viernes, 6 de abril de 2012

El insidioso primo Valentín

¿Os habéis parado a pensar el por qué de nuestras malas relaciones con nuestros primos? De la familia asociada es con quien peor siempre nos llevamos, las malas relaciones con la suegra no dejan de ser un mito, con los cuñados nos llevamos fabulosamente, los suegros como en botica hay de todo, unos te ignoran como si no existieras, otros se empeñan en demostrar a su hija que ellos son mejores que tú y los más suelen ser unos colegas de cerveza y futbol; y los tíos son seres mitológicos, cuñados y por tanto amigos de nuestros padres.
Pero los primos son otra cosa, son seres insoportables, modelos de perfección para nuestros padres y ellos en vez de acallar esas maledicencias, se empeñan en una absurda competición para sacar mejores notas que tú y encima lo consiguen para mayor escarnio de tu parte; por lo que generalmente las visitas a casa de tus tíos se convierten en una dolorosa exposición por parte de tu tíos de las notas del repelente de tu primo, y convierten en consecuencia el regreso a casa en una senda de los elefantes donde mueves la cabeza de un lado para otro mientras tus padres cantan las excelencias de ese ser repugnante. Afortunadamente estos hechos solo ocurren en estas visitas, más o menos dilatadas en el tiempo ¿O no?
El verano en la sierra era un bálsamo para estas y otras heridas, arrastrando las notas, no tan buenas como las de ese ser, conseguía unos veranos de fabula, dos meses en el campo olvidándome de lo que era un pantalón largo y lejos de las ataduras de un reloj, medido el tiempo por el sol y mi estómago, era libre, libre del todo, para reencontrarme con mis amigos, sempiternos veraneantes como yo, con los que correr mil aventuras en el río, con las bicicletas, o jugando simplemente en las escuelas al rescate y al rabo de la zorra.
Todo era perfecto, idílico, ensoñador, hasta que un aciago día… efectivamente, mi madre cometió la insensatez de invitar a mi primo a pasar unos días con nosotros, yo se que no está bien decirlo, pero ese día odié a mi madre, maldecí los nueve meses pasados en su vientre y la leche consumida de sus senos, la mayor pesadilla que podía tener estaba a punto de hacerse realidad, no una tarde, sino quince días soportando a mi primo era algo para lo que no estaba preparado, si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies y hubiera descendido al averno, no hubiera puesto peor cara; yo no tenía la culpa de que mi primo no tuviera ningún pueblo donde ir, no tenía la culpa que sus abuelos maternos que compartíamos fueran madrileños, ni que los paternos fueran de la gran puñeta y no tuvieran raíces populares ni una casita en el campo, que se fastidiase y sudara como todos los urbanitas que se veían obligados a pasar el verano yendo al Parque Sindical para poder remojar el bajo vientre si se les apetecía, pero que me dejasen a mí disfrutar de la posesión de estas noches frescas, de las maravillosas aguas del río Lozoya y de mis paseos, escapadas y descubrimientos.
Nada que hacer, una triste mañana de Julio apareció mi primo Valentín en la parada del autocar, una maleta de cartón y una sonrisa estúpida de oreja a oreja, relamiéndose de gusto pensando en todas las marrullerías que me haría padecer.
Cualquier padecimiento que hubiera figurado que sufriría con su presencia quedó en nada con lo que  de verdad padecí, como era la novedad, me robó a mis amigos, siquiera la primera tarde conseguí que jugásemos al rabo de la zorra con él como era menester con los novatos que pasaban por nuestros dominios, al contrario, forjó una alianza con mis rivales de siempre en los juegos para hacerme perder y ser humillado en todas las competiciones.
Los días transcurrían lentamente y con ellos mi agonía no tenía fin, las mañanas en el río eran terribles sufriendo las ahogadillas que me propinaba, si jugábamos a la guerra, me cogía la vara que usaba como lanza dejándome las varas más dobladas, si me apetecía montar en bicicleta, a él se le antojaba también con lo que me quedaba yo de infantería a instancias de mi madre.
-       Déjasela, para dos días que viene…
Mi piedra favorita sobre la valla de mi abuela, esa con forma de silla de montar a caballo, donde galopé mil veces a lomos de “Furia”, también se la apropió, además cambió de cabalgadura, ahora él montaba a “Silver” el caballo del Llanero Solitario y se empeñaba en comunicarme que era mil veces más veloz que “Furia” pues tenía sangre india.
Todos estos agravios se iban acumulando, mi pecho se iba acongojando cada vez más ante su satisfacción, estaba a punto de estallar de indignación, pero aun me quedaba la última prueba que soportar, la gota que derramaría el vaso de mi paciencia.
Hace unos años, en una de mis exploraciones había encontrado una cueva, de  difícil acceso en la ladera de una colina y escondida tras unos matorrales espinosos, la roca caliza formó una oquedad a la que había que acceder arrastrándose, pero enseguida se ensanchaba formando una cavidad lo suficiente para estar de pié con toda comodidad, allí fui llevando mis tesoros sin contárselo absolutamente a nadie, ni a mis padres ni a mis amigos, la cueva era solamente mía, procuraba cuando la abandonaba borrar mi rastro, incluso me molesté en plantar más zarzas para cubrir la entrada con mayor profusión, el interior con el tiempo lo fui llenando de esas mil cosas que guardamos los niños, mis cow-boys favoritos, mi bolsa de canicas, mi caña y mis anzuelos además de una mesa y una silla que conseguí en el basurero dando una leve apariencia hogareña al lugar, pensaba incluso con el tiempo hacerme con un colchón para cuando fuera mayor, quedarme a dormir alguna noche.
Todo eso se truncó de golpe, debí de ser descuidado la última vez que estuve y no me di cuenta que era seguido, pues buscando la satisfacción que me daba la soledad y el estar alejado de mi primo, fui a buscar cobijo en mi cueva y ¡Horror! Allí estaba él, habiendo tomado posesión de ella, el mundo se me vino encima, mi más preciada posesión había caído en su poder, mi secreto tantas veces guardado ya no estaba a salvo y lo peor de todo sus chanzas y su amenaza de contárselo a todo el mundo, era más de lo que podía soportar, salí envarado de la cueva y subí por el terraplén, no se si fue el diablo el que me dio fuerzas, pero justo encima de la boca de la cueva había un peñasco en un cierto equilibrio inestable, solté una maldición y empujé con todas mis fuerzas más las del diablo que acababa de invocar y la roca se vino abajo con gran estrépito. Como la obra del diablo nunca queda a medias, la roca fue a pararse justo en la boca de la cueva impidiendo que nada más grande que un ratón pudiera entrar o salir.
Pasó un tiempo antes de que saliera de mi estupor, nunca hubiera imaginado que con las débiles fuerzas de un chaval de diez años hubiera logrado mover tal mole, corriendo bajé a ver las consecuencias de mi acción y por ese diminuto agujero apenas salía el murmullo de la voz de mi primo pidiendo auxilio, imaginaba que estaría dando voces desaforadamente, pero al exterior apenas llegaba un leve gañido apenas audible, tapado por el rumor de la brisa sobre los campos del alrededor.
¿Qué hacer? El corazón me pedía que escapara corriendo a dar la alarma a los mayores que hubiera cerca, pero el maldito diablejo que rondaba a mi alrededor no estaba satisfecho con su obra y me susurraba al oído que lo dejara pudrirse allí, no tenía nada que perder, en casa me esperaba una fuerte regañina y a saber qué castigo me impondrían, había perdido el patrimonio de la cueva que ya jamás sería mía, por lo que el odio me inflamaba el pecho y un rubor cubría mi cara impidiéndome que anidaran pensamientos humanitarios en mi interior; de ese modo también me libraría para siempre del insidioso de mi primo Valentín, de sus sobresalientes en las notas, de sus trajes impecables con pantalones sin rodilleras “pues no se tira al suelo como tú que eres un destrozón” con sus burlas cuando el Madrid ganaba a mi Atleti; y tantos y tantos agravios sufridos y por sufrir.
No me había dado cuenta, pero con mis cavilaciones me había alejado del lugar y había llegado a las primeras casas del pueblo, me encogí de hombros y me fui a casa a merendarme el bocadillo de nocilla que solía comer.
Han pasado muchos años desde entonces y nunca volví a pasar por el lugar, no por problemas de conciencia sino quizás por no encontrar al fantasma de mi primo, quien sabe, a lo peor está allí esperándome para seguirme dando la lata con sus insidias.



martes, 3 de abril de 2012

La imagen del asesino


De nuevo otro crimen sangriento, parece que últimamente todos los criminales más sanguinarios han salido de su abyecto cubil para llenar de sangre y dolor las calles de la urbe. Esta vez un pequeño industrial, empresario de una agencia de mensajería había sido asesinado en el interior de su local, éste a pesar de su enjuto y escurrido cuerpo, había creado un enorme charco de sangre a su alrededor, junto a él sus gafas habían sido pisoteadas con saña, haciendo mil añicos los lentes y una figura imposible de reproducir la montura de pasta.

-          ¿Y bien Guillen*? –Pregunté a mi subalterno.

-          Varón, cincuenta y cuatro años, presenta herida incisa en el vientre de catorce centímetros, con evisceración, afectando a varios órganos, mortal de necesidad, hora aproximada de la muerte las 22 horas de ayer.

-          ¿Testigos?

-          Nadie oyó nada ni vio nada, las persianas estaban echadas y el finado trabajaba regularmente hasta muy tarde por lo que nadie lo echó de menos, a veces se quedaba trabajando toda la noche, por lo que su viuda no lo echó de menos; lo descubrió el primero de sus empleados al venir a trabajar a las ocho de la mañana.

-          ¿Posibles enemigos?

-          Estamos hablando con los empleados, y francamente, les falta muy poco para empezar a descorchar champán

-          ¿Tanto lo apreciaban?

-          Imagínese, al parecer lo llamaban “Gárgamel” era un explotador según sus palabras, once horas de trabajo a toda pastilla por ochocientos eurillos.

-          Es lo que tiene la reforma laboral, enséñeme un mileurista si lo encuentra.

-          ¿La viuda?

-          Deshecha, se acaba de marchar al Corte Británico a comprarse unos trapillos para celebrarlo.

Dejé este diálogo que me empezaba a aburrir y eché un vistazo al local, detrás del mostrador lo de siempre, ordenadores y papeles descolocados sobre las mesas, en un rincón, sobres y paquetes esperaban su distribución y entrega.

-          ¿Los empleados dónde paran?

-          En el bar de al lado señor inspector.

Allí me dirigí, dentro haciendo un ruedo, se hallaban tres recepcionistas y cuatro mensajeros, dentro de su comprensible dolor por la pérdida sufrida, bailaban “Paquito chocolatero” con un énfasis realmente conmovedor. Uno de ellos, el más bebido a pesar de la hora cantaba desaforadamente:

Ya se murió el burro de la tía "Vinagre", ya se lo llevó Dios de esta vida miserable. Que tururururú, que tururururú

Intentaron enlazar una conga conmigo como cabecera, pero con un hábil juego de cintura conseguí zafarme de aquellos locos cercanos al coma etílico. A su lado, bastante más despejada pues estaba en estado de buena esperanza, se hallaba una  de las secretarias, me acerqué a ella confiado en conseguir respuestas.

-          Veo que están contentos.

-          Tienen sus motivos, el no tener que soportarle tiene mucho valor, aunque mañana con la resaca recapacitarán y verán el futuro algo más gris.

-          ¿Y eso?

-          La viuda venderá la empresa en cero coma, ella también padecía su mezquindad, en cuanto recoja los millones ¡Baden Baden!

-          ¿Quién se alegra especialmente de su muerte?

-          Pregunte más bien, quien no se alegra, seguro que encontrará a menos gente, todos le odiábamos, su viuda, los trabajadores, los clientes hasta la dueña del quiosco de prensa, y eso que no compraba el periódico.

-          ¡Qué barbaridad! No voy a tenerlo fácil para encontrar al culpable.

-          Seguro que no, y por nuestra cuenta no va a encontrar facilidades, todos bendecimos al autor.

-          Veo que tampoco lo apreciaba.

-          Yo me limitaba a hacer mi trabajo, pero he visto y oído muchas cosas, las suficientes para no tener compasión de él, pero no piense que uno de nosotros lo hayamos matado, si hubiéramos sido más valientes, nos habríamos marchado de la empresa, pero fuimos cobardes y nos quedamos, aquí, lo suficientemente cobardes para ser incapaces de pergeñar un crimen.

Nuestro diálogo fue interrumpido por la llegada de la viuda, lo colegí al verla entrar cargada de bolsas de el Corte Britano, le fui presentado por la amable secretaria.

-          Vaya, parece que el negro para el luto ya no está de moda.

-          ¡Qué gracioso es usted señor inspector! Son cuatro trapitos que he comprado para los consiguientes actos que llegan.

-          Me hago a la idea, no sé si acompañarla a usted en el sentimiento.

-          Como usted guste, pero que sea rápido que tengo hora en la peluquería.

-          Solo una pregunta ¿Quién puede odiar así a su marido?

-          Ya le habrán dicho estos (señalando a los empleados que ahora hacían una especie de ciempiés todos arrodillados en el suelo del bar) que habría seguramente cola para despachar a mi marido, si la gente hubiera tenido pelotas, pero claro, hay pocos hombres en el mundo, aunque yo me propongo buscar a uno de verdad ahora.

-          Encomiable proyecto, señora mía ¿No estará ocultando algún nombre por pura simpatía?

-          En honor a la verdad y a la justicia, la única persona capaz hubiera sido un ex empleado, un jefe de equipo que tuvimos muchos años, hace un tiempo a mi marido le dio por hacerle la vida imposible, el pobrecito aguantó hasta lo indecible durante casi dos años fue un sinvivir, hasta que le plantó cara a mi marido, le sacó los cuartos y se largó ¡Ole sus huevos!

-          ¿Recuerda su nombre y dirección?

-          Si, como no, dele recuerdos de mi parte cuando lo vea y dígale que no le guardo rencor, dios le bendiga.

Fue entonces cuando las cosas se empezaron a torcer, no sabía el por qué pero aquella filiación no me era del todo desconocida, había algo que me desconcertaba, que embarullaba mi cabeza y me decía que nada bueno iba a sacar de aquello, pero el sentido del deber que siempre me acompañaba, despejó aquellas dudas que me asaltaban, me monté en el coche patrulla y le indiqué al conductor la dirección de destino, sin que los densos nubarrones que me acompañaban me dejaran meditar tranquilo.

Según nos íbamos acercando al barrio de Vallecas donde vivía el sospechoso, una sensación de “deja vu” iba creciendo dentro de mí, esos árboles, los baches, las calles llenas de inmigrantes, todo ello me hacía pensar que me encontraba dentro de un sueño mil veces repetido, intentaba pensar en mi niñez pero no lograba recordar nada, era como si mi pasado se hubiera borrado de un plumazo, como si fuera pura fachada y detrás de mí no existiera sino un andamio que sustentara mi ser ¿Quién era yo al fin y al cabo? ¿Realmente contribuí a la captura del enano del botón rojo, a la detención de Carrillo, a impedir el golpe de estado del 23-F? ¿O me encuentro en un plano distinto de la realidad?

Todas estas preguntas se me agolpaban en mi mente cuando el auto se detuvo, me apeé y me encaminé al portal, no me hizo falta llamar al telefonillo de ningún vecino para que me abriera, pues en mi mano apareció un manojo de llaves, una de ellas encajaba perfectamente en la cerradura, subí por la escalera hasta el segundo piso y de nuevo con otra llave abrí la puerta, en la entrada me estaba esperando, le miré fijamente y no supe qué decir, holgaban las preguntas, las respuestas salían de repente como una ametralladora, mi mente casi era incapaz de comprender a la vez tantos descubrimientos, me di la vuelta y me alejé del espejo del recibidor que me había devuelto la imagen del asesino.








-          Enhorabuena inspector, todos los diarios no paran en mientes de su éxito al detener a la viuda derrochona, otro blasón en su carrera.

-          Muchas gracias Lola, la mejor de las Lolas del mundo entero.

-          Fue increíble su perspicacia al hallar el arma del crimen, después que a pesar de todos los registros no se le había encontrado encima.

-          No hay nada como saber dónde mirar en el momento apropiado.

-          No le veo muy alegre de todas formas ¿Le ocurre algo?

-          Lola ¿Nunca te has parado a pensar que pudiera ser que somos unos seres de papel, que no existimos y que somos parte de la imaginación de otros seres?

-          ¡Stop inspector! Tómese un güisqui como solía y deje esas cosas a Stephen Hawkins.






 * Me he permitido cambiar el nombre del subinspector Bernal por el de Guillén, ¿motivo?, muy sencillo, he descubierto  varios libros escritos por un tal David Serafín cuyo protagonista es el comisario Bernal y ambientados en el Madrid de la transición, os los recomiendo, son fabulosos y tienen una frescura que desde el Plinio de  García Pavón no había leído, si tenía un motivo para el apellido Bernal, también lo tengo para el apellido Guillén, pues procuro nunca dar puntadas sin hilo, aprovecho también para dar las gracias a Javir (y van…) por sacudirme la pereza en base de darme ideas para desarrollar escritos, ya sabéis, si no os ha gustado este relato de quién es la culpa.







domingo, 1 de abril de 2012

Último encuentro


Allí estaba, desde la esquina en que me hallaba parapetado lo vislumbraba a través de las persianas, la luz encendida me dejaba ver su silueta, el resto me lo imaginaba yo, calvo, enjuto con sus sempiternas gafas de pasta, seguro que como siempre tendría alguna herida en la cabeza, siempre se estaba golpeando con algo, armarios, el cierre metálico, cualquier saliente con que pudiera tropezar, siempre lamentaba que no fuera a más, que de verdad se partiera alguna vez el occipital, no solo los cuernos, toda la testuz.

No me faltaba valor, sabía lo que iba a hacer, solo me estaba regodeando, tenía que acabar con tantos años sufriendo interminables pesadillas, necesitaba una paz espiritual que carecía de ella desde hacía casi veinte años, veinte años en los que había soportado múltiples vejaciones el último día, hacía ya cinco años de eso, que había trabajado para él.

Nunca logré quitarme las pesadillas de mi torturada mente, generalmente repetitivas, una y otra vez soñaba lo mismo, estaba de nuevo trabajando para él, sufriendo de nuevo sus insultos, sus malos modos, sus desprecios, sus amenazas. Así una y otra noche, sin poderme liberar de esa opresión, de enérgicos y amargos despertares bañados en un sudor frio con la mente obnubilada, deseoso de encontrar la realidad, siquiera el alivio de conocerla y entender que ese plano de su existencia había pasado ya, no encontraba la más mínima alegría, no servía para nada, el corazón y la mente seguían lacerados.

Resuelto, avancé por la calle para encontrarme con mi destino, o el de él, al parecer van juntos los dos de la mano, alcé un poco el cierre metálico y colé mi cuerpo por debajo, luego empujé la puerta de cristal que sabía que siempre dejaba abierta, el sonido de la persiana le alertó haciéndole mirar hacia mí, sus ojos me dijeron la sorpresa que le acababa de producir mi presencia ante él, tras un segundo eterno donde no se oyó nada, absolutamente nada, farfulló a media voz:

-          ¿Pero, qué haces aquí?

Solo encontró mi silencio, no estaba dispuesto a dialogar con él, demasiadas palabras nos dijimos en su tiempo y demasiados silencios insidiosos me regaló, ahora no pensaba decir nada, todo estaba dicho ya.

-          ¡Márchate! – Rugió – Aquí ya no eres bienvenido.

Esta vez acompañó sus palabras con la acción, se acercó a mí dispuesto a expulsarme del local, craso error, lo dejé que se acercara, como tantas veces pensaba que era la araña y yo la polilla, pero aquella vez se encontró con una avispa. En el último momento di un paso hacia él y nuestros cuerpos se juntaron, clavé mi aguijón en su vientre y el soltó un gemido de sorpresa, nunca lo hubiera imaginado, mejor; una vez ensartado, apenas tuve que hacer esfuerzo alguno para sujetarlo, su cuerpo escurrido por décadas de mal comer y abusos con las drogas, era como una cáscara vacía, aún así con mi brazo izquierdo evité que se pudiera separar de mí y entonces los dos oímos el rasguido que producía mi mano libre al ir subiendo por su vientre, esta no iba sola, había conseguido mi más valiosa herramienta afilando por los dos lados un cuchillo militar de extraordinario temple, por lo que apenas encontraba oposición según subía la mano, un chorro de sangre me salpicó, cayendo entre mis manos, haciendo que su calor me causara un leve escalofrío de placer. Con cada latido su vida se le escapaba y yo lo iba notando, busqué su cara y fijé mis ojos en los suyos, quería que en esta vida lo último que viera fueran mis ojos, que se llevara mi imagen al infierno donde seguramente le estaban aguardando con la plaza asegurada desde hace mucho tiempo.

Acerqué también mi boca a su oído y cuando la última palpitación me indicaba que se acercaba el final, le susurré:

-          Soy el ángel de la muerte


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