domingo, 29 de diciembre de 2013

Matilde

Le han faltado quince días para cumplir ciento y un años, ha dejado de luchar a pesar de que apostábamos que los cumpliría, adiós abuela Matilde.
Es curioso, a pesar de que murió cuando tenía solo once años, tengo un cariño casi mítico hacia mi abuelo y me dolió mucho más su muerte. Quizás porque el cumplir años te endurece el corazón, o más bien porque mi abuela era otra cosa.
En Alameda la llamaron “la loba” y bien que lo demostró sacudiéndole dos guantazos en medio del bar al pobrecillo que tuvo la ocurrencia, hace poco el alcalde tuvo a bien soltar el botellín del que parece que alguien le puso “loctite” para llevarla una placa nombrándola hija adoptiva de Alameda del Valle.
Pues ella no nació serrana, era del foro, inclusera para más señas, yo siempre decía en broma que era la hija de alguna vizcondesa avergonzada por un desliz, por lo que era posible que corriera sangre azul por mis venas.
A mí me deja como herencia el morderme las uñas, somos los únicos de la familia que tenemos este arrebato gourmet, o más bien aprendizaje caníbal. Además fue mi madrina de bautizo si es que eso sirve para algo, perdóname abuela, pero cada vez que veo las fotos me parto de risa al verte con ese abrigo de colas de zorro, más falso que una promesa de Rajoy.
Yo sabía de sus penurias tras la guerra y en los afamados “años del hambre” Ahora más, puesto que me dedico a transcribir las memorias de mi tía Luci, su hija mayor, quizás por eso su lucha de estos años con tantos achaques de la edad a los que ella siempre toreó.
Era famosa en el valle por su trabajo de cocinera en el Hostal del Marqués y por los “bartolillos” unas afamadas rosquillas, que debía de ser el único del orbe a quien no me gustaban, juro que tenían excesiva ralladura de limón.
En fin, ahora me toca pedirla perdón por haberla odiado desde mi más tierna niñez pues cuando íbamos juntos y veía a un conocido, ella tan ufana de mí, me presentaba como su nieto y para demostrar lo inteligente que era me hacía recitar el Jesusito de mi vida.

Descansa en paz Matilde, pero como nunca te perdoné tu segunda boda, hazme un favor, en el cielo no busques a mi abuelo.


martes, 17 de diciembre de 2013

Vida de Luci

Entre mis recuerdos está esta anécdota tan cierta como dolorosa. Ya narré que mi padre madrugaba para irse a trabajar, como las tres hermanas dormíamos juntas, aprovechábamos su ausencia para correr a meternos en la cama con mi madre, y esto lo teníamos como costumbre. Cierto día como mi hermana Julia era tan enclenque, al correr se cayó y me acusó llorando de la autoría del empujón. ¡Horror! Como siempre, me tocó pagar a mí el pato, mi madre para castigarme, me envió de vuelta sola a nuestra cama.
Por entonces tendría ya unos siete años y me rebelé ante esta injusticia, siempre culpabilizada por mi hermana Julia. Ante esto, no se me ocurrió otra cosa que decir a mi madre:
-       Por no dejarme ir contigo a la cama, no te voy a dar el duro que te he quitado.
Todavía hoy me arrepiento de esa mentira, pues me hizo levantar e ir a buscar el duro, presuntamente sisado. Por lo que me vi en la calle con la amenaza de no poder regresar a casa hasta que no trajera el susodicho duro.
En la puerta estuve elucubrando, de dónde iba a sacar tamaño capital, al final encontré la manera de resolver mis problemas, me acerqué a la casa del señor Marianillo, el tendero, diciéndole que me mandaba mi madre para que me prestara un duro y que al regreso de mi padre de su jornada, se lo devolvería. Tuve suerte pues el buen señor, como solía, nos daba otras veces dinero fiado.
Aliviada y con el duro en el bolsillo, regresé a casa, encontrándome a todos ya despiertos y junto a la lumbre, al verme mi madre me interrogó:
-       ¿Cuándo me cogiste el duro?
-       Pues, el otro día.
Con eso mi madre me dio un bofetón con la mano vuelta, con la consecuencia de perder allí mismo un diente y sangrar como un gorrino. Desde entonces jamás he vuelto a mentir a nadie.



La penúltima de mis aventuras es hacer de  “negro” escribiendo las memorias de mi tía Luci. ¿Cómo llegué a esto? Fue una conjunción de inquietudes. La mía por conocer la vida de mi abuelo y las vicisitudes que le llevaron de su Torrelaguna natal, hasta un pueblecillo atrasado varios siglos y desolado por la guerra llamado Alameda del Valle.
La otra inquietud fue la de mi tía por ver plasmada su vida en papel, mi “fama” de aprendiz de escritor llegó a sus oídos y el resto es un trabajo emocionante, en un cuaderno de tapas de hule, mi tía ha grabado de negro (coincidimos en el gusto del color del bolígrafo) ochenta años de amor, dolor, sentimientos y hasta donde he leído, hambre un hambre que desgarra. Una España que comía cáscaras de patatas asadas en la lumbre, madera robada asimismo pues ni eso tenía y una España que bebe de sus raíces, pícara, que no olvida a Guzmán de Alfarache o al Lazarillo de Tormes.
Este es una de las decenas de anécdotas de mi tía, triste y alegre a la vez, mi homenaje será ver un día el libro impreso como ella desea.


lunes, 9 de diciembre de 2013

Verde


-    La conocí en el metro, en la línea 4, yo acababa de salir de la consulta del psicólogo e iba de camino a la biblioteca. Iba molesto, me había pasado cinco días de la fecha tope de devolución del libro, era la primera vez que esto me sucedía, no sabía qué consecuencias me acarrearían, imaginaba que durante varios días no podría retirar ningún otro libro y esto me disgustaba sobremanera. Desde la noche de los tiempos, no recordaba ver la estantería de mis libros de cabecera sin algún libro con la vitola en el lomo, marcando con su especial código, la pertenencia al Ministerio de Cultura o al Departamento de cultura de la Comunidad Autónoma.
Seguro que fue ella quien inició la conversación, la timidez congénita que padezco me impide intercambiar cualquier frase que no fuera un educado “buenos días” con cualquier ser desconocido no importando la pertenecía a sexo cualquiera.
-       Si la homeopatía es una ciencia, la bruja Lola es doctora en aquelarres.
-       ¿Perdona?
-       Disculpa si te molesto con mi rollo, pero es que no aguanto a cierto tipo de personas que se creen doctores y solo son unos matasanos.
-       Bueno, en mi caso te diré que de Física ando pez, pero casualmente conozco el número de Avogrado y en esto te puedo dar honradamente la razón.
-       Ja ja, menos mal, me has evitado el tener que ponerte un ojo a la funerala.
Tenía una risa cantarina que escuché perfectamente a pesar de los mil ruidos inherentes a la circulación del suburbano, pitidos, conversaciones de mayor o menor intensidad, la insufrible voz grabada de la locutora que anuncia: “Próxima estación, Bilbao, correspondencia con línea 1”
Al oír su risa, por desgracia inhabitual en cualquier lugar que no sea en un botellón de porretas a las doce de la noche. Mucha de la gente que nos acompañaba en el vagón volvió sus rostros para mirarla, lo que la hizo sonreír y hacer brillar sus ojos.
Todo esto consiguió transfigurar su cara, recordándome los cuadros de los maestros renacentistas, en los que un Cupido alado intenta velar con etéreas gasas las desnudeces de diosas casquivanas con una mirada traviesa.
-       La gente no está acostumbrada a ver reír a los demás, es una desgracia de la raza humana, todo tiene que ser gris, o peor aún, negro. Nadie concibe siquiera la existencia de colores ¿Tú qué opinas?
-       Pues que me estás dejando alucinado, hacía eones que no tenía una conversación tan interesante con alguien, y permíteme decirte que afortunadamente me apeo en Arguelles que es el final de línea, para poder seguir disfrutando de nuestra charla.
-       Vaya, lamento comunicarte que me apeo en San Bernardo, no es porque quiera, sino por pura necesidad, pues allí mismo está ubicada la oficina en la que trabajo, más bien una de ellas, pues pertenezco al pulcro gremio de las señoras de la limpieza, vamos, las reinas del mocho, ja ja.
La insidiosa voz de la locutora se dejó oír en aquel momento: “Próxima estación San Bernardo, correspondencia con línea 2”
-       Pues antes de que desaparezcas de mi vida, solo decirte que muchas gracias por tu amena charla, hay días que empiezan grises, casi negros, pero gracias a ti hoy terminará de color.
-       ¿De qué color?
-       Verde, verde esperanza.


viernes, 15 de noviembre de 2013

La dama sin rostro


La muerte de mi padre lo cambió todo, recién acababa de doctorarme en leyes en la vieja universidad de Alcalá, las puertas que debieran de habérseme abierto, ante la ausencia de mi progenitor, todos esos clientes que tan devotamente me saludaban antaño, ahora estaban demasiado ocupados para recibirme siquiera.

Todas las oficinas en las que solicité un puesto de trabajo se hallaban atestadas, pues muchos cesantes aguardaban el cambio en el gobierno que les repusieran en su destinos ministeriales, trabajando por un mínimo estipendio dentro de notarías y corredurías de comercio, ejerciendo como pasantes.

Los parcos ahorros que conservaba se iban agotando y con ellos la esperanza de poder seguir viviendo con dignidad. Afortunadamente a pesar de los nubarrones que me acechaban, una misiva vino a aliviarme sobremanera.

Un familiar lejano de mi estirpe aragonesa, que en tiempos lejanos, en vez de emigrar a la capital como mis más cercanos antepasados, lo hizo a la ciudad condal donde había medrado comerciando en hilaturas. Éste al enterarse del óbito de mi padre se ofreció a acogerme en su casa y darme así mismo trabajo en su negocio, girándome además los dineros necesarios para el viaje.

Reuní mis escasos bagajes y me dispuse a comenzar una nueva vida y a padecer las ciento diez leguas que me separaban de Barcelona, en el interior de la galera que realizaba el traqueteante recorrido.

Sin más novedad que el lacerante dolor que discurría por todos y cada uno de mis huesos y el asqueante recuerdo de las fondas donde la obligada colación de alimentos de sospechosa procedencia y peor condimentación e higiene; conseguí llegar a mi destino, donde me detuve a aspirar el húmedo olor proveniente del cercano marque se vislumbraba, así como extasiarme ante la contemplación inédita de la enormidad de su superficie.

La bonhomía de la raza aragonesa me hizo considerarme rápidamente como en mi hogar y el trabajo asignado en absoluto afanoso, hizo que empezara a sentirme realmente feliz.

Todas las tardes libres las ocupaba en descubrir una ciudad que cada día era menos extraña para mí, enseguida quedé hechizado por sus amplias calles y sus recoletas plazas, así como por la luminosidad de los paseos junto al mar.

Un domingo cumpliendo con el precepto, acudí a oír misa a la catedral, situándome como era mi costumbre al final de la nave. Ya comenzada la liturgia, un leve movimiento en la puerta de entrada me hizo dirigir allí la mirada. Ante toda la concurrencia, una dama enfundada en un traje negro con un velo del mismo color cubriéndole el rostro, avanzó por el pasillo central hasta la zona destinada a las mujeres, donde siguió el rito sin moverse de allí, siquiera para comulgar, lo que me llenó de extrañeza. Mi mirada no hacía más que dirigirse hacia su figura intentando distinguir alguna parte de su rostro que pudiera escapar del tamiz de su velo, que en ningún caso apartó de ella. Lo único que me fue dado contemplar fueron sus manos blancas y finas como si el mejor orfebre las hubiera tallado en marfil.

Cuando por fin el oficiante exclamó “ite, misa est” no me encaminé de inmediato a la salida, sino me quedé esperando que pasara de nuevo por mi vera, causándome gran desazón el ver que no me era dado contemplar siquiera algún detalle de su tez. No me arredré por ello y caminé detrás de ella observando con desesperación cómo se introducía en un carruaje que a tal efecto la esperaba para su traslado. En aquel mismo lugar me quedé observando cómo partía hasta que transcurrido un trecho giró por una calle transversal, perdiéndose de mi vista.

Para mi desdicha pasé toda la semana con la razón extraviada y mis pensamientos puestos en aquella dama, lo que hizo que fuera reconvenido por mis errores en la administración de los asuntos de la oficina. Los días pasaban con una plomiza apatía y desesperante lentitud, pero como todo llega, el domingo hizo por fin su aparición.

Esta vez no me introduje en el templo, enrocado junto a la pila de agua bendita aguardé su llegada, que como el domingo pasado ocurrió al unísono con el principio del rito, ella alzó su alba mano para tomar el agua pero se encontró con que yo me había adelantado introduciendo la mía en su interior, la saqué chorreante ofreciéndosela, ella tras un breve momento de vacilación juntó sus dedos índice y corazón  apenas rozó mi mano humedeciéndolos. Volví a desesperarme cuando ella para persignarse no se desveló sino que lo hizo sobre él. Ésta fue incluso mayor cuando para aumentar mi dolor ni un solo sonido salió de sus labios para agradecer mi galante gesto.

Después de esto se introdujo en la catedral tomando asiento en el mismo banco que el domingo anterior, esta vez sin embargo me quedé en el exterior esperando su partida. Cuando esta se produjo, se encaminó hacia el mismo carruaje que la aguardaba, partiendo a continuación.

De nuevo padecí una semana intentando elucubrar el misterio de la enlutada dama pasando noches en vela. En vano pregunté a mis familiares y a mis compañeros de trabajo, pues nadie pudo darme razón de ella, ni al parecer nadie se había apercibido de su existencia.

Decidido a dar un paso más en la resolución del misterio que me atormentaba, solicité a mi tío un adelanto sobre mis emolumentos que utilicé en alquilar un caballo que me pudiera ayudar a seguir al carruaje en su salida de la catedral.

El siguiente domingo insistí en mi ofrecimiento de agua bendita con el mismo resultado, pero esta vez a su salida monté presto en mi cabalgadura y perseguí el carruaje a través de las estrechas calles de la parte antigua de la ciudad, saliendo al cabo de ella dirigiéndose hacia el pueblo de Horta donde se introdujo en una masía rodeada por una recia valla de piedra.

Me apeé y me acerqué presto hacia la verja de entrada que un criado estaba cerrando, al llegar junto a él le interpelé:

-       Buenos días.

-       Buenos los tenga usted.

-       Perdone mi intrusión, ¿Podría decirme quienes son los moradores de la masía?

-       ¿Y quién es el que así lo inquiere y con qué motivo?

No estaba preparado para inventar una excusa creíble que hiciera que el cancerbero de la mansión me franqueara la entrada, algo balbuceante intentando sin embargo aparentar confianza en mí mismo improvisé una respuesta.

-       Mi nombre es Jose Antonio, soy de la familia Gracia, propietaria de los afamados telares sitos en Martorell y el motivo de mi visita es que la dama que acaba de traspasar esta cancela, se ha dejado olvidada en el banco de la catedral una preciada y valiosa joya.

La mentira por fortuna tuvo un exitoso efecto y me fue franqueada la entrada,  el criado me acompañó hasta la entrada de la masía y me hizo pasar hasta el interior de una salita donde me indicó que aguardara hasta que avisara a su ama.

Transcurrido un breve tiempo, un frufrú delator, me anunció que la dama se aproximaba, dirigí la mirada hacia la puerta de la sala donde efectivamente ella se introdujo acercándose a mí y por fin dirigiéndome la palabra.

-       Y bien, decidme ¿Qué joya es esa que al parecer he perdido?

-       Disculpad mi osadía, todo ha sido una artimaña por mi parte para poder conoceros, el haberos visto en la catedral, velada como vais ha despertado mi inquietud por conoceros, si mi atrevimiento os ha podido contrariar os pido por ello mil perdones pero a fuer de… Daría mi vida por conocer vuestra gracia y poder contemplar vuestro rostro que con toda seguridad debe ser digno de admiración. Os ruego pues, libradme de esta tortura.

-       Caballero, medid vuestras palabras, estáis invocando poderes que desconocéis, vuestra apuesta es asaz arriesgada.

-       Me atengo letra a letra y palabra por palabra a lo dicho anteriormente, así me lleve el diablo si falto a mi palabra.

Nunca hubiera pronunciado esas palabras que fueron mi perdición, la dama se me aproximó y a partir de entonces la maldición cayó sobre mí.

¿Qué es un espectro vagando sobre la tierra? Un espíritu insatisfecho que no ha paz en la en la eternidad, sopla velas, apaga candiles y pasados los años es capaz de hacer chisporrotear las bombillas en su desesperación por hacerse notar, sin causa aparente hace estremecer a doncellas y jóvenes causándoles hormigueos por la piel, susurra por las esquinas de callejones cuando en apariencia no hay ni una ligera brisa. Ese es mi destino por los eones venideros, troqué mi vida y mi alma por conocer su nombre y contemplar su rostro. Antes de perderlo todo quedé cegado y solo conseguí escuchar:

-       Elisenda.




 

domingo, 10 de noviembre de 2013

El piano

Mientras tocaba al piano una triste melodía no dejaba de pensar en los tristes tiempos pasados, aquellos tiempos en los que mi juventud y mis errores dictaban el devenir del tiempo, para todos yo era solamente un joven inconsciente e inmaduro, bueno solamente para requebrar doncellas y correr detrás de cualquier sueño imposible, todos sabían que malgastaba mi juventud, todos menos yo. Cualquier canto de sirena me hacía coger una liviana maleta y tomar el primer tren hacia cualquier Shangri la que me ofrecieran, pero a la postre, donde realmente llegaba era a Xanadu en manos de cualquier Khan.
¿Decepción? ¡Ca! De eso no se hizo, otros sueños, más o menos forzados reconfortaron mi alma, siempre había una montaña que subir o una sima donde bajar.
Ella, su cara, no la olvidaré nunca, o quizás nunca la recordé, a veces se me figura su semblante en los vapores alcohólicos de mi inconsciencia, siempre la perseguí con un amor galante o una persecución atroz y dolorosa, daba lo mismo el lugar, un salón versallesco o el lupanar más abyecto.

Mis dedos seguían acariciando las teclas del piano, única enseñanza de mis maestros que aprendí con rigor, quizás lo único real que quedó de tantos años.


viernes, 4 de octubre de 2013

La convalecencia III


 Esta vez mi paseo se encaminó hacia la vereda del río pequeño, el que llaman de la Sauca, un río cantarino flanqueado por altos y enhiestos chopos, asaz añosos. Para cambiar de ribera cada poco trecho, unos funcionales puentes de hormigón habilitaban el paso, pero todavía no era mi caso pues no desvié mi camino.

Al final de la ancha calle donde el camino se desvía para ir a las eras, me dejé llevar por mi oído ante un trepidante martilleo, un recio edificio de piedra dejaba escapar el sonido metálico amén de una atosigante humareda que escapaba no solo por la chimenea, sino también por la puerta y las ventanas.

Junto a la fragua, pues tal era el edificio, un potro de berroqueña, aprisionaba a una vaca avileña de las que se usan como yunta para las labores del campo. Recias correas de cuero curtido seguramente en mil batallas, la sujetaban mientras tenía alzada la mano derecha, preparada ya para calzar una herradura.

Dentro de la fragua, el herrero, reconocible por su mandil de cuero, martilleaba sobre una bigornia una herradura como no había visto ninguna. En vez de la archifamosa herradura de caballo en forma de “U”, ésta se componía de dos mitades en forma de pulmón con una lengüeta que se introducía en la hendedura entre los dedos de la bestia y por el borde externo se fijaba como las otras, con clavos de cabeza cuadrada.

Al rato, levantó la mirada y apreció mi figura recortándose sobre el umbral y con voz recia me preguntó:

-         ¿Y tú de quién eres?

-         ¿Cómo dice usted? – Contesté embarullado como solía.

-         Si no eres de aquí ¿Cuál es tu gracia?

-         Pu Pues me llamo Jose Antonio, estoy alojado en casa de Fuencisla.

-         ¿La potranca?

-         No sé, a esas intimidades no hemos llegado.

Creo que le gustó mi respuesta pues una ronca sonrisa, casi un estertor escapó de su garganta, creo que tenía un espíritu bromista pues quiso seguir embromándome.

-         Entonces ¿No eres Luis?

A lo que su cliente, el dueño de la vaca a herrar, contestó:

-         ¡Qué va, no ves que es Félix el culón!

No sé de dónde salió un coro de carcajadas o si fue el eco al golpear las paredes de la fragua, el caso es que las risotadas de los dos personajes me hicieron enrojecer de vergüenza.

-         No te enfades, hombre. – Terció el herrero. – Para que no me guardes rencor te enseñaré el silbo de Julián.

-         ¿Y quién es el afamado Julián? – Pregunté algo envarado.

-         ¡Ca! Pues quien va a ser ¡un servidor! El archifamoso Julián el herrero, pregunta a quien quieras del valle por mí y te dirá: ¿el del silbo?

-         Pues nada señor Julián, deléiteme con un concierto. – Repliqué alborozado.

Entonces Julián el herrero torció el morro y de su boca surgió una mezcla de potente y musical silbido, con una pedorreta, pero era algo especial, algo nunca oído, sonoro  y canoro a la vez, Andrés Segovia no habría creado una ópera para él, pero Los Luthiers si se habrían fijado en su sonido.

-         ¿Cómo lo ves, madrileño?

-         Está muy bien, pero no espere que lo haga yo.

-         ¿Es que no te atreves?

-         No me gustaría ver mi cara mientras lo intento.- Repuse.

Y es que me fijé que había que retorcer la lengua de una manera que solo animales como los camaleones fueran capaces de realizar, para él después de una vida silbando, sería mucho más fácil de lograr sin regar los alrededores de saliva.

-         Bueno, voy a continuar con mi paseo.- Inicié la despedida.

-         Con Dios, hombre.

-         Hasta la vista.

Abandoné la fragua y al llegar a la cerca donde empezaba la dehesilla, giré a la derecha para volver a internarme en la población para volver a casa de Fuencisla. Al entrar la encontré trasteando con los cacharros de la cocina.

-         ¿Qué tal estamos hoy?

-         Muy bien Fuencisla ¿O debo llamarte “potranca”?

Una mueca de asombro mudó su rostro.

-         ¿Quién te ha dicho eso?

-         Un amigo tuyo, Julián el herrero.

De improviso dio media vuelta y la oí suspirar varias veces, mientras retorcía nerviosamente sus manos, al cabo se dio la vuelta y me habló.

-         Caramba Jose, creo que has llegado aquí para levantar de su tumba a todos los fantasmas y aparecidos del pueblo, seguro que tienes una misión aunque no sepamos cual es. Te diré que la potranca no soy yo sino mi madre y que Julián murió hace ya muchos años, luego si quieres pasamos por la fragua, o mejor dicho por el restaurante argentino que hay dentro de ella desde hace por lo menos diez años si no más, Julián andaba detrás de mi madre pero no llegaron a casarse, pues ella se fijó en mi padre, Julián quedó solo y en serio era conocido por los alrededores por el silbo que inventó, era un personaje realmente entrañable.

-         ¡Caramba! Si vi a una vaca herrar y todo.

-         Pues ni el potro queda ya, algo más arriba en la calle del río han colocado un potro, o algo que se le parece, pues nunca en ese lugar hubo fragua alguna.

-         Pero no te preocupes, no creo que sea malo que te encuentres con esta gente del pasado.

Creo que lo dijo al ver mi cara apesadumbrada, empecé a pensar en volverme a Madrid o en comprar un detector de fantasmas, afortunadamente ningún daño me hacían, pero creo que cada vez que salga de la casa de Fuencisla ¿Cómo distinguir una persona real de un fantasma?

El resto de la tarde lo pasé frente a la lumbre leyendo un viejo libro de páginas amarillentas y tapas ajadas.

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miércoles, 25 de septiembre de 2013

La Convalecencia II


Me desperté pues como hacía muchos meses que no lo hacía, había dormido en una cama con colchón de lana que se adaptaba a mi cuerpo y me daba un calor suave, lo que hacía que me costase despegarme de las sábanas, muy distinto al del hospital con su acompañamiento de ruidos y visitas intempestivas de las enfermeras.

 Llevaba un buen tiempo despierto, levemente amodorrado mirando al irregular techo lleno de desconchones y nervaduras fruto de cientos de encaladas, forzando mi imaginación, buscaba en él rostros, figuras de animales, algo así como si estuviera en la réplica de la cueva de Altamira junto al museo arqueológico.

El ruido chirriante de los pasos de mi patrona sobre el suelo de madera, me hizo despabilarme del todo, ante mí apareció apremiante.

-        Venga pues a desayunar, que ya pasaron las burras de leche.

Como nunca había oído esa expresión, no pude por menos que sonreír, en cuanto volvió a salir de la alcoba, me vestí y bajé alegremente al comedor. Allí me esperaba una mesa repleta de viandas, además de un enorme tazón de leche humeante.

-        ¿Esperamos visita? – Pregunté con sorna.

-        ¡Ay mi niño! Qué gracioso que eres.

-        Si me tengo que comer todo eso mejor salgo huyendo hacia Madrid.

-        No seas tonto y cómete solo lo que te apetezca.

-        Entonces ya he terminado.

-        ¡Ay! Jaja no me des ese disgusto, que te lo he preparado con mucho cariño.

La verdad es que afecto no la faltaba, me desayuné y cumplí con el suplicio pactado de que me tomase la temperatura corporal y supervisara mi ingesta de medicamentos, terminado el rito matinal, acepté su sugerencia de pasear y que me diera el fresco aire de la mañana.

Paseé por las rúas del pueblo observando los restos de la arquitectura rural que iban quedando arrinconados por las nuevas edificaciones veraneantes fuera de lugar y de la armonía que daban las viejas casas y pajares de piedra y sus grandes tejas rojas festoneadas de líquenes multicolores.

A pesar de la comodidad que suponía que todas las calles estuvieran empavesadas, esto las quitaba el sabor añejo que tuvieron antaño, algunas casas incluso conservaban los poyos de piedra a los lados de la puerta, pero ya no se veían sentados en ellos viejecillos encorvados, de oscuras vestimentas y hablar cansino.

En una de mis revueltas torcí por una calle igual que todas las calles del pueblo, o eso creía, de momento carecía del feo, gris e impersonal hormigón que solaba el resto, en esta calle al parecer la modernidad había pasado de largo, pues el suelo era de tierra moteado por cantos rodados y en un lateral una cacera transportaba un agua cantarina para las parcelas cercanas. A mi izquierda, entre dos huertos se alzaba una casa de dos alturas con aires de edificación norteña pues tenía una alto tejado a dos aguas y con ventanas más grandes de lo que suele haber por esta tierra, el jardín surgía enmarañado y muy descuidado, como olvidado. En el lateral una cuadra usada antaño como cochiquera, pero con las vigas carcomidas y las tejas semihundidas.

Dentro del patio una niña dibujaba en un cuaderno, ella tenía un cierto aire irreal, lucía un largo cabello cogido por dos grandes coletas con grandes lazos blancos cada una, un babi de color azul claro cubría su vestido como si de una párvula se tratara. Estuve un tiempo detrás de la valla de piedra que separaba el patio de la calle, intentando vislumbrar qué era lo que dibujaba, al no conseguirlo la hice notar mi presencia.

-        ¡Hola! Buenos días

Ella giró su cabeza y sonriente me respondió devolviéndome los mismos deseos, al hacerlo y poder contemplar en todo su esplendor su cara, observé que era de bellas facciones pero un leve deje de tristeza parecía rondar a su alrededor.

-        Estoy aquí pintando ¿Quieres pasar a ver mi dibujo?

-        Vaya, creo que no debo, seguro que a tus padres no les gustaría ver junto a ti a un extraño dentro del jardín.

-        ¿Mis padres? No se… es raro, bueno, acércate a la valla y te lo enseño.

-        Bueno, pero primero dime ¿Cómo te llamas?

-        Águeda ¿Y tú?

-        Yo me llamo Jose Antonio, estoy alojado en casa de la señora Fuencisla.

-        ¿Fuencisla? No la conozco.

-        Si, justo al lado de la plaza.

Me extrañó que no conociera a mi patrona, pero no le di más importancia al asunto por lo que me acerqué a ella, sobre la valla dispuso el cuaderno para que yo lo pudiera contemplar y al abrir el cuaderno ante mí una ventana se mostraba al horror. Con trazos de lápiz negro, un rostro que parecía surgido del averno parecía taladrarme con su mirada, leves líneas entreveradas en rojo insinuaban gotas de sangre que escapaban de las fauces y parecían salpicar en todas direcciones. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, el vello se me erizó y un nudo se me formó en el estómago.

-        ¿Pero esto qué es? – Musité titubeando.

-        Es mi mamá ¿A qué es guapa?

Qué podría decir, no imaginaba las intenciones que pudiera tener, quizás se tratase de una cruel broma, pero Águeda parecía de muy corta edad para ello.

-        ¿Qué pasa, no te gusta?

La cara se le mutó en una mueca horripilante, sus ojos se volvieron rojos, inyectados en sangre, la tez se le nubló y unos profundos surcos vetearon su piel. No me quedé junto a ella más tiempo, me di media vuelta y a grandes pasos intenté alejarme del lugar, pero ello no me impidió escuchar su voz ahora súbitamente enronquecida.

-        ¿Dónde vas Jose Antonio? Espera un momento, enseguida llega mi mamá y la podrás conocer ¡Espera!

Nunca sabré cómo conseguí llegar a la casa de Fuencisla, solo sé que la di un susto de muerte al contemplar mi semblante, prácticamente me derrumbé apenas traspasado el umbral, ella me sujetó y consiguió arrastrarme hasta sentarme en una silla, un par de palmadas sobre mi rostro hizo que pudiera volver en mí y acto seguido me dio un vaso de agua para que reaccionara.

Más tarde, ya recuperado y ante el sempiterno tazón de leche caliente que me obligó a beber, la relaté todo lo que me había acaecido, asintiendo ella severamente cada poco tiempo y al terminar mi narración comenzó ella a hablar.

-        Has de saber que este es un pueblo con mucha historia y algunos hechos ocultos, es posible que afloren por canales que quedan fuera de nuestra comprensión, pero todas estas historias van quedando en nuestro acervo y pasan de padres a hijos y todos las conocemos, en el caso que me refieres, Águeda vivió hace muchos años, de hecho tus ojos te engañaron, su casa hace tiempo que está en ruinas, pues como te digo, Águeda vivía con su madre, una mala persona enloquecida que día a día succionaba la sangre de la pobre criatura haciendo un leve corte en una arteria, algo parecido como hacen algunas tribus de África con sus vacas, poco a poco la pobre niña se iba consumiendo a ojos vistas, nadie se dio cuenta hasta que exangüe falleció y al amortajarla, las vecinas se dieron cuenta de lo que pasaba.

-        ¿Qué ocurrió con la madre?

-        Huyó esa misma noche, nunca nadie la volvió a encontrar, la justicia la estuvo buscando, pero sin éxito.

-        ¿Y por qué se me ha aparecido?

-        Quién lo sabe, hay gente que tiene más facilidad que otra de contactar con estos espíritus que se resisten a dejarnos, seguro que este es tu caso. Vente conmigo y verás la casa como es en realidad.

Efectivamente, cuando llegamos a la casa de Águeda todo había cambiado, la calle estaba empedrada como todas las del pueblo y la casa estaba en un franco deterioro, incluso un fresno había sentado sus reales justo en la puerta casi impidiendo el posible acceso a su interior, la  valla sobre la que apoyó el cuaderno se encontraba abatida por la mitad  y entrelazada por enredaderas y zarzamora mostrando el total abandono de muchos años al que había estado sometida.

Me volví hacia Fuencisla y la pedí que nos fuéramos a su casa, ya había tenido bastante por el día de hoy y mi único afán era el de volverme a meter en el cálido colchón de lana de mi cama.

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