lo que se me avecinaba.
- ¿Te importa que me siente? Así podrás mirarme a gusto sin forzar la vista.
- Ssssi, ssientate.
- Pareces una serpiente con tanto siseo, ja ja ja
- Que graciosa que eres. – Repliqué conturbado. – Lo que pasa es que no te esperaba.
- Si, ya me he dado cuenta, sobre todo porque no parabas de mirarme.
- ¿Y tú que sabes si te miraba a ti?
- ¿Hay otra más guapa en la dirección donde mirabas?
Volvimos los dos la cabeza y detrás de la mesa donde hasta hace un momento ella estuvo sentada, sólo se encontraba un grupo de abuelas, con airosos vestidos floreados. Estallamos los dos en una franca carcajada, después vinieron las presentaciones, como ya imaginaba, ella vivía en el barrio “bien” de las afueras, su padre era un importante empresario de la industria del cine, había levantado un imperio de la nada y veía con ojos hoscos a cualquiera que se acercara a su hija. Como no nos interesaban los bailes de salón que a continuación comenzó la concurrencia a ejecutar, salimos a los jardines y allí en un banco entre los parterres, estuvimos charlando el resto de la tarde.

Mujer, si puedes tu con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar…

Como el destino nos había reunido, decidimos seguir viéndonos, siempre que los estudios nos lo permitieran, ella estudiaba arte y decoración y yo me preparaba para entrar en la policía, siempre que podía, quedábamos en territorio neutral para tomar un café, pues con mi escaso peculio era incapaz de llevarla a sitios de mayor postín, ahora suena raro, pero entonces no se hubiera concebido que una chica hubiera pagado una consumición, cosas de los tiempos.


Eso a ella le dolía algo, de vez en cuando hablaba de sus aspiraciones, de sus grandiosos proyectos en la que ella vivía en fastuosos palacios con sirvientes atentos a sus mínimos deseos, con los mejores modistos vistiéndola y codeándose con lo mejor de la jet-set. No la hacía mucho caso, aunque empezaba a pensar que en el guión de sus sueños no había ningún papel destacado para mí, me conformaba con el día a día de estar junto a ella, mi corazón sólo latía a su compás y los días que no podíamos estar juntos me parecían vacíos y grises.
Así estuvimos dos años. En verano ella desaparecía en pos de sus padres, veraneantes destacados de la fauna mallorquina, donde un remozado yate les trasladaba de cala en cala, junto a las estrellas del celuloide, clientes agradecidos de su padre, después del verano ella venía cambiada, extraña, algo la rondaba por la cabeza, me hablaba de jóvenes vestidos con suma elegancia que la rondaban como moscones, ella confesaba que no les cerraba las puertas y se dejaba abordar coquetamente uno y otro día, en un juego coqueto.
Confieso que esas narraciones me ponían furioso, los celos me hacían enrojecer de rabia, pero procuraba disimularlo delante de ella, me llenaba el corazón de un gran dolor, pues sabía que poco a poco la iba perdiendo, ¿Qué podía ofrecer un triste policía ante el mundo de oropeles y lujo que se abría delante de sus ojos?

Y al mar, espejo de mi corazón, las veces que me ha visto llorar la perfidia de tu amor…

Un día, por fin me lo dijo, no podíamos seguir juntos, su padre había hablado con ella y lo había puesto todo muy claro, coincidiendo con el fin de su carrera universitaria, su padre la mandaba a Milán a aprender con el mejor artesano del gremio internacional, después había hablado con personas que la ayudarían en sus proyectos, entre los que desgraciadamente, no tenía cabida yo.
Así me quedé aquella tarde, sentado en el filo de una jardinera en una plaza, donde todo se detuvo a mi alrededor, los niños, las palomas, los coches, nada tenía sentido ni movimiento, sólo unas ganas terribles de llorar y mi lucha por contener esas traidoras lágrimas que pugnaban por abatirme del todo.

Te he buscado donde quiera que yo voy y no te puedo hallar, para qué quiero otros besos si tus labios no me quieren ya besar…

- Y ahora, sírveme otro güisqui, que me lo he merecido, sobre todo, porque después de esta charla tengo la garganta seca, tan seca como el alma de esa pérfida que emborronó dos años de mi juventud.

Y tú quien sabe por donde andarás, quien sabe que aventuras tendrás, que lejos estás de mí…




Soy un privilegiado, lo reconozco y seguro que daré mucha envidia por ello, y es que Javir, me permite seguir utilizando sus personajes creados por él, aunque sea como en esta ocasión como paño de lágrimas, por si no habéis tenido la oportunidad de conocerlo, pinchad en el enlace de su blog, merece muy mucho la pena: El sol

lunes, 21 de febrero de 2011

El botón rojo ( y II)

Esta vez no iba a dejar que me diera esquinazo, por lo que corrí desaforadamente, como si mis pies tuvieran alas, enseguida le tuve a mi alcance y a pesar de los regates que tiraba, le pude poner una zancadilla con toda mi mala leche y con la misma, se fue de bruces contra un coche y yo me tiré encima de él. Una mujer que pasaba por allí me increpó:


- ¡Animal, suelte al niño, voy a llamar a la policía!

Jadeante, apenas podía articular palabra, aunque si me quedó arrestos para sacar la placa y chillarle a la mujer.

- Señora, no es un niño, es un enano y no hace falta que llame a la policía, pues ya está aquí.

Me incorporé a duras penas por mi fatiga, levantando el enano por el cuello de la camisa y el cinturón, hecho esto lo aplasté contra el lateral de un coche y le grité:

- Respóndeme malnacido ¿Qué relación tienes con las muertes? ¿Por qué pones botones rojos en los muertos?

Con una sonrisa que creo picarona, me guiña un ojo y me responde:

- Creo que no te va a gustar mi respuesta, sobre todo porque no me vas a creer.

- Pruébalo, te sorprenderías la cantidad de historias que oigo al cabo del día, todos los mentirosos y cuentistas de la ciudad pasan por mi despacho intentando que los crea, haz tu la prueba.

- Está bien, pero luego no te sorprendas del resultado, para empezar te diré que no soy de este mundo, soy un diablejo escapado del mismo infierno, al que le encanta poner el mundo patas arriba y se me ha ocurrido poner botones rojos en los asesinatos de esta ciudad, sobre todo para marcarlos a la hora de la llegada del segador de almas, con esta señal ya sabe que esta alma es patrimonio del infierno.

- Pues si, tenías razón, no me gusta tu respuesta, así que tira para comisaría, te voy a sacar la verdad a mamporros, cuando termine contigo no vas a valer ni para acompañar al bombero torero.

Eché mano al bolsillo posterior del pantalón para ponerle los grilletes, cuando le vi sacar un polvillo de la nada y acto seguido sopló sobre el en dirección a mi rostro, no tuve tiempo de volver mi cara hacia un lado, por lo que aspiré a mi pesar aquel polvillo, estornudando copiosa y ruidosamente, los ojos me picaban terriblemente, por lo que solté a mi prisionero para frotármelos, cuando conseguí abrirlos de nuevo, me encontré que había desaparecido y en el lugar donde había estado hacía unos instantes, solo se encontraba un botón de color rojo, me agaché y lo recogí, metiéndolo en mi bolsillo a continuación.

Me alejé de allí meditabundo y mirando al suelo, ¿Qué solución tenía el caso? Enseguida la prensa se iba a echar encima de la policía, ya imaginaba los titulares: El asesino del botón rojo, la policía no tiene pistas fiables sobre el caso. No, debía desechar estos pensamientos, la solución debía venir a mí, no podía concebir que este individuo fuera un enviado del diablo, más bien creía a pies juntillas que era un desequilibrado con ansias de notoriedad, de la misma ralea del pirómano que disfruta más con la aparición de la noticia en los periódicos que del hecho de pegar fuego a un edificio o un bosque. Embebido en mis pensamientos no me di cuenta que acababa de volver junto a Bernal.

- ¿Capturó al enano, jefe?

- ¿De qué enano me hablas, imbecil?

- Cual va a ser, lleva usted toda la tarde hablando de un enano que nadie ha visto y persiguiéndolo después.

- Mira Bernal, tu querías irte de vacaciones en Agosto, ¿verdad?

- Ssssi jefe

- Pues miéntame de nuevo al enano y verás la playa en fotografía, aquí no ha habido ningún enano. ¿Estamos?

- Como usted diga jefe.

- Pues eso, termina aquí, yo me voy a comisaría a terminar el papeleo.

……………………………….

Varios días después me hallaba de nuevo en el Buho bizco, saboreando mi cubata mientras observaba a Thomas pergeñando el milagro de dejar limpio como la patena, un vaso de cristal, con el trapo más sucio que había visto en mi vida.

- Bueno inspector, aun no me ha contado como resolvió el caso de los botones rojos.

- Te voy a decir una cosa Thomas, quizás porque eres mi confesor de guardia, o porque tengo cuenta en tu local, o simplemente porque se que eres tan discreto como una tumba, en fin te lo voy a contar. Sabes que necesitaba algo que rompiera el modus-operandi del enano que quería fastidiarme la vida y bueno… ¿Te hablé alguna vez de mi amistad con el empresario Amancio Hortera?

- Si, claro, el de la cadena de tiendas Zara-goza.

- Pues me debía un favorcillo, un tema embrollado de sexo y algo más, desde entonces lo tengo comiendo en la palma de mi mano. Pues como te decía, le plantee una cuestión si era posible alterar algo la moda de esta primavera, nada, apenas un adminículo que introducir en la vestimenta masculina.

- ¿Y en qué consistió el cambio en la moda?

- ¿Tú estás ciego o qué? – Le dije mientras lanzaba al aire uno de los botones rojos aprehendidos aquel día.

Si, debía de estar algo ciego para no observar que todos y cada uno de los pollos que estaban en el bar en aquella hora, así como toda la gente que deambulaba por las calles de la ciudad, llevaban prendidos en la solapa un pequeño botón de color rojo.



jueves, 17 de febrero de 2011

El botón rojo (I)

Apuré de un trago mi tercer cubata, mientras con la otra mano le hice un gesto como de escritura a Thomas, para que me lo apuntara todo a mi cuenta, en el Búho bizco tenía cuenta abierta para mis consumiciones, aunque este mes, esta empezaba a tomar dimensiones preocupantes, tanto para solventarlo con mi próxima nómina, como para los efectos que estaban produciendo a mi hígado.

Acababa de recibir el aviso, que a un par de manzanas había aparecido un cadáver con signos de violencia, maldije mi perra suerte, esto solo sucedía en mis guardias, para los demás inspectores toda su preocupación consistía en discernir al final de su turno, cuantos carteristas debía presentar al juez o si los ponía en la calle de nuevo, después de administrarles un merecido soplamocos.

Saludé con un displicente gesto al agente que protegía que nadie rebasase el cordón de seguridad y con una mirada adusta pedí novedades a Bernal, mi subinspector adjunto.

- Buenas tardes jefe, un navajazo en el hemitorax izquierdo, mortal de necesidad.

- ¿Tenemos al que lo hizo?

- No, y por supuesto nadie ha visto nada, todos ciegos y mudos.

Me acerqué al fiambre a echarle una ojeada, no se apreciaba nada en particular, un gris muerto en una gris calle de un barrio gris. Me di la vuelta a escuchar como explicaba el agente que lo encontró que todo se debía a una llamada anónima avisando del hallazgo.

Sería el sexto sentido que cada uno en su profesión solemos tener, pues no se por qué me di la vuelta de improviso, pero así lo hice y por eso le descubrí agachado junto al cadáver.

- ¿Pero niño, qué haces ahí?

Sorprendido me miró y entonces me di cuenta de mi error, aquellos ojos no eran de un niño, eran unos ojos pequeños, duros, perfilados en el rostro de una manera cruel, severos y firmes, esa fracción de tiempo que duró mi sorpresa fue lo que hizo que se me escabullera, pues de un salto salió disparado calle abajo a toda velocidad, en cuanto me repuse, hice lo mismo detrás de el, con la desesperación del que sabe que no va a conseguir su objetivo, aunque mi vida dependiera de ello, sabía que jamás le alcanzaría.

A pesar de todo esto, continué persiguiéndole varios minutos y calles más, hasta que por fin, giró a la derecha y al hacer yo lo mismo, me encontré con la nada.

Semiagachado para recuperar el resuello, con las manos sujetándome las rodillas, no podía dar crédito a su desaparición, no me llevaba tanta ventaja como para no haber visto como se hubiera escondido en un portal, ni para haber llegado al final de la calle, a pesar de todo, revisé cada portal y cada ventana de la calle con el mismo resultado, todos estaban cerrados e y las ventanas con su correspondiente reja, por ahí no había solución al enigma.

Regresé cabizbajo al lugar del crimen, donde me encontré con la mirada atónita de los presentes.

- ¿Dónde iba con tantas prisas jefe?

- ¿Pero qué pasa, no habéis visto al enano?

- ¿Qué enano jefe?

- ¡La madre que me…! Pues al enano que estaba junto al fiambre y echó a correr.

- Le juro jefe que aquí nadie ha visto a ningún enano.

La cara de los demás agentes así lo certificaban, al parecer yo era la única persona que lo había visto.

- Que curioso… mire lo que hay aquí jefe, esto antes no estaba.

Bernal se agachó ante el cadáver y con su mano enguantada extrajo un pequeño objeto que había encima del cadáver, extendió la palma de su mano y allí se encontraba un pequeño botón de color encarnado.

- Mírelo jefe, esto antes no estaba, se lo juro

- ¿Seguro?- Pregunté algo amoscado.

- Seguro jefe, mire mis notas si quiere.

Efectivamente, revisé sus notas, así como las del agente que descubrió el cadáver y no indicaban la existencia alguna de dicho elemento en el lugar del crimen.

- Mire jefe, a ver si era verdad lo del enano y ha sido él, el que lo ha puesto encima del muerto.

- Pero estúpido, ya te he dicho que el enano existe de verdad.

La llegada del juez de guardia, evitó que hiciéramos más elucubraciones al respecto del jodío enano, a partir de entonces todo siguió el triste ritual del levantamiento del occiso con destino al Anatómico Forense, partido este, allí quedamos Bernal y yo frente al lugar de los hechos.

- En América, todo esto tiene un halo de romanticismo, detrás del cadáver siempre queda una silueta pintada con tiza.

- Desde luego, tiene usted cada ocurrencia, jefe.

- Bueno, vámonos para comisaría, hay mucho papeleo por hacer.

- Espere un momento que me está sonando el móvil. –Si, dígame… Bien… Entiendo… Vale… Vamos para allá. Jefe, lamento fastidiarle la noche, pero hay otro fiambre.

- Maldita sea mi estampa, tener un crimen ya es malo pero tener dos… y a dos horas del fin del turno.

Salimos disparados en el coche patrulla, al parecer el crimen era distinto, un individuo que a la salida de un garito es tiroteado por un par de sicarios que le esperaban dentro de un coche.

Las luces azules parpadeando nos guían al final del recorrido, nos acercamos lo más que podemos a ese maremágnum de coches de policía, curiosos y gentuza varia que puebla ese distrito de las afueras de la ciudad, incluso un avispado periodista me espeta poniéndome un micrófono en mi boca.

- Inspector Gracia, ¿algo que declarar?

- Si, que me cago en tus muertos.

Y de un manotazo le arranco el micrófono de las manos tirándolo al suelo, donde mi subordinado Bernal, remata la acción pisoteándolo a continuación.

- ¡Esto es un atentado a la prensa libre!, ¡Me quejaré a sus superiores!

- Me cisco en ti y en ellos. –Fue mi desabrida respuesta y es que a estas alturas de la tarde mi humor era de perros, sabiendo que me quedaban muchas horas de trabajo fuera de mi turno para terminar todo el papeleo que se me avecinaba.

- ¿A ver, qué tenemos aquí? –Troné en dirección al primer agente que vi.

- Varón, alrededor de cuarenta años, por sus rasgos se deduce que es de procedencia hispanoamericana, dos disparos en el pecho y uno en la cabeza, le dispararon desde un vehiculo que se dio a la fuga, hasta el momento hemos encontrado ocho casquillos, calibre nueve milímetros, después lo de siempre, nadie ha visto nada, nadie oyó nada.

Después de escuchar el informe, me dirigí al finado, no vi nada en particular, una fea herida de bala en la cabeza, de la que corría un hilillo de sangre que corría por la acera, para morir en una alcantarilla, era lo más aparente, pero… un momento, esto no es sangre, me arrodillé y observé junto al orificio de uno de los disparos del pecho un objeto que no debiera estar allí, ¡efectivamente! Un botón rojo intentaba camuflarse entre la sangre de la camisa, me puse rápidamente un guante y lo recogí.

- Bernal, ¿Tienes el otro botón?

- ¿Qué botón jefe?

- ¿Qué botón jefe? –Repetí a mi vez, en son de burla. –¿Pues que botón va a ser? El del otro muerto.

- Sissssi, claro –Acertó a farfullar.

- ¡Maldita sea mi estampa y el día que se me ocurrió escoger esta jodida profesión! ¡Son idénticos!

No me dio mucho tiempo a abrumarme con mi sorpresa, pues allí mezclado entre los curiosos, se encontraba el enano.

- ¡Alto! ¡Detenedle! ¡Detengan a ese enano!

Y salí disparado como poseído por el diablo, en la dirección en la que alterado por mis gritos, el enano se escabulló. A trompazos aparté a la gente que se arremolinaba alrededor y me estorbaba en la persecución, desplazado el último estorbo, observé a unos veinte metros delante de mí al enano corriendo por la calle...
 
Continuará.
 
 
 
El final del relato el lunes próximo
Muchas gracias a Javir y a su blog: Al sol , por permitir introducirme en el  maravilloso mundo creado por su fertil imaginación, desde aquí prometo liquidar la deuda que mi protagonista mantiene en el Buho bizco.
 
 

lunes, 14 de febrero de 2011

La gota

Ya está la gota, inmisericorde, una y otra vez golpeando contra el suelo, con su “plonc, plonc” una y otra vez, como si de una pesadilla se tratase, se mete en los oídos a pesar de mis patéticos intentos de taponarlos con la almohada, pero es un tormento chino, no hay posibilidad de acallar este ruido que me está volviendo loco.

Poseído por la desesperación, me incorporo del catre y paseo por la celda de manera mecánica, un, dos, tres, media vuelta y de nuevo a empezar. Camino sin pensar en lo que hago, mi mente se vacía, a veces sueño mientras ando, intento imaginarme en mi pueblo allá en la sierra, me hallo descalzo y piso la hierba mojada junto al río, me introduzco en él intentando no resbalar sobre los guijarros redondeados por el arrastre de la primavera, el agua está helada, pero eso nunca fue un impedimento para mí, entro en la poza formada en un recodo y cuando el agua me llega a las rodillas, de golpe, como he hecho siempre, me zambullo en su interior, tras una larga brazada, emerjo en la mitad del cauce, luchando contra la corriente para así con este ejercicio, no me afecte la frialdad de las aguas, el río baja cantando entre las rocas de granito de las riberas, hasta que de nuevo el sonido de la gotera me devuelve a mi obscura realidad.

¡Maldita sea! Papillón y Chessman disfrutaron de un silencio a su pesar que a mí se me niega ¿Qué problema supone arreglar una triste gotera? Sobre todo cuando no hay manera de evitar que su golpeteo monótono se meta en mis oídos.

Vuelvo al pasear como un león enjaulado, un, dos, tres, media vuelta, un, dos, tres. ¡Alto! Me quedo parado como una estatua y agacho la cabeza avizorando el suelo, efectivamente, es una hormiga, me arrodillo y con un cuidado de relojero la atenazo entre mi pulgar y el índice, es muy importante no matarla ni lesionarla. Con ella por fin aprehendida me incorporo y me acerco al rincón de la celda junto a la ventana, allí está Petra, en su infinita paciencia aguarda esperando una presa, hoy no se puede quejar, la cena se la sirvo yo. Con la precisión que da el haber repetido este acto varias veces, introduzco la hormiga en la boca de la telaraña, teniendo sobre todo cuidado para no enganchar mis dedos en los hilos de la tela que se extienden radicalmente a partir de la boca de su cueva. No tarda mucho en aparecer y veloz como el rayo, cierra sus quelíceros en el abdomen se la victima y la sumerge en la profundidad de su madriguera. Sic transit gloria mundi

Mi relación con Petra es especial, debo aclarar que no es mi mascota, una mascota es algo más, una actitud de cariño cuando menos y yo obviamente no la tengo, todavía no tengo la mente tan perjudicada como para sentir afecto por una araña. Un día apareció en la celda, se coló por la ventana y sin pedir permiso, instaló su hogar en un rincón de la celda, me pasé horas de pié, observando como hilo a hilo, montaba su madriguera de forma tubular en una grieta del fondo del rincón, a partir de ahí fue extendiendo un tapiz de seda alrededor del agujero donde los insectos que lo rozaran, quedarían apresados sin escapatoria y finalmente varios hilos longitudinales que le avisaran de esta circunstancia.

¿Por qué consentí su estancia? No lo se, quizás porque en mi niñez dormía en la cámara en la casa de mis abuelos, un sitio terrible, lleno de ruidos de mil ratones que correteaban a sus anchas intentando aprovecharse de las legumbres que mi abuela disponía extendidas para su secado, el techo era un entramado de vigas de madera que sujetaban las tejas y un par de tragaluces llenos de polvo que daban una cierta luz por el día, todo esto se hallaba envuelto por infinidad de telas de arañas y dentro de estas, huéspedes de todos los tamaños que uno puede asociar a estos bichos.

Tácitamente hice un trato con las arañas, yo sería su amigo si ellas no me hacían nada, sobre todo por la noche, no se descolgarían para meterse conmigo en la cama. En pago de estos favores, todas las tardes recogía de vuelta del colegio, moscas y hormigas que iba introduciendo en una caja de cerillas y que al llegar a la casa de mi abuela, antes de merendar el rutinario bocadillo de carne de membrillo, subía los escalones hacia la cámara y allí iba depositando una a una todas las presas del día a mis nuevas favorecidas.

Gracias a todos estos recuerdos, he conseguido pasar otra tarde más sin volverme loco, un día más de condena, un día menos para la libertad.

Llega la oscuridad, me tumbo en el jergón, cierro los ojos, pero ahí está de nuevo con su plonc, plonc, la tabarra infernal de la maldita gota.

martes, 1 de febrero de 2011

Eladio

No era capaz de entenderlo, apenas llegaba corriente eléctrica para encender levemente una bombilla, pero para el viejo tocadiscos de mi abuela era suficiente, cuando estaba ella, una inmisericorde letanía de canciones de Manolo Escobar nos llenaba los oídos de música que entendíamos que no era para nuestros oídos, claro que cuando ella se marchaba al hostal, comenzaba la segunda parte de la tortura musical: mi tía cogía su turno y nos llenaba los oídos de sensibleras canciones de Julio Iglesias. ¡Que injusticia! Mi hermano y yo suspirábamos por alguna triste hora delante de un televisor, añorábamos Bonanza y Locomotoro y hubiéramos sido capaces de ver con agrado a la familia Telerín ordenando irnos a la cama.

La única canción que nos gustaba era el abuelo Víctor, de Víctor Manuel, nos hacía gracia, pues el primer nombre del abuelo también era Víctor, no nos imaginábamos en nuestra ignorancia, a nuestro abuelo de picador en una corrida de toros, cambiando su boina por un castoreño, sabíamos que valor no le faltaría, pero nos daba risa imaginarlo embutido en un traje de torear.

Lo de acostarnos temprano venía bien al fin y al cabo, así madrugaríamos y podríamos aprovechar los días, ya que las noches se presentaban mortalmente aburridas sin tele, pasear con el abuelo era lo mejor que nos podía pasar, si no estaba muy mal de los achaques, caminar con él era entrar en un mundo especial, donde se mezclaba el pasado y la actualidad y un conocimiento de plantas y animales como ningún libro, por muy ilustrado que fuera, nos iba a enseñar. Con él, aprendí a distinguir los avellanos, el beleño de las brujas, la hierba de savia naranja que curaba verrugas y el canto del cuco y sobre todo a maravillarme de sus manos encallecidas, que eran capaces de tocar las ortigas e incluso frotárselas por el dorso de sus manos sin sentir ningún dolor, ya me hubiera gustado tener ese don aquella vez que me caí de la valla medianera sobre las ortigas ¡estando en bañador!

Recuerdo aquella tarde con la maestra en Zarzosa, no sé su nombre, hace muchos años que lo olvidé, pero si recuerdo la canción que nos enseñó:



Don Caramelín

Se lava y se peina

Y se va al cafetín



A pesar de ser maestra, una profesión que odiábamos, la tomamos afecto, era una novedad en nuestro discurrir del verano, entonces no podíamos alejarnos mucho de la casa de los abuelos sin el acompañamiento de un adulto, como mucho a la pradera junto al Sauca, bajo unos chopos que nos parecían naves espaciales, allí juntábamos piedras e intentábamos imaginar que éramos padres de familia y tenderos, comerciando con piedras y semillas.

El Sauca, hoy falto de toda vida acuática, entonces nos daba para tardes enteras llenas de aventuras y descubrimientos, capturábamos renacuajos e intentaba ya lo mismo con gobios, soñando que algún día sería capaz de hacer lo mismo con las truchas que se escondían veloces en las oquedades debajo del puente, a pesar de nuestros torpes intentos, aun faltaban muchos años para que pudiera hacerme con ellas artesanalmente, es decir, como los osos, con las manos.

Aquel verano por más que lo intentaba no conseguí ninguna, prácticamente era lo único que podía comer mi abuelo, la lucha contra su enfermedad la perdió por aquel entonces, fue la primera vez que vi llorar a mi madre y no entendí muy bien lo que pasó aquella noche, pero desde entonces creo que Alameda añora una vieja boina castellana paseando por sus ruas.

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