sábado, 23 de enero de 2016

Mi ceguera



Toc toc, voy caminando por la calle atento solo al sentido del oído, la vista la perdí para mi desgracia hace bien poco. Camino a tientas, no me acostumbro ni creo poder hacerlo por mucho entrenamiento que tenga; estoy ciego, es la dura realidad y todavía no soy capaz de asumirlo.

El accidente que me dejó de esta manera es reciente en el tiempo, a pesar de las recomendaciones de mis amigos, la desesperación campa a sus anchas muy a menudo, más de lo que puedo soportar. Me hablan, me aconsejan, me marcan nuevas directrices para que me vaya haciendo a mi nueva vida y a la minusvalía que me va a acompañar por los restos. Siempre me muestran las posibles ventajas que voy a tener, pero no les termino de creer. ¿Cómo pueden videntes enseñar a un ciego?

Antes de ayer, conocí a un ángel, pues así tiene la voz, cantaba junto a mí una bella canción, una bella melodía centroeuropea, no entendí la letra pero todo lo demás me llevaba hasta la gloria. Me acerqué a ella, tanteando la tomé de las manos y la dije que por fin tenía una ilusión. – Por favor, sé mi amiga.- Ese fue todo mi afán, ella me miró y me sonrió al despedirse de mí.

Todavía aguardo su  respuesta.


martes, 19 de enero de 2016

El último abrazo



La abracé y acto seguido la coloqué el collar que compré para ella, después puse un cálido beso en su cuello, la miré a los ojos y la dije: Te quiero. - Eso no cambia nada, me contestó.
Una lágrima pugnaba por salir a la superficie, la enjugué como pude y retruqué a mi vez: -Eso no cambia nada, te seguiré queriendo.
Se zafó de mi abrazo y se alejó de mi sueño y de mi vida.


jueves, 14 de enero de 2016

No juzgues



Era todo un personaje, me molestó sobremanera cuando subí al autobús y contemplé como con descaro había ocupado el asiento adyacente con su macuto, impidiendo que nadie se pudiera sentar en él. Por mi parte me senté enfrente y le observaba a veces cuando levantaba la mirada del sempiterno libro que siempre abro cuando viajo en transporte público.
Estaba sentado de una manera extraña, cruzaba las rodillas por detrás en una postura forzada, por lo que la espalda no la podía apoyar completamente en el respaldo y con cada vaivén del autobús, debía agarrarse al asiento. Eso descubrió ante mis ojos lo que más me llamó la atención de él: sus manos, o mejor dicho sus garras, dos zarpas nervudas de recias uñas, con las que morfológicamente era imposible, a mi parecer, de acariciar o tañer instrumentos, estaban concebidas solo para retorcer.
Por lo demás su cara era apenas destacable, llevaba barba de varios días, lampiña por zonas, no era un rostro muy agraciado, me recordaba al ladrón alto de “Solo en casa”
Estoy seguro que no hubiera tardado en guardar su recuerdo en algún oscuro rincón de la memoria hasta su cercana desaparición en el olvido, pero al llegar a casa y encender la televisión, en las noticias del telediario lo reconocí al instante cuando destacaron que había salvado a una niña en un incendio.


jueves, 7 de enero de 2016

La piedra en la valla



Cuando paso por la que fue la casa de mi abuela en la Sierra, no puedo dejar de mirar hacia una esquina en la valla de piedra. El patio era mi campo de juego de los veranos, cada rincón del cercado de grandes piedras berroqueñas era un lugar que me llevaba a la fantasía, en especial una piedra cimera ahorquillada. Era mi trono, sentado a horcajadas servía para todo, si imaginaba una lucha contra los feroces apaches, era la silla de montar de mi caballo "Furia" mientras yo era un miembro del Séptimo de caballería, o llevando en ristre una vara de sujetar judías, era Ivanhoe en una justa contra el "caballero negro" Incluso servía aferrando un plato de peltre de la cocina, era Stirling Moss en la carrera de las Mile Miglia.
Hace veinte años que mi tío compró la casa, la abatió y reformó el patio, por más que miro no la he vuelto a ver, todo queda atrás, incluso la niñez.
De la otra valla medianera no guardo gratos recuerdos, una tarde de verano vestido solamente con un bañador, no sé qué me pudo pasar que perdí el equilibrio y caí al otro patio aterrizando en una enorme mata de ortigas, creo que ese día el vinagre se agotó en casa de mi abuela.
El patio guardaba muchos lugares especiales para mis juegos, donde antaño estuvo el cenicero (éste era el lugar donde se quemaban los pocos desechos sólidos que se producían) quedó una arcilla muy moldeable para crear fortificaciones para mis “montaplex”
Veo a mi abuelo cavando  en el patio, abatiendo una de las cochiqueras  y cavando un profundo hoyo y creando un pozo negro, para que por fin tuviéramos un aseo donde hacer nuestras necesidades sin tener que ir con mayor o menor prisa hacia el prado más cercano. Recuerdo las páginas amarillas colgadas en la pared como áspero remedo de papel higiénico, cosas de gente que pasó mucha hambre y necesidad y que aunque no conocían el vocablo reciclaje, ellos eran capaces de nunca tirar una lata de conservas que bien se podía convertir en una maceta.
Miro la foto que me hicieron en la valla sobre mi piedra y veo mi mirada triste, ya no recuerdo lo que pensaba en aquel momento, quizás que estaba harto de las sandalias de goma que tenía que llevar para ir al río y que me hacían tener los pies siempre sudando lo que sumado al polvo del camino formaban siempre unos churretes pintorescos en mis pies.
Quizás fuera el dolor de verme con el pelo cortado a tazón, pues en la Sierra el peluquero era “amateur” y uno podía salir con un moderno corte de pelo a la “parisien”.
 A lo peor es que presentía en el pueblo tan mediocre y maltratado por un urbanismo de domingueros que iba a acabar con todas las típicas casas castellanas de montaña, con sus pajares y sobre todo con las recias vallas de piedra donde aluna vez un rapaz jugó.


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