domingo, 21 de junio de 2015

En la trinchera

Abánades, 30 de marzo de 1938

Querida madre, esperó que al recibo de esta se encuentre bien, yo quedó bien gracias a Dios. Aunque ahora no sé si en esta nueva España, uno se puede encomendar a Él. El otro día el camarada Fernández, que es nuestro comisario político, nos dijo que España había dejado de  ser católica y que el tiempo de las luces y la ilustración había llegado. Aunque la mayor parte de la tropa siga siendo analfabeta.
Esperó que por nuestro pueblo las cosas vayan bien, esta primavera no está lloviendo mucho y temo que el trigo y la cebada no encañen bien. Espero que pueda desenvolverse bien con las labores del campo, no dude usted en hacer trabajar a Martín, aunque sea un zagal, en esta época en que nos toca vivir todos tenemos que arrimar el hombro aunque se tenga sólo doce años. Fíjese, yo daría lo que fuera por estar en su lugar en vez de estar pegando tiros por estos montes de Dios.
Y no es que me pueda quejar mucho, madre, el rancho es relativamente abundante para lo que es corriente en una guerra, la intendencia funciona y no estoy adelgazando como temía. Lo peor es la poca ropa que nos distribuyen, por eso agradecí mucho que me hiciera llegar una muda con el Emiliano. Por aquí anda, ahora somos inseparables, pues es bueno tener alguien al lado del mismo pueblo, así podemos hablar de las cosas del campo y de lo que haremos cuando termine esta guerra.
Mientras tanto en el frente seguimos con nuestra rutina, toque de diana a las siete, a las ocho nos traen un pocillo de achicoria con leche y comenzamos con nuestras obligaciones. Como afortunadamente  en el pueblo pude acudir a la escuela con aprovechamiento, aquí me dedico a enseñar a los compañeros que no tuvieron esa suerte.
Por la tarde después del rancho suele venir gente de Madrid para charlar con nosotros y animarnos, por aquí cerca al parecer estuvo Miguel Hernández leyendo sus poemas en las trincheras a los combatientes.
Por la noche cuando tengo guardia me dedico a contar las estrellas, pienso en la paz y en volver a llevar mis obligaciones en el campo, ampliar la cuadra y criar más gallinas, los domingos jugar al frontón o a los bolos y echarme novia y llevarla al baile en las fiestas de los pueblos.
Madre, con estas letras la mando una foto que nos hicimos el Emiliano y yo, espero que la guste y así vea que de verdad me encuentro bien. Reciba un beso muy fuerte para usted y Martín.
Jesús
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Señora Águeda, ahora soy yo, el Emiliano el que la escribe a usted. A los dos días de escrita esta carta, comenzó la ofensiva de los facciosos, A Jesús no le dio tiempo de poner la carta en la estafeta cuando comenzó todo.

domingo, 14 de junio de 2015

Eros-Tánatos





Aquel era el momento más trágico de mi vida, cualquier contacto con la muerte es realmente trágico, pero el que yo estaba viviendo en aquél momento no tenía parangón.

Sujetaba con las dos manos aquel derrelicto, totalmente horrorizado, ni siquiera la sangre que me chorreaba desde las manos hasta los codos me estremecía ya. Miraba a los ojos de aquel despojo y un triste pasar de recuerdos me nublaba la mente.

Nunca podría volver a besar aquellos labios golosos. Había perdido la costumbre de besar con lengua, con mi mujer llevaba muchos años con simples piquitos, ni siquiera cuando hacíamos el amor nos besábamos, nunca me atreví a preguntarla el porqué de esa carencia de afectividad, un torpedo más bajo la línea de flotación de nuestro matrimonio.

Por eso cuando la encontré y me besó volví a sentir de nuevo todo lo que quedó en la juventud, la adrenalina volvía a fluir por mis arterias y sentir su lengua dentro de mi boca me enervaba como un potro. Aquella primera vez abrazados, ella notó mi erección y comenzó a reír como una loca y más aún al ver mi azoramiento. Avergonzado mi rubor me hacía arder la cara, afortunadamente ella hizo lo inesperado, se volvió a abrazar a mí y me acarició el bulto que pugnaba por estallar mi pantalón mientras me volvía a introducir la lengua.

Aquella tarde en su casa mientras hacíamos el amor, mi cabeza daba vueltas pensando en la excusa que daría en casa por mi tardanza. Ella no sé cómo adivinó mis pensamientos y me cogió del cabello mientras me susurraba: -No te preocupes chiquitín, solo piensa en nosotros.

Aquella fue una de las decenas de tardes de pasión descontrolada, a las que seguían unas mañanas de tonteo en el trabajo. Como si dos adolescentes se tratara, jugábamos a encontrarnos por los pasillos y a rozarnos con una complicidad que no entendían nuestros compañeros. Cuando conseguíamos un beso furtivo, terminábamos por estallar en una sonora carcajada que intentábamos acallar tapándonos la boca mutuamente.

Las lágrimas fluyen descontroladas por mi rostro al recordarlo, no tengo más que su cabeza para mecer. Hasta el momento no me había preguntado por el resto de su cuerpo. ¿Estaría tapada por la sangre la mancha de nacimiento que tenía entre la clavícula y el pecho?
Es curioso que me hiciera aquella pregunta, siempre me había gustado contemplarla. A veces lo conseguía cuando ella iba muy escotada y yo la contemplaba de pié mientras ella contestaba llamadas telefónicas. Luego cuando retozábamos en la cama ya desnudos, me obsesionaba en cubrir de besos aquella marca. Después cuando terminábamos los juegos amorosos contemplaba fijamente aquella sombra jugando a buscar un significado a esa silueta, a veces me parecía la provincia de Cáceres, otras la nube en que se desplazaba Goku; una vez que ella se dejó en la mesilla un bolígrafo, la dibujé patas, cola y ojos para convertirla en una oveja similar a las que pintaba Saint Exupery.

El fondo de sus ojos color miel me avisó de lo que iba a pasar a continuación y de repente lo comprendí todo. Después de matarla a ella iría a por mi familia, mi mujer y mis hijos estaban en peligro, estaban marcados como las siguientes victimas.

Dejé con sumo cuidado la cabeza en el suelo, con dolor la cerré los ojos, el rigor que la atenazaba hizo que tuviera que intentarlo varias veces para lograrlo, enjugué mis últimas lágrimas y salí de la habitación cerrando la puerta tras de mí. Ya en las escaleras las bajé aparentando una tranquilidad que no tenía, pero todavía no quería alarmar a los vecinos. En la calle comencé poco a poco a correr, sabía que por mi enfermedad no debía de hacerlo y que además  no iba a aguantar mucho tiempo a la carrera, pero cogí un buen ritmo acompasando mi respiración como cuando me hacían una ergometría. Era Dustin Hoffman en Marathon man pero sin dolor en la muela, los malos no me perseguían a mí, al contrario, yo era el perseguidor.
Después de varias manzanas corriendo vi la luz verde salvadora de un taxi, me abalancé sobre él y le di al conductor la dirección de mi casa. El camino lo cubrí comiéndome todas las uñas de las manos, afortunadamente lo intempestivo de la hora hizo que llegase en un periquete.

Las moreras de la calle hurtaban la luz de las farolas, el instinto me dijo que aun no había llegado, por lo que me dispuse a aguardarle pegado al tronco de la morera frente al portal de mi casa. Al cabo de un breve tiempo de espera apareció él, como siempre con su cara de soberbia. De un salto me planté sobre él y le agarré del cuello, también me agarró por lo que comenzamos una danza que si no fuera porque acabaría trágicamente, movería a risa.

Sentí un pié entre mis piernas y un alevoso empujón hizo que cayera al suelo, pero al tenerlo por mi parte atenazado, cayó conmigo pero encima de mí. Con su posición preeminente zafó mis manos de su cuello y puso a su vez las suyas en el mío.

Notaba como la vida se iba escapando de mi cuerpo, abría al máximo la boca intentando captar la mínima partícula posible de aire, pero era imposible, nada era capaz de llegar a mis pulmones. Sentía mis bronquios arder y un velo rojo comenzaba a cubrir mis ojos.

Un grito de triunfo salió de sus labios, pero fue su perdición, sentí liberar mis brazos del peso de su cuerpo por un instante y los subí a su cabeza, al hacerlo acaricié su cara notando su barba de varios días sobre mis manos, pero no las dejé allí, mi objetivo lo dictó el instinto de supervivencia. Mis pulgares llegaron a su objetivo y comencé a apretar con el resto de mis fuerzas.

Su sonrisa se convirtió en un rictus y un alarido la terminó de borrar, seguí apretando sin darme cuenta que ya podía respirar pues había aflojado su presa. Y no lo hice ni cuando comencé a sentir que un líquido caliente corría de nuevo por mis manos, noté como mis dedos rompían la membrana y  dos trozos redondos de carne se escurrieron de su cara hacia la mía.

Lo solté y se encogió en posición fetal buscando protección, yo fui incapaz de moverme, allí me quedé en el suelo jadeando hasta el fin del mundo.


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