lunes, 17 de octubre de 2022

Los Chaburres

El garito tenía un nombre más grande que el propio local, Granja los Chaburres. Era un bareto de lo más estrecho, dudo que cupieran en él más de seis personas, pero tenía un encanto especial. Si existe el cielo de los bares, seguro que los Chaburres están en él.

En los años setenta del pasado siglo mi vida se cruzaría en muchas ocasiones con este bar, se puede decir que muchas veces incluso impidió que llegase exánime a casa. Esta es la historia.

El domingo por la tarde tenía un extra de tristeza, al día siguiente habría que volver al instituto o al trabajo, depende de la época. El sábado lo habíamos disfrutado paseando en pandilla. Por la mañana visita obligada a la Cuesta de Moyano. Era necesario renovar nuestra panoplia de libros y tebeos, cargadas nuestras alforjas con ellos, terminábamos en un banco del Retiro donde comenzábamos a disfrutar de nuestras adquisiciones.

El sábado por la tarde, lo solíamos emplear para ir al cine, más por algún barrio de la periferia en salas de sesión continua, mucho más baratos que los cines de estreno del centro y con el valor añadido de poder ver dos películas, aunque dicho sea, de menor valor artístico, pero tenías que administrar el pobre peculio recibido de nuestros padres para todo el fin de semana.

Todo este dispendio nos llevaba a que las mañanas domingueras las pasáramos paseando por el barrio hasta la hora de la comida. Pero el domingo por la tarde inexorablemente tomábamos el metro para ir al Centro.

La edad no importaba, así como el hecho de tener novia o no, yendo con la pandilla o sólo con la novieta de turno. El domingo por la tarde nuestros pasos siempre nos encaminaban allí. ¿El motivo? Muy sencillo.

A pesar de que trabajaba desde los dieciséis años, el dinero que ganaba se lo entregaba íntegro a mi madre. Y ella me daba un dinero que en el año 76 rondaría las 200 pesetas semanales. Hay que decir que realmente sobrevivía con las sisas que conseguía en mi trabajo de botones.

El cine de barrio costaba alrededor de las 120 pesetas, por lo que se llevaba una parte muy importante del dinero del finde. si además tenía que invitar a un refresco a mi novieta, la cosa se ponía seria. Conclusión, el domingo por la tarde estábamos en la pandilla caninos.

Y entonces ocurría un milagro. Caminando por la calle de Alcalá arriba, una fila de chaveas emulando la migración de los ñues por el Serengueti, nos encaminábamos hacia la salvación de nuestros estómagos que rugían ferozmente.

La granja de los Chaburres se abría ante nosotros como la puerta del paraíso para Adán y Eva. En la puerta, un gran cartel nos indicaba que los perritos calientes los vendían a 25 pesetas, un bocadillo en cualquier bar costaba el doble. Al lado la contumaz competencia, el bar Celysol también exhibía grandes carteles donde publicitaba sus perritos al mismo precio.

¿La diferencia? La granja de los Chaburres a pesar de su limitado espacio siempre estaba a rebosar.

¿La explicación? En el bar Celysol, la atención al cliente dejaba mucho que desear. La dueña del local, según la web mercadocalabajio.com se llamaba Celia, era bastante sota.

A veces la cola del Chaburres era tan larga que, optábamos a regañadientes comprar el perrito en Celysol, rezando para que la dueña tuviera un buen día.

La liturgia de todas formas era la misma. En la fila de la entrada jóvenes rebuscando en los bolsillos monedas perdidas para poder adquirir el preciado manjar. Si realmente habías logrado economizar la paga, acompañabas la colación con una lata de coca cola. Pero para la desgracia comunitaria, apenas había chavales que lo consiguieron.

No había que ser muy escrupuloso para comer los perritos, el bar no era muy limpio y el recipiente donde mojaban la punta de los panecillos en tomate o mostaza, había conocido mejores tiempos en los que echaba de menos algo de estropajo y jabón.

Los panecillos los tostaban en una máquina donde los pinchos calentaban el interior del panecillo, con un tiempo directamente proporcional a la cola del exterior. Luego lo mojaban en la salsa elegida y por último introducían la salchicha, cuyo hervido tenía el mismo tiempo que la fórmula anterior.

A pesar de todo, si alguien micrófono en mano, hubiera hecho una encuesta, el resultado hubiera sido escandalosamente favorable y unánime la respuesta: eran los mejores perritos calientes que habíamos probado jamás.

El viaje a casa en bus o metro, transcurría ya apacible. El estómago ya no rugía y podíamos aguantar el trayecto hasta podernos sentarnos ante la cena de nuestras madres y la única urgencia era ver a través de los cristales de los bares del camino, el resultado de nuestro equipo de fútbol.




miércoles, 5 de octubre de 2022

Tú y yo

 

Recuerdo hasta el día de hoy los verdes campos de Alameda.

Íbamos subiendo por la carretera nacional en un viejo Seat Panda, cantábamos nuestras canciones a todo grito y de vez en cuando nos mirábamos arrebolados. El amor nos embargaba y me hacía hervir la sangre, lo que se reflejaba en mi rostro. A la altura de Lozoyuela ya nuestras voces quedaban roncas, pero no importaba pues éramos muy felices.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

Al llegar a la casa del Pueblo nos desparramábamos por el campo y al ver esa grandeza de paisaje nos abrazábamos y nos fundíamos en un beso. Kiko sonreía, no se sabe si por estar en el campo o de vernos tan felices. Paseábamos por la ribera del Lozoya y en los chopos, bajo el muérdago, nos deteníamos a darnos un beso.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

Nuestros viajes hicieron historia. En París se reafirmó nuestra leyenda, en el muro de los je t’aime te dije que te amaba 311 veces en 250 idiomas, por la noche nos besamos bajo la Torre. En la cama, sobre las cenizas de Napoleón, nos amamos sin parar.

Tú y yo y un perro llamado Kiko (aunque en este viaje no estuvo)

Escocia disfrutó de nuestra presencia. Al aterrizar en Aberdeen me bebí tus lágrimas de alegría. Un Ford Fiesta nos llevó haciendo un círculo donde las maravillas se sucedían. Leslie y sus pajarillos nos despertaban por la mañana con sus trinos. Sí, Leslie trinaba pues no entendíamos cuando nos hablaba en inglés.

Tú y yo y un perro llamado Kiko (aunque en este viaje tampoco estuvo)

Los nubarrones no pudieron con nosotros. Ruptura con mi antigua vida y un par de años de problemas de salud. Un día abrí los ojos y en una sala blanca estabas tú, te tomé la mano y no la quise soltar, me sentía vulnerable sin el calor que irradiaba.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

 

Una nueva aventura nos llevó de nuevo a Alameda. Juntamos a la familia y a pesar de la pandemia, nos volvimos a reunir en nuestro árbol y allí bajo el muérdago juramos recorrer quinientas millas e incluso quinientas millas más si hiciera falta para reunirnos.

Tú y yo y un perro llamado Kiko

Las cosas siguen sin cambiar, somos felices y comemos pulpo. Viajes, paseos por la ciudad, una más en la familia. Toda la vida por delante, tenemos dieciocho años, locuras de amor, juegos de juventud, nada nos detiene.

Tú y yo y un perro llamado Kiko y una perra llamada Wanda.

 

Gracias Lobo por la canción.




miércoles, 8 de junio de 2022

El gato sobre el tejado de uralita caliente

 

Nací en una alquería, el lugar no importa, ahora dirían que estaba enclavada en la España profunda.  Por aquél entonces era el fondo de un embudo, un agujero negro del que no se podía escapar. Generaciones de jornaleros abonaban con sus huesos las tierras de labor, después de haberlas regado en vida con su sudor.

Allí vivíamos varias familias en  casas adosadas formando un cuadrado que daban a un patio común. Creo que lo único que poseían eran sus vestidos, lo demás era del amo. Por lo demás nuestro mundo se circunscribía a unos pocos kilómetros, los justos de las posesiones que constituían los lugares que debíamos de roturar año tras año. En casos muy excepcionales algún padre de familia bajaba al pueblo acompañando al capataz para traer artículos de comida y de primera necesidad para el cortijo.

Toso esto bajo el supremo imperio del amo. Cómo odiaba yo esa palabra, cuanto más puesta en boca de mis padres. A pesar de la insistencia de ellos, era incapaz de pronunciarla, generalmente la cambiaba por “él” pero era complicado mantener el pronombre, pues todo rezumaba a su persona, aunque pocas veces se dejaba ver por sus dominios.

Un año, para llevarme la contraria posiblemente, el amo se quedó viviendo todo el verano. Trajo consigo a su mujer, su hija y un ejército de doncellas; por lo que la monótona vida del lugar quedó alborotada.

Se alojaban en la “casa grande” un gran edificio que cerraba el cuadrado de la alquería. La llamaban así porque tenía tres plantas, una casa señorial construida con sillares de granito, aprovechando la fachada al norte para moderar en lo posible los rigores de la canícula.

El “amo” impuso pronto su propia rutina. Por la mañana paseo a caballo, al mediodía se encerraba en su despacho con su secretario. Después de comer, siesta y de vuelta al despacho que solo abandonaba a la hora de cenar.

Su “santa” esposa, llenaba sus horas entre el cuarto de costura y la capilla de la casona. El tercer miembro de la familia era una muchacha de quince años, justo la misma edad que tenía yo por entonces. Una pizpireta muchachita que procuraba evitar a toda costa acompañar a su madre en la rutina tan piadosa, revoloteando como una mariposa por todas las estancias de la casa grande e incluso la de los aparceros.

Yo la observaba con los ojos bien abiertos, aparte de la novedad y la frescura que trajo con su presencia a mi reducido mundo, la observaba con un interés nuevo para mí. La miraba de distinta forma, de una manera inusual: Cuando la veía, no podía apartar la vista de su cara, ni de su figura. Me parecía el ser más bello que había contemplado hasta la fecha.

Si alguna vez ella reparaba de mi presencia y me miraba, yo enseguida apartaba la vista de ella ruborizado en extremo, con un ardor que quemaba mi frente y mis mejillas. Con esto lo único que conseguía es que una picarona sonrisa asomara en sus bellos labios.

A pesar de todo la observaba con casi un enfermizo interés, emboscado muchas veces detrás de los matorrales cuando salía a pasear acompañada de sus doncellas o detrás de los visillos de mi casa cuando lo hacía por el patio.

Una tarde, casi anocheciendo, la vi apoyada en el balcón de su dormitorio. Ella miraba las estrellas meciéndose acompasadamente. Creo que fue la osadía que da la inconsciencia de mi edad la que me hizo sacar una escalera del granero, apoyarla en la pared e izarme al tejado. Con cuidado de no hacer ruido, casi como un gato, me acerqué a ella.

Ella al descubrir mi presencia se sobresaltó, pero enseguida una sonrisa afloró en su boca.

-          -  Hola ¿qué haces?

-         -   He subido a ver las estrellas – Mentí como un bellaco –

-         -    ¡Fíjate, qué casualidad! ¿Cómo has subido?

-         -     Tengo un secreto, en el desván guardo un par de alas para la ocasión.

Me daba cuenta que con mis mentiras ella no solo sonreía, sino que una cantarina risa llenaba mis oídos. Cada vez estaba más envalentonado, por lo que proseguí con mis baladronadas.

-         -  Algún día, si quieres, te puedo llevar conmigo.

-         -  Muchas gracias, pero prefiero el suelo firme. De todas formas, espérame.

Y acompañó su palabra con la acción de descolgarse del balcón, que estaba casi al mismo nivel del tejado y acercarse a mí.

-         -  Acompáñame – Me dijo, mientras se tumbaba sobre el tejado – Así es más cómodo.

La hice caso y allí tumbados mirábamos a la oscuridad de la noche, pero entre la negrura, millones de luceros nos llamaban la atención. Nosotros jugábamos con ellos bautizando estrellas, inventando constelaciones y contando estrellas fugaces.

Algunas veces al contemplar un bólido de extraordinarias proporciones, me cogía de la mano y me ordenaba que pidiera un deseo, pero que lo mantuviera en secreto para que se realizase. Yo así lo hacía, aunque mi secreto más repetido era poder salir del lugar y conocer mundo. Bajo ningún concepto quería vivir allí doblando el espinazo, laborando unas tierras ajenas y llamar amo al dueño de ellas.

Al final, esa fue nuestra rutina veraniega. Cuando el sol se ocultaba, de tapadillo cogía la escalera y subía a encontrarme con ella. Cuando se nos acabaron los nombres para bautizar estrellas, hablábamos de todo lo que se nos ocurría. Yo la hablaba sobre mi mundo, contando mil historias sobre los animales domésticos y los salvajes que poblaban los alrededores. Ella por su parte me hablaba de la capital de la provincia donde vivía y los usos y costumbre de la ciudad.

Yo disfrutaba con una felicidad extrema, me era más interesante observarla a ella, que el aburrido negocio de contar estrellas. Su sonrisa, sus gestos al hablar, esa mirada de reojo que me echaba en ocasiones me desarmaba. Afortunadamente estábamos tumbados, si hubiéramos estado de pie, mis rodillas temblarían de seguro.

De improviso una noche una mucama de su servicio, asomó la cabeza y al verla fuera del balcón pegó un grito de alarma. Ella de inmediato se introdujo en su alcoba en pos de ella.

Pero el daño estaba hecho. Al parecer no tardaron en enterarse sus padres de nuestras citas en la oscuridad. Desde entonces ella tuvo vigilancia de día y de noche acompañada por una o varias sirvientas.

El resto del verano no valió la pena vivirlo, no volví a disfrutar con la misma alegría mis baños en la alberca o perseguir ranas u otras sabandijas.

Un día aflorando el otoño, hubo una gran conmoción cuando todos los habitantes de la casa grande comenzaron a empacar sus enseres. Un carromato llegó para cargarlos acompañado de un elegante carruaje para los notables de la casa.

Parapetado detrás de la ventana, observé cómo se subían al carruaje uno tras otro, el señor, la señora y ella en último lugar, apoyada en el pescante giró su mirada a mi casa y lanzó un beso hacia donde me situaba. Tras ese hermoso gesto, entró en el carruaje y salió de mi vida.

No la volví a ver. Pocos días después llegó el capataz con una carta de presentación firmada por el amo, en la que se dirigía a cierto capitán de un mercante, en la que solicitaba mi aceptación como grumete

Acompañado de un hatillo con algunas viandas, del beso de mi madre y del abrazo de mi padre. Salí por el portón del caserío sin mirar atrás.




jueves, 12 de mayo de 2022

Sesenta

 

El número sesenta seguro que tiene que tener su importancia, no es un número cualquiera. La Historia comienza en Sumer, como dice Noah Kramer y los benditos sumerios nos legaron algo extraño: el sistema sexagesimal. ¿Por qué sesenta y no cien? Está muy claro que para el hombre moderno es más cómodo contar de diez en diez y de cien en cien. Ellos conocían de sobra el número cien, pero si nos fijamos cómo llegaron a un sistema que tenía el sesenta como base, la cosa tiene su aquél.

Si te pones a mirar tu mano izquierda (o derecha para los zurdos) y con el pulgar cuentas las falanges de los otros dedos, te da cuatro si lo repites con las otras falanges la suma hace doce. Levanta un dedo de la mano derecha cada grupo de doce, como resulta que casi todos los mortales tenemos cinco dedos, multiplicado por doce te da la cifra mágica: sesenta.

No le des más vueltas, el ábaco es posterior y no digamos la calculadora, ergo el sistema es genial. Luego vendrán los pitagorines y añadirán que además es divisible por 1, 2, 3, 4, 5, 6, 10, 12, 15, 20, 30 y 60, casi nada.

 No solo lo pitagorines tienen qué decir, los geógrafos te dirían que la circunferencia de la Tierra es de 360 grados, es decir, seis veces sesenta; cada grado se divide en sesenta minutos, y cada minuto en sesenta segundos.

Damos paso a los relojeros que también tienen su dato que ofrecer: cada hora se divide en sesenta minutos, y cada minuto en sesenta segundos.

Aún hay más, los super pitagorines te pegarán la siguiente pedrada: El número 60 puede tomar la forma algebraica mn (m² - n²)= m³n - mn³, para m = 4 y n = 1. Cuando estos números enteros positivos m y n son impares, primos entre sí y m > n, el número mn (m²-n²) se denomina "número congruente de Fibonacci".

¿Qué? ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?

Ahora mismo estaréis pensando: a este hombre le ha dado un aire, un vahído, una lipotimia, un síncope o algo así. Tranquilos, ya vamos llegando al meollo.

En resumen, estamos observando cómo el número sesenta es un número lleno de paz, de armonía, de perfección si cabe. Es un número hermoso, lleno de madurez, de encanto, de sensatez, para gente del atleti, vamos; cariñoso, afable, amigo de sus amigos. En resumen, un número redondo.

Muchas felicidades Paly, sesenta años. Ojalá los pudiera haber vivido todos junto a ti, de momento van seis que es como se ha dicho, múltiplo de sesenta.




miércoles, 27 de abril de 2022

La marquesa

 

Una vez acabada la Semana Santa, no se esperaba en la iglesia basilical muchas más emociones y pasión, hasta las fiestas patronales de la población. En este impasse, todos los parroquianos sesteaban todas las tardes tras el rosario de rigor.

Por eso mismo, el sonido de la campanilla sonó como un cañonazo en el silencio de la tarde, solo roto por algunas tosecillas de los orantes más ancianos. Solo doña Fuencisla, la que fue boticaria por cincuenta años en la plaza del pueblo, osó ponerse en pie, despojarse del velo y dejarlo en el reclinatorio. Tonta ella, pensaba que alguien llamaba a la puerta, como si las iglesias tuvieran timbre.

Siguiendo el sonido, encaminó sus pasos por la nave lateral y en la capilla de la Encarnación halló el origen del insistente repiqueteo.

La capilla era la joya de la iglesia. En el centro, un panteón llenaba de orgullo a los paisanos por la grandiosidad del mismo. En él reposaban los restos del IX marqués de la Roñalera y de su señora esposa doña Gertrudis. Este linaje de rancia prosapia, procedía de los tiempos de los Trastámara.

El primer marqués según la maledicencia, le apretaba la almorrana al mismísimo Fernando IV el Emplazado. Y el actual titular del marquesado, en un alarde de orgullo y de demostración de poderío, se había hecho construir en vida, un panteón de mármol rojo Cehegín para ello había hecho llamar a un joven artista en ciernes, un escultor bohemio aficionado a la absenta.

Algunos años después y tras varios kilogramos de azucarillos, la obra estuvo terminada. Un hermoso panteón donde, sobre un túmulo apoyado sobre leones, dos bellas tallas yacentes del marqués y señora con las cabezas apoyadas en sendos almohadones y los pies sobre fieles lebreles.

No le dolió haber enajenado la finca de caza “Las jarillas”. Total, la hiperuricemia que padecía le impedía exterminar con fruición todas las sabandijas de la finca. A la postre se había ahorrado el estipendio del escultor, puesto que el continuo trasiego del verde licor, le llevó a ser un inquilino más del afamado sanatorio de Ciempozuelos, recién inaugurado por entonces.

El día de la exposición oficial a las fuerzas vivas del lugar, incluso vino el señor arzobispo, todos se extrañaron de un adminiculo que tenía el panteón. En la mano de la señora marquesa, una campanilla de bronce estaba enganchada a un cable que se hundía en el interior del conjunto en mármol.

El marqués se vio en la obligación de explicar que su señora esposa no estaba, como todas las mujeres de entonces, enganchada a las novelas de Guillermo Sautier Casaseca. Para su desgracia, pues él no entendía el beneficio, su esposa lo que leía afanosamente eran las novelas de Edgar Alan Poe. Tras leer “el entierro prematuro” le había hecho jurar sobre una pequeña biblia que atesoraban en el cajón de la mesilla, que haría todo lo posible para que a ella no le acaeciese lo mismo.

Pues bien, treinta años tras el entierro de la señora marquesa, la famosa campanilla devino a sonar para trastorno de los parroquianos.

Retomando al descubrimiento de doña Fuencisla, ésta hizo llamar al coadjutor que se encontraba en su despacho preparando el ropero de santa Rita. Tras un camino hacia la capilla donde hacía chanza de la pobre Fuencisla, al entrar y observar el prodigio, agobiado por la emoción se le aflojó el esfínter allí mismo.

El párroco alarmado por los gritos de espanto que proferían los fieles y guiado por el olor, al ver el panorama, tomó las siguientes determinaciones: en primer lugar que doña Paulina que era conocida por su mansedumbre, algunos decían imbecilidad, que limpiase con agua y lejía el interior de la capilla. Segundo, que el coadjutor corriese como pudiera a adecentarse y cambiar de vestimenta. Tercero, que el monago corriese hacia la casa solariega de los marqueses de Roñalera a dar noticia del hecho acaecido. Y por último que se diera parte al cabo de la guardia civil.

Todas las órdenes se cumplieron al instante y tras las medidas de higiene, se presentó el cabo de la benemérita que tomó las medidas oportunas para que nadie se acercase a la capilla. 

El señor XI marqués de la Roñalera, que no había conseguido que a sus espaldas todos le llamasen don Tirsín, se acercó con parsimonia como si aquello no le importase nada, a la postre apenas disfrutaba del patrimonio familiar, patrimonio que apenas existía, dilapidado en nocturnas timbas de poker y viajes a Méjico para consumir hongos que no eran níscalos precisamente.

En su mano portaba la llave del panteón y tembloroso, no se sabe si por mor del consumo de opiáceos, abrió la cerradura y tras abrir con esfuerzo la puerta, que chirrió lastimera sobre sus goznes, se introdujo en la oscuridad.

Varios minutos después salió con el cabello empolvado de telarañas y con paso vacilante, volvió a cerrar con llave la puerta. Se dirigió hacia la salida de la capilla donde aguardaban expectantes el cabo y el cura que le interrogaron con la mirada.

-       -  Nada, que la señora marquesa dice que quiere salir tres veces a la semana de paseo. ¡Y en calesa!

Y volviéndose como si se le hubiera olvidado algo, de un fuerte tirón arrancó el cable a la campanilla, mientras exclamaba:

-        -    No te jode




miércoles, 9 de marzo de 2022

Castigo

 

Había tragado océanos en esa singladura. Nunca creí que podría ocurrirme, pero sí, llegué a perder la noción de verticalidad y aunque fuera a vivir al rincón más recóndito del Sahara, jamás secaría mi humedad. Justo entonces me crucé con un gaviero que me preguntó dónde venía.

- Del carajo




martes, 4 de enero de 2022

César

 

Hoy he vuelto a ver a la madre de César. Iba como las madres cuando llegan a cierta edad, viejita, encorvada, arrugada y lo que es peor, con un negro agujero en el alma. Un agujero como solo lo puede provocar la pérdida de un hijo, algo tan contra natura como eso, la lógica dicta que seamos los hijos quienes lloremos a los padres y no al revés.

No sé si antes de conocerlo ya estaba marcado por el sino de la fatalidad. Recuerdo que cuando me lo presentaron, teníamos amigos comunes en el barrio, conectamos de inmediato. A los dos nos apasionaba la lectura y de inmediato comenzamos a intercambiarnos tebeos y libros, hasta que nos lo habíamos leído toda la biblioteca del otro.

El resto fue un continuo mendigar libros a otros amigos, para a su vez prestárnoslos. Él me aseguró que, en momentos de desesperación, había llegado a comenzar a leer la guía telefónica. Realmente hasta que no instalaron el bibliobús en el barrio, no fuimos felices.

La primera vez que me llevó a su casa para mostrarme sus libros, tuve que pasar por la curiosa liturgia de descalzarme y ponerme unos patucos para poder atravesar el umbral. Su madre era una maniática de la limpieza y tenía el parquet reluciente como un espejo. No solo con el suelo, César relucía impoluto, sin una mancha de polvo en los pantalones y los zapatos lustrosos.

Todo esto viene a colación de la primera vez que nos dimos cuenta que este chico era la percha de los golpes, el verano pasado ya se había partido el codo de una manera extraña, no recuerdo cómo, pero no se me olvida los escalofríos que me provocaba ver como era capaz de sacarse a medias los hierros que llevaba insertados en la articulación.

Pues bien, íbamos en pandilla dando una vuelta, por los cerros que ahora llaman de las siete tetas, y que antes llanamente denominábamos las montañas. Seguro que charlábamos sobre comics de superhéroes tan en boga entonces, cuando de improviso se acerca un muchacho mucho más mayor que nosotros y le sacude un soberano tortazo al pobre de César. Éste cayó al suelo y se encogió intentando resguardarse de la lluvia de golpes y patadas que le asestó el maldito individuo. Nosotros a pesar de ser más, nos quedamos paralizados ante este ataque tan gratuito, también sabíamos que de habernos interpuesto, viendo la catadura del mismo, hubiéramos acabado como él.

Al rato se cansó de suministrarle la tunda y como si no hubiera pasado nada, se disculpó ante él diciendo que pensaba que le había tirado una piedra y tras estrecharle la mano, se fue sin más.

Recogimos aquél derrelicto y lo recompusimos sacudiéndole el polvo de la ropa mientras él se lamentaba que lo que le había propinado aquel individuo no era nada con lo que le esperaba cuando llegase a casa y lo viera su pulcra madre.

Así que fuimos a mi casa y allí con cepillos de la ropa, agua y jabón lo dejamos como un pincel, o casi.

En el instituto tampoco fue un alumno aplicado, recuerdo que fuimos junto a recoger las notas de quinto y al suspender tantas asignaturas, se encontró que debía repetir curso. En la salida, a lo lejos vislumbró a la profesora de Historia, como era una de las asignaturas suspendidas, se envaró y aprovechando la impunidad de la distancia gritó: - ¡Viejaaa! – Pero al llegar a la jota, se atragantó, pues se acababa de tragar una mosca y comenzó a vomitar allí mismo.

Al tener que repetir curso, perdió poco a poco el paraguas de nuestra amistad, comenzando a salir con chavales, como diríamos poco recomendables. La última aventura que recuerdo que nos contó, fue que entraron sin permiso en el laboratorio de química para robar ácido sulfúrico. El resultado fue que no cerraron bien el recipiente y sí, el único que se quemó fue el bueno de César. El líquido le chorreó por los pantalones quemando piel y pantalones (doble bronca en casa).

El tiempo nos separó, me cambié de barrio y no nos volvimos a ver hasta que una vez casado, regresé a mi viejo barrio.

Lo que vi me dejó sin habla. Cesar siempre fue rellenito y el espectro con el que me crucé era un esqueleto con algo de piel. De primeras no lo reconocí, era alguien lejano ya y esa sonrisa sardónica, casi un rictus con el que me miró, era algo que el César que conocí era incapaz de llevar a su rostro. Hasta varios días después no conseguí reconocerlo, quizás lo que sí reconocí fueron los gritos, pues vivíamos uno frente del otro, que propinaba a sus padres demandándoles dinero.

Qué triste conclusión, César, ese alma débil, estaba enganchado a las drogas. En ocasiones me lo cruzaba por la calle, pero quizá mi cobardía o el miedo de que me acosase también por el dinero en aras de nuestra antigua amistad, hizo que le diese la espalda.

Cierto día vi a su madre vestida de luto y comprendí que nos había dejado, ya no oiría sus gritos por el patio demandando dinero a sus atribulados padres, ni me cruzaría cabizbajo evitando su mirada inquisitiva.

Solo maldigo a quienes te llevaron por ese camino, los que se aprovecharon de una personalidad débil que solo quería agradar dentro de la manada.

Vi a su madre y me dieron ganas de decir que no sufra, que estoy seguro que ahora mismo César está tan feliz leyendo un cómic de los Vengadores.




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