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sábado, 20 de julio de 2013

El pinchazo


En mis vacaciones de verano serranas jugaba un papel importantísimo mi bicicleta, una BH de color rojo, y es que las bicicletas siempre han sido para el verano, según me desayunaba, cogía la bici y me montaba mi Tour particular, yo era Fuente “El Tarangu” ganador de la Vuelta a España más espectacular del siglo XX, subía el repecho del Empalme y me figuraba hallarme en el Tourmalet pero si aun me esforzaba más y conseguía coronar “la Cabeza” imaginaba ser Ocaña, otro gran corredor de entonces, y vestir el maillot de topos como rey de la montaña. Incluso tenía mi contrarreloj particular, en el llano de las eras pedaleaba con fruición para batir mi propio record contra el cronómetro que marcaban los latidos de mi corazón.

Pero ¡ay de mí! Negros nubarrones acechaban mi prometedora carrera como ciclista profesional, mi enemigo número uno era el temido pinchazo, con ocho años cumplidos y sin ningún equipo patrocinador de mis esfuerzos, cada vez que padecía uno, solo me quedaba descabalgar de mi montura y aguardar hasta el fin de semana cuando llegaba mi padre y me salvara de mi desazón y reparara la avería. Mientras tanto me veía condenado a la triste vida de peón de infantería, y ya no era lo mismo, por entonces el atletismo no estaba en boga y España no poseía ningún héroe a quien emular, por lo que mi imaginación se hallaba constreñida, pues todavía no tenía la edad de soñar con chicas.

Un día de estos aciagos, al verme cabizbajo, mi abuela reparó en mí (¡milagro!) y preguntó el motivo de mis cuitas, mi desazón y mi tristeza.

-         Abuela, tengo la bici pinchada, estamos a lunes y hasta el sábado no vendrá mi padre desde Madrid.

-         Pues vete a ver a Víctor, el de la Gregoria, le dices que vas de parte mí y que te haga el favor de arreglar el pinchazo.

Alborozado, arrastré la bici por las rúas del pueblo hasta la vivienda del ínclito Víctor, mi salvador.

Éste al verme me preguntó:

-         ¿Qué quieres chavea?

-         Me manda mi abuela para que me arregles el pinchazo.

El tal Víctor que conocía mudó de improviso su semblante transformándose en un ser que no conocía. Víctor era conocido en el lugar, aparte de por ser el más bruto en leguas a la redonda, por su hazaña de traer un jabalí sobre los hombros desde lo alto del monte; pues bien, también se le conocía por ser el más simpático y dicharachero, poco acorde con el estereotipo de la raza castellana.

Acto seguido me preguntó:

-         Oye ¿Tú y yo somos familia?

-         No que yo sepa.

-         Pues hoy te arreglo el pinchazo para que tu abuela no diga, pero  ya te estás buscando a alguien de tu familia para los sucesivos.

Después de agradecerle la prima y postrera reparación, me alejé de su casa cabizbajo, estaba muy claro que el consejo de mi abuela había servido de muy poco, pedaleé con cuidado mirando muy bien donde encarrilaba las ruedas del velocípedo para evitar otro pinchazo que me supusiera de nuevo la pena de apearme de mi máquina de soñar.

Pues bien, si algo tiene que pasar, pasará, pues me vi abocado a un nuevo pinchazo para mayor desesperación, el mundo se me cayó encima ¿Y ahora qué? Ante la imposibilidad de emparentar con Víctor antes del fin de semana y la repetición pertinaz de los pinchazos, pensé seriamente en emular a Vittorio de Sica y agenciarme una bicicleta del prójimo más cercano.

Pero antes de comenzar mi carrera de delincuente, el Señor tuvo a bien mandarme un ángel para evitar mi visita a los calabozos de la guardia civil de Rascafría, pues francamente era de cajón que con mi edad iba a ser capturado in fraganti delicto.

Mi primo Julio era un personaje especial, al ser su abuelo natural de Alameda, en vez del mío que era emigrante, su abuelo tenía tierras, pajares y lo que era mejor: vacas, gorrinos y perros, grandes fuentes de diversión, juntábame con él y con mi Chache para realizar labores exóticas para un chaval urbanita como trillar, segar, recoger ganado, ordeñar y sobre todo montar en carro guiado por una yunta de vacas.

Pues bien, al verme preparándome un pasamontañas para cometer mi tropelía me interpeló:

-         ¿Por qué no se lo dices a mi tío Emilio? Seguro que te arregla el pinchazo sin problemas.

A pesar de mi pésima anterior experiencia, no paré en mientes a pensar en su ofrecimiento de lo desesperado que estaba, Su tío Emilio era apodado “el guindilla” y no era en vano, todo el carácter rural castellano se hallaba corregido y aumentado en él, hosco, de manera feroz y voz desabrida, era alguien de quien solía apartarme e incluso difuminarme ante su presencia.

Pues bien, allí nos encontrábamos mi bicicleta y yo ante él, como el pueblo elegido ante Moisés, aguardando mi salvación.

Después de la exposición de mi primo sobre mi grave problema, Emilio me miró y pasó su callosa mano sobre mi hombro, me miró a los ojos y me dijo:

-         Si te arreglo el pinchazo, cada vez que tengas otro me vas a venir a molestar, yo vengo tarde y cansado de las faenas del campo y no estoy para componer las bicicletas de todos los zagales del pueblo, así que vamos a hacer otra cosa, vas a aprender a hacerlo tú mismo.

Y así fue, allí y en aquél momento aprendí a desmontar la rueda, sacar la cámara, inflarla un poco para una vez metida en un barreño con agua, descubrir dónde se hallaba el insidioso agujero, a partir de allí había que rasparlo un poco con una lija, aplicar pegamento y colocar el parche sin arrugas, apretarlo un poco, dejarlo secar y de nuevo la operación inversa de montar la cámara con la ayuda de tres desmontables, colocar la cubierta, inflar la rueda y ¡Ale hop! Problema solucionado.

Por desgracia en el mundo hay más Víctor que Emilios, no nos vamos a engañar, Utopía no existe ¿Moraleja? Ninguna, la vida es así, pero mi veneración y mi recuerdo para todos los Emilios que se cruzaron por la mía.

 


 

miércoles, 3 de agosto de 2011

Misterio en el molino


-       Creo que mis inclinaciones detectivescas me vinieron desde crío.
Comentaba acodado en la barra del Búho Bizco, con mi sempiterno güisqui en la mano. La prejubilación en el cuerpo de Policía y la falta de clientes de mi agencia de detectives, me llevaban a pasar las horas muertas delante de multitud de vasos de bebidas espiritosas.
-       Eso, cuénteme alguna experiencia suya de la infancia, que en pleno Ferragosto, esto parece un velatorio.- Me replicó Lola, la pizpireta camarera de ese antro de perdición que regenta mi amigo (?) Thomas, el mayor de mis acreedores.
Es curioso que recuerde ahora aquellos días, el verano en la infancia tiene otro sabor, es una fiesta continua que dura hasta que el maldito mes de Septiembre viene a empañar el horizonte, atrás quedan los libros, los horarios y sobre todo los pantalones largos.
Llegaba el tiempo de acudir al pueblo de nuestros abuelos, de montar en bicicleta, bañarse mañana y tarde en el río y de empezar a salir en pandilla con unas nuevas invitadas, las chicas que antaño eran unos seres anodinos e impersonales, alguien a quien no podías ni rozar antes de que se pusieran a llorar y a reclamar la presencia de su padre ( -Venga Señor Pepe, no me puedo creer que las chicas en su tiempo fueran así. –Lola, por favor no me interrumpas, cuando ocurrieron esos hechos, ni siquiera habías nacido)
El estío transcurría pues apaciblemente, entre tardes de modorra, recostados en los duros bancos de granito de las escuelas.
-       ¿Vamos al río?
-       Mejor vamos a la dehesa
-       ¿Hacemos una chocolatada?
-       ¿Para qué? Estoy harto de hacer lo mismo un día tras otro, vaya aburrimiento.
-       ¿Entonces qué hacemos?
El desánimo caía entre la pandilla, después de la novedad, la rutina había caído como una losa sobre nosotros, ya no nos divertían los múltiples juegos y acciones que hasta entonces habían llenado y alegrado los días transcurridos en la sierra, por fortuna alguien habló en aquel momento, dando paso a nuestra mayor aventura aquel verano.
-       ¿Os cuento una cosa?
-       ¿Qué cosa, pesado?
-       Desde mi casa, que como sabéis está en las afueras, mi habitación da a las eras y llevo observando un par de noches varias luces que se dirigen al molino abandonado.
-       ¡Anda ya! Eso te lo estás inventando.
-       Es cierto, cuando quieras te lo demuestro, si quieres vamos esta noche.
Aquellas últimas palabras causaron una gran conmoción, de pronto nuestras mentes empezaron a elucubrar el porqué de aquellas luces, quienes eran los individuos que cruzaban las eras, alguien incluso habló de extraterrestres, pues estaba de moda la serie de los invasores, el más atrevido incluso achacó el hecho a El Lute y sus hermanos.
-       Bueno, basta ya de tanta charla inútil. – Corté aquella vana discusión; en la padilla mi opinión era muy respetada, no tanto por la madurez de mis razonamientos, sino porque era el de mayor edad. – Lo que tenemos que hacer es aviarnos para esta noche, hay que hacer acopio de linternas, no valen velas ni quinqués, a ver si vamos a provocar un incendio.
-       Yo puedo llevar un machete para defendernos.
-       Bueno, vale, pero ten cuidado no cortes a nadie.
-       Yo llevaré galletas, por si nos entra hambre.
-       Yo leche, para mojar las galletas.
-       ¡Basta! Llevad lo que queráis, pero dejad de dar la murga, joroba. (Observa querida Lola que en aquella época nadie decía tacos, era pecado y además estaba muy mal visto, sobre todo por las chicas de la pandilla) Bueno, a las diez y media, todos en la fuente de la fragua.
-       A mí a esa hora ya no me dejan salir. – Repuso una de las chicas de menor edad.
-       Pues lo siento, pero te pierdes la aventura, además, si se lo decimos a nuestros padres ¿Crees que nos van a dejar salir?
La excitación ante los hechos que nos aguardaban, hizo que la tarde se nos pasara muy entretenida, la llegada del ocaso hizo que nos repartiéramos por nuestras casas para cenar y recogernos, en teoría hasta la jornada siguiente.
A las diez y cuarto salí de hurtadillas de mi casa y al igual que mi ídolo Tom Sawyer, fui a buscar a mi alter ego Huck Finn, en este caso era Juan, con el que llevaba compartida mi vida de veraneante desde que tenía recuerdos serranos. Juntos nos dirigimos a la fuente junto a la fragua, donde por el día Julián el herrero era el ídolo de la chiquillería, siempre con sus bromas.
Cuando sonó en el reloj del ayuntamiento la campanada que indicaba la media sobre las diez, aparte de mi inseparable Juan, sólo estaba Mamen y María, dos valientes entre el sexo femenino que no tenían miedo al arrostrar nuestra aventura.
-       Venga en marcha.- Ordené
Y así formamos una fila india camino del famoso molino, atravesamos el zarzo que delimitaba el pueblo y salimos a las eras, el suelo después de todo un día de sol inmisericorde, aun conservaba un calor que se transmitía a nuestro cuerpo a través de las finas suelas de nuestras autenticas zapatillas “Adidas tórtola”  Eso nos venía muy bien, pues las noches en agosto la temperatura baja a unos niveles, en los que hay que abrigarse aunque sea con una rebeca o un jersey fino.
Es curioso la de veces que hemos oído aquella frase del silencio sepulcral del campo por la noche, y no hay nada más alejado de la realidad, de momento, una miríada de grillos atronaba la pradera con su cri-cri, en el soto, varias lechuzas dialogaban entre ellas con sus ululantes mensajes crípticos, todavía quedaban más actores declamando en la oscuridad, sapitos escondidos bajo las piedras lanzaban pitidos, nada que ver con la recién traída canción entonces de moda cantada por Jorge Cafrune. Aun quedaban por atronar la noche, las oscuras sabandijas formadas por ratones y musarañas que al moverse bajo las zarzas, pisaban la hojarasca, haciendo que nos sobresaltásemos cada pocos metros temiendo que fueran víboras, con el peligro de ser picados por ellas si las pisásemos por accidente.
Después de atravesar las eras y el río Santa Ana, una valla de piedra nos condujo a la entrada del molino, el candado que cerraba el portón, había desaparecido por lo que nos introdujimos dentro, no se observaba movimiento alguno así  que nos detuvimos a considerar cual sería el mejor lugar para espiar a las gentes que a buen seguro aquella noche se acercarían al lugar. No se como, al final decidimos situarnos en el primer piso, tamaña temeridad, nunca lo habíamos hecho por el día por miedo a que las tablas del piso no aguantasen nuestro peso, por lo carcomidas que estaban, además de lo polvoriento y siniestro del lugar, lleno de telarañas y oscuridad que apenas aliviaban algún agujero en el tejado.
Esa noche mal que bien alumbrados por la linterna y con mucha precaución fuimos subiendo por los quejumbrosos escalones de madera, caminando pegados  a la pared, pero lo suficiente alejados de ella para evitarlas telas de araña que tanto temíamos, pues con el tamaño de aquellas redes de caza, el animal que las fabricó debía de tener unas dimensiones colosales, similares a las tarántulas que veíamos en las películas de Tarzán.
-       Chissst, silencio.- les ordené.- ¿No oís ese ruido? Parece un tableteo
-       Si, hace rato que lo oigo, seguro que es el escarabajo de la muerte, está anunciando un crimen cercano.- Sentenció Mamen, enteradilla ella.
-       Nooo, no, perdonad. –Dijo apenas audible, Juan. –Es que me castañetean los dientes, pero no de miedo ¿Eh? Es de frío, pues me he venido en pantalones cortos.
-       Ya macho, dí lo que quieras, pero el tufillo que sueltas es de miedo, estás cagadito ¿Me acerco al pueblo a por un pañal?
Es curioso, pero después de toda la infancia siendo inseparables, los hechos que hoy relato hicieron que nos separásemos los hasta entonces inseparables amigos, sé que bebía los aires por María, pero el descubrir que ella me prefería a mí, comenzó una serie de resquemores y envidias que terminaron separándonos, por lo que el que le humillase en publico y que este fuera femenino, no hizo más que acrecentar su odio.
-       Callaros, creo que viene alguien. –Nos ordenó Mamen.
Efectivamente, un Land-Rover estacionó en la misma puerta, de el se apearon dos personas que de inmediato se dispusieron a descargar extraños aparatos electrónicos, nuestra extrañeza iba en aumento, no era aquel el lugar más indicado para establecer allí ningún despacho o laboratorio, después de varios minutos trasteando y montando aquellos equipos, comenzaron un dialogo que nos dejó helados.
-       Pues sí, el jefe nos exige cargarnos al rey y a su camada.
-       Me alegro un montón, estoy harto de seguirles por media España, quiero volver a Bilbao con mi familia y terminar esto ya.
-       En cuanto llegue la comadreja, todos ellos serán historia, no quedarán de ellos ni las plumas, ja ja ja ja.
Bajo la obscuridad, no vi los rostros de los demás, pero el mío de repente se debió volver completamente blanco, ante nosotros teníamos a unos esbirros con la idea de matar al recién coronado rey. A mi lado Juan volvía a castañetear los dientes, lo conseguí arreglar de un malévolo pellizco.

Continuará....



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