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miércoles, 24 de febrero de 2021

¿Qué hiciste en la guerra papi?

 


Hoy he evocado dos recuerdos de mi infancia, que a la postre van a desembocar al mismo lugar. A la sazón, el teatro chino de Manolita Chen y la película ¿Qué hiciste en la guerra papi? De Blake Edwards.

¿Quién no recuerda las ferias de los años sesenta? En mi casa siempre que la economía familiar lo podía permitir, íbamos a las de San Isidro y a San Antonio de la Florida, pero también recuerdo haber asistido, de la mano de mis padres a las fiestas de Calatayud y a las de algún pueblo, más cercano a Madrid como Getafe o Alcorcón.

¿Qué atracciones nos gustaban por aquél entonces a la chavalería? Los mismos que ahora seguramente, el carrusel, la noria, los caballitos, las sillas voladoras, etc. A los niños nos gustan entonces y ahora, todo lo que se salga de lo común.

Quizás lo que más me gustaba era el tren de la bruja, primero por poder montar en tren, cosa que apenas había hecho en mi vida y luego por la siniestra aventura de ser agredidos por un monstruo horripilante disfrazado de bruja. Ésta, repartía escobazos a diestro y siniestro y el afán común era cobijarse dentro del vagón para evitar ser golpeado por la escoba. Lástima que la economía y la paciencia de mis padres no lo permitiera, pero me hubiera pasado la vida dentro del tren. Pensándolo bien, en la vida real no he dejado de vivir esa sensación, brujas y brujos fustigándome y yo intentando evitar los escobazos.



También nos gustaba observar los divertimentos creados para los mayores, como las casetas de tiro al blanco, la montaña rusa, tazas voladoras, etc. Nada ha cambiado ¿o sí?

La atracción de mayores que menos me gustaba era la tómbola, en aquella España donde el juego estaba prohibido y la única posibilidad de apostar era en las quinielas y la lotería, la tómbola era una escapatoria a esas leyes. Para los chavales era un incordio estar parado allí hasta que se cubrían todos los números de apuestas y por fin hacían girar la rueda de la fortuna, total para que siempre le tocase al de al lado. Mi hermano y yo soñábamos con el premio de algún juguete, mientras mis padres lo hacían con la cristalería o juego de té expuestos. Al final suspiraba cuando conseguíamos salir de aquél lugar, sembrado de papeles de las cartas apostadas.

Hay atracciones que van desapareciendo. Echo de menos el tren para los forzudos, que era un tren o un cohete sobre raíles en la que los más forzudos del lugar, balanceaban el cohete provisto de un asa, para después lanzarlo con todas sus fuerzas contra el infinito. En realidad había un tope provisto de un petardo, que explotaba cuando algún supermán conseguía hacer llegar el cohete al tope, lo que ocurría en contadas ocasiones. ¿El premio? Ninguno, solo el batir de palmas de sus amiguetes y la mirada asombrada del público femenino.

Indefectiblemente el paseo por la feria pasaba por un lugar misterios para los niños: El circo chino de Manolita Chen. Era una carpa grande, pero no tan grande como la de un circo. Y tampoco era redonda. En las paredes había retratos de la tal Manolita, una señora con rasgos orientales con un sobretodo en la cabeza lleno de lentejuelas. También actuaban artistas reconocidos y había payasos y malabaristas.




Ante tal despliegue de luminarias y artistas, se despertaba mi interés por entrar a ver tal espectáculo, pero éste moría en el mismo instante que solicitaba a mis padres que comprasen entradas para todos. Craso error, el espectáculo era para mayores de 18 años. Vamos, como la televisión en horario nocturno, dos rombos = vedado para menores.

Así año tras año, se iba alimentando mi frustración de no poder asistir al citado espectáculo, mis ansias de ser mayor lo antes posible se iban agigantando, pero aún tenía que soportar más golpes y zancadillas.

Las ferias a la postre eran un extra de diversión en aquella España tan triste, lo más socorrido era ir al cine. Podías acudir a cines de barrio por poco dinero y la diversión estaba asegurada, no se era muy exigente con las reposiciones de las películas y a la postre, la táctica de los cines de sesión continua era poner una película buena junto a otra regular.

En Vallecas por los años sesenta llegó a haber alrededor de diez cines, contando los de verano. Por lo que la oferta solía ser muy extensa, en el mismo puente había cuatro y el aforo los fines de semana se solía completar.

De niños, obligatoriamente debíamos acudir con nuestros padres, por lo que en mi caso la mayoría de las veces lo hacíamos solo con mi madre, el trabajo de mi padre le imposibilitaba acudir con nosotros salvo en contadas excepciones.

Una de esas raras ocasiones, no sé el porqué, debimos de salir tarde y al comenzar el periplo por los cines del puente de Vallecas, no había localidades disponibles en los que íbamos mirando. Excelsior, Goya, Río y por fin el Bristol. En este último sí había localidades disponibles, pero había un obstáculo insalvable. Exhibían la película de Blake Edwards ¿Qué hiciste en la guerra papi? Y había un grave inconveniente, estaba clasificada como película para mayores de 18 años.





En la puerta del cine, el portero le indicó amablemente a mi padre la imposibilidad de que accediéramos al interior del recinto.

Imaginaros la cara de desencanto que se nos quedó, solo quedaba la opción de volver a casa para sentarnos delante del televisor de blanco y negro, para ver uno de los dos canales que se emitían entonces.



Pero mi padre se puso el traje de supermán que guardaba para las ocasiones, varias veces le vi ponérselo en su vida y aquél día no nos decepcionó.

Por aquél entonces estaba de moda la canción billetes verdes cantada por Paquito Jerez y una de las estrofas decía:

Y si quieres ir al fútbol

y se agotan las entradas,

enseña billetes verdes

y tendrás a montonadas





Pues bien, mi padre sacó su arma secreta más letal. Seguro que no era una “lechuga” lo más seguro es que fuera un billete de 100 pesetas que con gran arte y disimulo le endilgó al cancerbero. Al buen empleado con un sueldo tan ralo como solía, los ojos se le iluminaron y solo le faltó descabalgar el chapeo a la par que nos daba acceso al interior del cine.

Desde entonces he visto varias veces la película y nunca entendí el porqué de tal calificación, no había lenguaje soez excepto un par de cortes de mangas y apenas unas escenas en las que la actriz protagonista, aparecía enfundada en un picardías sin ninguna transparencia.

No voy a disertar sobre la censura en los años del franquismo, todos los que vivimos en aquella época tenemos recuerdos más o menos graciosos sobre ella y los casos aplicados, pero muchas veces el resultado era contraproducente y lo que hacían era excitar la curiosidad de los chavales.

La moraleja, los juegos malabares que por aquél entonces hacían mis padres y todos los padres de España para llegar a fin de mes y que  a veces tenemos un superhéroe en casa sin darnos cuenta.


Por si os interesa la historia del teatro chino, os dejo estos dos enlaces a la Wikipedia:

https://es.wikipedia.org/wiki/Teatro_Chino_de_Manolita_Chen

https://es.wikipedia.org/wiki/Manuela_Saborido_Muñoz

lunes, 23 de noviembre de 2020

¡Vivan los quintos del 78!

 

Una costumbre que el paso del tiempo y el cambio de los usos y maneras borró, ha sido la ceremonia del paso de la infancia a la edad adulta. Si bien para las mujeres suponía la puesta de largo para el mismo fin, para los varones en España ocurría lo mismo cuando uno entraba en la Caja de Reclutamiento.

Esto venía ocurriendo desde el principio de los tiempos, cuando un adolescente ya era considerado suficientemente apto para acompañar a los demás miembros de la tribu en sus correrías de caza. Entonces, bajo una sagrada ceremonia, a la luz de las hogueras, los adolescentes tras haber pasado una prueba de supervivencia, eran marcados con algún símbolo que los hacía miembros de pleno derecho de la tribu.

Varios siglos después, en la España de los años setenta, todavía perduraba el mismo rito, pero con distintos patrones.

En los pueblos y aldeas, cuando los chavales cumplían 18 años, se juntaban y recolectaban del resto de los vecinos, unas monedas mientras voceaban: - Para los quintos del setenta y ocho.- Con lo recaudado compraban vino y viandas varias y al llegar la noche, apilaban maderos en la plaza del pueblo y tras prenderlos fuego daban buena cuenta del vino y los alimentos. La ceremonia se cerraba cuando todos juntos acudían al frontón del pueblo, armados con una brocha y un bote de pintura donde dejaban escrito para la posteridad: VIVAN LOS QUINTOS DEL 78.




Pero esto no es un estudio sociológico, solo son mis recuerdos transcritos tal y como yo los viví.

Mi paso a la edad adulta comenzó cuando recibí una carta del Ministerio del Ejército, donde se me comunicaba que había entrado en la Caja de Reclutas y que tal día debía presentarme en el Gobierno Militar para ser tallado.

¡Toma ya! Mi paso a la edad adulta se acercaba a pasos agigantados, pronto podría decir: ¡Ya soy un hombre! Bueno esto es coña. Llevaba varios años afeitándome y además con cuchilla, nada de maquinilla. Mis años de infancia pasándome piedra pómez por la cara habían dado sus frutos.

Enseguida vino la coña con los amigos del barrio, Agustín, que era un año mayor que el resto, nos decía que cuando te tallaban, además de medir tu estatura, te medían la picha. Enseguida descubrimos su chanza, pero en realidad nos preocupó que juraba por las barbas del Che, cuando nos decía que comprobaban si tenías una hernia con el curioso sistema de decirte que te metieras el puño en la boca, a la vez que soplabas con potencia, mientras el médico te palpaba los cataplines. Años después cuando he tenido que hacer algún control de alcoholemia, me venía a la cabeza el miedo a que se me soltara alguna hernia, pero no era cuestión de decirle al benemérito agente que me sujetara los gemelos del sur.

En realidad el tallaje era para comprobar estadísticamente, como año tras año, los mozos españoles se iban acercando a la media europea, alejándonos del estereotipo que el Landismo nos había lastrado frente al resto de Europa.

En realidad los temores fueron infundados, solamente nos tallaron y nos midieron el perímetro torácico, lo que me hizo recordar en ese momento las burlas que hacía mi padre con ciertos individuos del Glorioso Movimiento Nacional, motejándolos como excluidos por estrechos de pecho.

Afortunadamente para mí, fui declarado apto, lo que me satisfizo en grado sumo, ante el temor de que se siguiera practicando en España algún tipo de eugenesia heredada de los nazis.

La siguiente etapa de mi iniciación llegó con otra carta del mismo Ministerio, en la que se me citaba para acudir al sorteo de mi quinta. Esta era una ceremonia muy importante, pues allí mismo, en vivo y en directo se iba a dilucidar, en qué parte de España me tocaría servir honrosamente a mi patria.

Afortunadamente, la muerte de Franco trajo consigo la pérdida de nuestra última colonia: El Sáhara Occidental, por lo que lo más lejos que te podían enviar era a las Islas Canarias, lo que no estaba mal, o a Ceuta y Melilla, lo que era terrorífico. No era el Sáhara pero casi.

Le dije a mis padres que no hacía falta que me acompañaran en tal trance, faltaría más. Había quedado con los amigos de mi pandilla y algunos amigos de mis amigos. Esto era típico desde los tiempos de Cascorro. Y así fue, pues tras salir de la estación de Campamento, grupos ingentes de muchachos nos íbamos encaminando al cuartel donde se celebraría el evento. Una recia marabunta subía la carretera de Portugal atronando con sus estentóreas voces, apagando a ratos el ruido de los vehículos que por allí circulaban.

Ya dentro del cuartel una gran explanada nos aguardaba, allí mismo donde infinidad de generaciones de soldaditos desfilaron y otros más desgraciados dieron talegazos contra el suelo en infinidad de marchas. A lo lejos de adivinaba un estrado donde al cabo del tiempo se subió un militar de alta graduación acompañado de dos soldaditos que portaban un bombo parecido al de los sorteos de lotería.

El militar de alta graduación soltó un discurso que gracias a la deficiente megafonía del lugar, nadie entendió y se dispuso a sacar la bola, la sacó y el acto se terminó. Hala, ya habíamos sorteado.




En realidad todo eso no servía para enterarse de nada, nadie sabía cuál era su destino, el militar sacó un número perteneciente a uno de los quintos españoles, a partir de ese individuo y en un orden preestablecido, se determinaría dónde se repartirían los reclutas por los cuarteles de España. Las listas personalizadas se colocarían dentro de unos días en cada Gobierno Militar.

Pero todos salimos muy contentos de allí, mi amigo Alipio se compró una escarapela en la que ponía: África. Quería dar un susto de muerte a sus padres el muy cabroncete. Por el camino al metro, los bares estaban abarrotados de grupos de quintos queriendo beberse toda la cosecha del año, por lo que mi grupo optó por hacer lo mismo, pero en Vallecas y dejarnos el dinero en nuestro propio barrio, y ahí nos fuimos a hacer patria.




Ya poco quedaba por hacer, sino esperar a que las listas estuvieran dispuestas. De repente alguien me lo dijo: - ¡Ya estaban las listas! – Por lo que en cuanto salí del trabajo me fui al paseo de María Cristina. Tras identificarme en la garita accedí al salón donde estaban las listas dispuestas en la pared, ansioso busqué mi apellido en la G y allí estaba. CIR 2 Obejo, Códoba.

Bueno, no está en la Primera Región Militar, pero es Andalucía y Córdoba solo está a 400 kilómetros, no iría a Canarias ni a Ceuta o Melilla, 400 kilómetros es nada. Poco imaginaba que el destino me mandaría a casi el doble de esa distancia, pero esa es otra historia.






martes, 27 de mayo de 2014

Adios


Hoy he borrado del Facebook a Jose Carlos, otrora hubiera dicho mi amigo Jose Carlos, por desgracia ya no puedo hacerlo. Los buenos amigos se cuentan con los dedos de una mano y aun así te sobrarán dedos. El dejar de contar con él como mi amigo, no es un acto tan banal como supone el borrarlo de una red social, ha sido un hecho muy doloroso, como si me hubieran arrancado de nuevo el riñón, siento que a partir de ahora me falta algo.

Después de encontrarnos tras treinta años sin tener noticias mutuas, gracias a las maravillas de internet, conseguí encontrarlo en la red y podernos comunicar, tras las albricias le pedí retomar el contacto, necesitaba saber de sus padres y de sus hermanos a los que apreciaba por los recuerdos infantiles que me quedaban de ellos. Era capaz incluso de hacer el sacrificio de tomar alcohol para volver a sentarnos frente a unas voll damm como solíamos mientras intentábamos arreglar el mundo con nuestros diecisiete años. Como dos cincuentones hubiéramos evocado los mágicos momentos de nuestra niñez cuando nos reuníamos en el nuevo barrio recién construido, justo donde entonces terminaba Madrid, más allá solo quedaban escombreras y barbechos.

La rivalidad entre dos pandillas nos unió con unos lazos invisibles e indestructibles. Él era un año mayor que yo, lo que le confería una superioridad sobre mí que le daba la experiencia del que ha vivido un diez por ciento más que tú, por eso desde el primer momento, para mí fue mi hermano mayor, mi confesor, mi maestro, alguien en quien confiar mis pensamientos, mis sueños e incluso mi vida si hubiera sido necesario. Mi admiración hacia él nunca tuvo límites y según seguimos creciendo y acumulando experiencia, nuestra amistad se forjó con eslabones de acero.

No quiero analizar el porqué de nuestra separación, esta se produjo y ya está, otras ciudades, otros ambientes, después de tantos años, qué más da.

De la pandilla los rostros y los rastros se borraron, Domingo marchó a Méjico, Agustín se doctoró en Biología, sabíamos que triunfaría y triunfó, César fallecido de una sobredosis, era el que menos personalidad tenía y eso pasa factura en la vida.

Pero no quiero dejar un sabor amargo a mi escrito, aunque haya perdido a un amigo, me quedan los recuerdos, casi siempre buenos, recuerdo aquella vez que…

Los lunes tienen siempre un deje amargo, después de un fin de semana en la sierra disfrutando del campo con mi bicicleta, del río, etc. El lunes significaba volver a la monotonía que supone tener que volver a coger los libros, suspirar por las tareas incompletas y rezar para que no me preguntasen la lección pues a bien seguro no la sabría.

Lo único bueno del día era volver a ver a mis amigos de la pandilla y de camino al instituto contarnos nuestras aventuras del fin de semana. Ese día fue del todo especial ¡La bomba! Mientras yo, inútil de mí hacía el idiota en el campo como un rústico más, ellos habían conocido a un grupo de chicas. Según Jose Carlos me iba relatando los hechos acaecidos el fin de semana, me iba tirando más y más de mis cabellos.

-     Jose Antonio ¡Lo que te has perdido! Nos fuimos a pasear a los Nuevos Ministerios y allí conocimos a una chicas, de allí nos fuimos a tumbar sobre la hierba de los jardines del museo de Ciencias. Y de pronto ellas nos propusieron besarnos ¡Y con lengua!

-     ¡No jodas! ¿En serio?

-     Te lo juro

Por los rostros extasiados de los demás miembros de la panda colegí que me había perdido una experiencia maravillosa, algo que mi hormonas hacía tiempo que me reclamaban a voz en grito.

Recapitulemos, principios de los años setenta. Franco todavía estaba vivo y firmaba el “enterado” de fusilamientos varios, en los parques no se podía pisar la hierba y mucho menos tumbarse y las parejas solo se besaban en la oscuridad de los cines de barrio, esto era algo que entonces morbosamente contemplábamos con cierta avidez.

Con todas estas premisas, mis amigos habían conseguido besar a chicas, otrosí con lengua. No podía creer en mi mala suerte, pues no solía irme a la sierra más que en los meses de verano, las vacaciones de semana santa y algún que otro fin de semana ¡Y tenía que haber sido precisamente éste!

Para el domingo siguiente no hubo una segunda ocasión para mí, quedamos de nuevo con estas chicas y esta vez no perdí la asistencia al evento, pero no hubo besos, las muchachas habían perdido ya todo interés por los miembros de la pandilla y sus habilidades linguales, por lo que a media tarde se excusaron y desaparecieron de nuestras vidas. Por supuesto que el  más pesaroso quedó fui yo al verse alejar la posibilidad de compartir la experiencia que ellos habían ya disfrutado.

Afortunadamente todo llega en la vida, pero esto se demoró algunos años, mas eso es otra historia.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Cuentos

Mis recuerdos de la infancia siempre son en  blanco y negro, más bien grises y oscuros. Quizás se debiera a que vivía en un bajo cuyas ventanas daban a un patio cerrado por una alta valla. Así recuerdo mis cumpleaños, bajo la tamizada luz que entraba por persianas enrollables de láminas de madera.

En esta semioscuridad instalábamos el viejo tocadiscos portátil que mi padre trajo de Alemania cuando estuvo trabajando como emigrante, era por fuera un maletín algo barrigudo, lo abrías y una mitad era el altavoz, en monoaural, todavía el estéreo no estaba disponible. En la otra el plato junto a unos pocos mandos, volumen, revoluciones por minuto y encendido; simplicidad prusiana.
La ventaja que tenía, aparte de evitar tener un trasto permanente en una casa tan pequeña, era que mi hermano y yo, desde muy pequeños éramos capaces de insertar un disco y escuchar la música de los mismos discos una y otra vez que mi padre había traído de Alemania junto con el aparato.

Además de discos que apenas recuerdo sus melodías, mi madre compró una colección de cuentos infantiles. Narraban  relatos de Perrault, Andersen y los hermanos Grimm. Desconozco la intención que tendrían los autores, supongo que además de entretener buscarían un interés pedagógico, pero creo que eran terriblemente crueles, en mi juventud incluso, leí que algunos de estos cuentos se prohibieron en la liberal Suecia. Un país denostado por los sacerdotes del colegio por su protestantismo oficial y las costumbres licenciosas de sus moradores.

Recuerdo aquellas escuchas en el comedor de mi casa escuchando sentado sobre la alfombra en la penumbra ya mencionada. Había cuentos que me hacían meditar sobre lo terrible de la vida.

Nunca olvidaré la historia de los dos conejos que en medio de una cacería discutían sobre si los perros que los acechaban eran galgos o podencos. Los galgos los conocía, eran unos perros zafios que nunca acudían a las llamadas de los chavales ni para darles un jato de pan, pero nunca había visto un podenco, en el barrio nadie tenía mascota, eso es una moda moderna y en la sierra los únicos perros que había eran cruces de mastines como perros de labor, costumbres heredadas de cuando sus ancestros debían proteger al ganado de los extintos lobos, muchos años ha.
Y sobre todo nunca se me va de la mente la pegadilla cancioncilla que uno de ellos entonaba:

Mi abuelo que era un conejo,
viejo muy viejo reviejo
de los perros se sabía cuanto había que saber
y por ser valiente y cuco
se aprendió muy bien el truco
de esconderse o de correr
cuando el perro le acosaba
se ponía él a cantar...
y a los perros ahuyentaba...
Dumbi dumbi dumbi du
Dumbi dumbi dumbi du

Por eso mi buen amigo
yo te doy este consejo
que un día a mi me lo dio
mi abuelo que era un conejo.

No todos los cuentos eran tan amables, o casi, puesto que al final los conejos fenecían entre horribles convulsiones despedazados a dentelladas por los chuchos, había otros peores.

Hansel y Gretel o Garbancito, cuentos muy similares donde unos padres proletarios y empobrecidos ante la inopia más severa, deciden abandonar a sus hijos en lo más recóndito del bosque, en el caso de Garbancito, incluso varias veces ante su inesperado regreso.

Yo miraba a los míos y me echaba a temblar, las cosas no iban bien en casa, el televisor que tanto esfuerzo costó adquirir, se había estropeado, llevaba varios meses sin reparar y sin visos de asomarse el técnico nunca reclamado. Mi padre apenas era visible para el resto de la familia, en aquellos tiempos donde la libranza no era obligatoria, el trabajar de taxista hacía que mi padre trabajara siete días a la semana, desde el albor hasta más allá del ocaso.

¿Serían capaces mis progenitores de, un aciago día, tomarnos de la mano a mi hermano y a mí y llevarnos a dar un nemoroso paseo sin retorno?

Afortunadamente los afanosos desvelos de mi padre evitaron tal quimera, la verdad es que aquél era un mundo con poca maldad, además del registrado en los cuentos, la moral franquista evitaba en lo posible las malas noticias y el sadismo, en la tele lo peor que podía pasar es que Ironside quedara abocado a resolver sus casos en una silla de ruedas, donde todos los malvados acababan con penas gordísimas de cárcel o que el pequeño de los vaqueros de Bonanza se cayera del caballo rasguñándose el pobre. Todo esto hacía que nunca viera, como es posible hacerlo ahora, noticias o series de televisión donde aparecieran padres psicópatas capaces de las mayores atrocidades.

Afortunadamente un día apareció el técnico de la televisión, aquella gris con dos botones: UHF y VHF y un mando para el volumen y después de hurgar en sus interioridades, la magia del mundo reapareció a través de su tubo catódico, ya no tendría que verla en casa de mis amigos como un paria y sobre todo ya podía irme de paseo con mis padres sin tener que echarme un mendrugo de pan para hacer miguitas en el bolsillo de mi pantalón.










jueves, 6 de febrero de 2014

Detective por sorpresa III

III

La semana transcurrió plácidamente y más con la cantidad de elementos que había conseguido con los mil euros de mi pareja de clientes, además de una cena con mi mujer terminando la velada en un teatro.
En el trabajo cada vez que podía, me conectaba a internet buscando cualquier información general sobre el caso que me ocupaba, entré en las hemerotecas de los periódicos, pero solo informaban sobre conjeturas e información muy general y conocida por mí, no encontré nada especial.
Llamé así mismo al director del Colegio Mayor Nuestra Señora del Abeto, para solicitar una entrevista con él, preferiblemente el viernes por la tarde, aprovechando que no trabajo en ese día y en ese horario, al otro lado del teléfono una voz ronca y potente tras unos segundos de vacilación y ante mi insistencia en el hecho de que iba autorizado por los padres, aceptó la visita.
Pensaba que era el movimiento más lógico que debía hacer, primero hablar con el director y conseguir después su permiso para echar un vistazo al dormitorio de Ana e intentar hablar con sus vecinos de cuarto y posibles amistades que tuviera en el Colegio. A continuación pensaba ir a la facultad donde intentaría también localizar a personas que la conocieran. A partir de ahí, poco me venía a la cabeza sobre otros pasos a dar, según se dieran mis dos visitas, así seguiría con mi investigación.
Me sentía un detective dominguero, solo podría ocuparme del caso los fines de semana lo que no sabía era como podría acomodar mi horario de trabajo a mis actividades de investigación. El viernes por la tarde, después de comer me acerqué a Moncloa, en la calle San Francisco de Sales se hallaba el Colegio Mayor, en conserjería me presenté y advertí que el director me aguardaba. Después de la pertinente comprobación, el cancerbero me abrió las puertas y me indicó como llegar al despacho, al ver la puerta cerrada, llamé con los nudillos antes de girar el picaporte y pedir permiso.
-        ¿Se  puede?
-        Adelante, pase por favor.
Ante mí, en un despacho de paredes forradas de madera, la figura del director se asomaba detrás de un recio escritorio de madera noble, nada que ver con los existentes en la oficina donde trabajo, muebles más funcionales de tiras de madera prensada. A su lado en un armario bajo, unas fotografías enmarcadas en plata, mostraban a mi anfitrión junto a un expresidente del gobierno de cómico bigotillo y otra con el actual presidente. Al lado una banderita de España enrollada en sí misma, no terminaba de ocultar que el escudo que portaba era de otra época del siglo pasado.
-        Buenas tardes, mi nombre es Jose Antonio y como ya le dije por teléfono, los padres de Ana me han comisionado para que indague sobre su desaparición.
-        José Luis Carrasco, esto es realmente irregular, pero todo sea por el bien de Ana.
Me tendió una sarmentosa mano tan escurrida y huesuda como él. Alto, delgado y casi calvo en su totalidad, parecía que se escudaba tras unas gafas de un modelo pasado de moda, la camisa le quedaba holgada y por la abertura del puño una línea azul indicaba que ocultaba un tatuaje, no de color sino más bien de un color azulado como los que recordaba haber visto a legionarios o ex presidiarios.
-        Lo primero que se me ocurre es preguntarle si hay algo especial o nuevo además de lo que declaró a la policía.
-        No, en absoluto, nada nuevo.
-        ¿Algún otro alumno se ha dirigido a usted, con nueva información?
-        Nada, ya le digo.
-        Respecto a la vez que llegó ebria y usted tuvo que llamar a sus padres ¿Qué me puede decir?
-        Pues lo mismo que le dije en su momento a sus padres, el conserje detectó que llegaba en un estado calamitoso, es más la tuvo que llevar en brazos hasta su habitación. A continuación llamó a urgencias pues estaba cerca del coma etílico.
-        ¿No le avisaron a usted primero?
-        No, el protocolo es muy claro. Al ser un sábado por la noche, no hay servicio médico en el Centro, por lo que se llama directamente a urgencias, luego se abre un parte de incidencias que me llega a mí el lunes por la mañana.
-        ¿Sabe si llegó sola o venía acompañada?
-        Al parecer según me contó el conserje, la trajeron en un coche y ella como pudo llegó sola hasta la puerta, no llegó a ver a nadie.
Mientras le hacía preguntas, no dejaba de frotarse las manos y mover los ojos de un lado para otro, no era ocasional, más bien parecía su forma de ser, un tipo nervioso, seguro que la úlcera de estómago era una fiel acompañante suya.
-        ¿Tenía Ana muchas amistades aquí?
-        ¿Cómo saberlo? ¿Sabes usted cuántos chavales tengo aquí? Bastante tengo con el control de los empleados, el comedor, poner vigilantes para evitar novatadas, buscar ponentes para darles conferencias de su interés y mil cosas más.
-        ¿Podría visitar su habitación? No sé si se la han adjudicado a otro estudiante.
-        ¿A estas alturas del curso? Imposible, está tal cual la dejaron sus padres cuando se llevaron sus cosas.
Salimos del despacho en busca del ascensor, por el camino le oí mascullar: -Eso me pasa por admitir a paletos muertos de hambre. – Conociendo a su familia, en eso se equivocaba gravemente, después de varias generaciones emparejándose endogámicamente Paco y Elvira tenían abundancia tanto en tierras, como en casas y pajares, de hecho tras vender un par de huertos en terreno edificable, con el beneficio edificaron una casa de tres alturas abandonando el solar de sus ancestros, una vieja casa donde en la entrada, una añosa acacia les daba sombra en el estío. Bajo el árbol mis recuerdos me llevaban a evocar la imagen de varias mujeres, entre ellas mi madre, tejiendo o haciendo ganchillo al amor de una radio.
Abandoné mis pensamientos justo al llegar a la habitación que me señaló como perteneciente a Ana, la cama hecha daba apariencia de normalidad al lugar, abrí los armarios y los encontré totalmente vacíos, frente a la cama, pegados con cinta adhesiva un poster de un cantante de moda y al lado contemplé sonriente una postal de su pueblo. Alameda del Valle relucía en una fotografía hecha desde el puente del río Lozoya, a la izquierda la  figura de la iglesia se imponía sobre el fondo montañosos y algo nevado de los montes Carpetanos, en el centro el camino hasta la plaza del ayuntamiento y a la derecha el viejo sauce llorón que, para mi desgracia, hurtaba precisamente de la vista, la casa de mi madre.
Abrí el cajón de la mesilla y observé que también se hallaba vacío, al intentar cerrarlo noté que no  conseguía hacerlo del todo, había algo que lo impedía, saqué el cajón y tras arrodillarme vi un pequeño objeto al fondo, metí la mano y saqué una pequeña cruz repujada en plata.
-        Una cruz copta. – Dijo el director.
-        ¡Ah! ¿Sí?
-        Sí, bueno, eso parece.
Hubiera jurado que lo vi ruborizarse, las manos le temblaban nerviosamente, me pidió la cruz y se la di, la manoseó dándola varias vueltas, como si fuera una llave en vez de una cruz, se la acercó a los ojos y tras observarla un tiempo, al fin me la devolvió.
-        ¿Le dice algo la cruz?
-        No, no, en absoluto, jamás la había visto.
A mí no me daba esa impresión, pero no podía insistir sin dejarlo por mentiroso.
-        Me la quedaré si no le importa para entregársela a su familia.
-        Bien, me parece muy bien.
-        Para terminar, me gustaría que me autorizara a preguntar a sus vecinos de habitación si la conocían a ella o a sus amistades.
-        No lo sé, esto me parece muy irregular, tenga en cuenta que tengo que velar por la intimidad de mis clientes.
-        No se preocupe, no les molestaré más que lo imprescindible, solo será un momento, unas preguntas, no creo que sea una molestia.
-        Está bien, vamos.
-        Perdón, me gustaría hacerlo yo solo si no hay ningún impedimento, si le ven a usted es posible que no hablasen con libertad.
Se me quedó mirando con cara inquisitorial, Torquemada mismo no me habría mirado con mejor cara después de manifestarle mi ateísmo, al final una nerviosa mirada a su reloj le obligó a decidirse.
-        Mire, yo tengo mucho trabajo que hacer, haga usted lo que quiera, pero por favor respete el centro y no moleste a los chicos.
-        No se preocupe, confíe en mí, solo será un momento.
Apenas musitó una despedida y rápido tomó el camino hacia las escaleras, siquiera esperó el ascensor.

En el pasillo me quedé pensativo, estaba claro que sabía más de lo que quería aparentar. – En fin suspiré, vamos a preguntar a los vecinos. – Y me encaminé hacia la puerta de al lado.


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viernes, 31 de enero de 2014

Detective por sorpresa II

II

Inexorablemente el sábado llegó. Después de dormir la siesta, me dispuse a  visitar a mi madre, por lo menos una buena merendola me aguardaba, ya me estaba relamiendo con solo pensar en el chocolate y en las rosquillas para mojar en él. Es lo que tiene una madre, cuando ya no te tiene a su cargo, que no la importa malcriarte ¡a buenas horas!
Entré en su portal como el condenado que se acerca al cadalso, o casi. Francamente me sentía apesadumbrado y expectante ante lo que se me avecinaba. Llamé al timbre y una sonriente madre, como solía, me hizo pasar después de darme dos besos.
En el comedor, donde mi madre me había conducido, se hallaban los atribulados padres. Intercambié un fuerte apretón de manos con Paco y dos besos con Elvira y me senté ante una humeante jícara de chocolate, con la que empecé a batallar armado de varias rosquillas mientras Paco tomaba la palabra.
-        Ante todo discúlpanos, solo la desesperación hace que recurramos a ti, tu madre nos ha comunicado tu reticencia que entendemos y comprendemos, pero piensa en tu hija y en que tú serías capaz de cualquier cosa si desapareciera. Tu eres inteligente, bien lo sabemos pues te conocemos desde que naciste, conoces esta ciudad, eres honesto y sabemos que si aceptas nuestra propuesta no nos defraudarás, incluso si no logras encontrarla, de verdad que aceptaremos lo que nos digas, pero solo te pedimos por favor que lo intentes.
Me quedé mirando a la pareja meditando, ante mí se presentaban dos amigos de mi madre de la niñez, allá en la sierra de Madrid. Egoístamente pensé que siempre se portaron muy bien con nosotros, al ser ganaderos y agricultores, nunca en casa nos faltaron calostros, una “delicatesen” imposible de encontrar ni en el más insigne templo del gourmet. Cuando hacían matanza, nos regalaban morcillas, chorizos, somarrillo y panceta. De su huerto, nunca nos faltaba calabacín con el que mi madre nos hacía un pisto de rechupete. Todo esto a cambio del pan duro que íbamos almacenando para llevárselo para sus gallinas, es decir un negocio redondo, la balanza se inclinaba siempre a su favor.
También influía la vista del panorama que tenía ante mí, Paco y Elvira, nunca fueron gruesos, más bien al contrario, años de trabajar de sol a sol les habían convertido en dos enjutas figuras fibrosas y morenas, pero esta vez ante mí se presentaban dos espectros, ojerosos e incluso todavía más delgados, la ropa que vestían les bailaba por toda su anatomía, parecían dos grotescos espantapájaros.
Todo esto hizo que me decidiera, imaginaba que más de una vez me iba a arrepentir de mi decisión, pero en el fondo me intrigaba saber hasta donde sería capaz de llegar con mis averiguaciones, si sabía la teoría ¿sería capaz de llevarlo a la práctica? Por lo que pronuncié las dos palabras que vinieron a buscar:
-        De acuerdo
-        ¡Qué alegría! Tú no sabes lo feliz que nos haces.
Para mi desgracia acompañaron sus frases con una ronda de abrazos, lo que me azaró en grado sumo, no estaba acostumbrado a tantas muestras de afabilidad, ni me las imaginaba que dos personas tan serias, por su espíritu castellano tan poco dado a estos excesos, del que yo también me sentía imbuido, no en vano mis raíces son muy carpetovetónicas.
Tras conseguir despegarme de sus efusivos abrazos, les solicité todos los datos que dispusieran. Ellos, prevenidos traían una carpeta con fotocopias de la documentación que poseían. En primer lugar destacaba el papel oficial con membrete del Ministerio del Interior con la denuncia interpuesta en la comisaría de  Arganzuela, en la que se indicaba que tras recibir la llamada del Colegio Mayor donde se alojaba, éste les comunicaba que Ana llevaba una semana sin aparecer por su habitación, allí se personaron y tras revisar sus pertenencias, y al no detectar la ausencia de vestuario que pudiera indicar una ausencia voluntaria, interpusieron la  correspondiente denuncia. El resto de documentos eran recortes de periódicos donde se hacían eco del suceso.
-        ¿Qué se hizo de sus pertenencias?
-        Después de revisarlas, la policía nos permitió que las retiráramos, así que las metimos en un par de maletas y nos las llevamos a casa. – Me respondió Elvira, que parecía más templada que su marido.
-        Podré acceder a contemplarla?
-        Cuando quieras, en nuestra casa del pueblo están.
-        Necesitaré asimismo una foto de ella.
-        Sí, toma, ya lo tenía previsto.
De su bolso sacó una foto de Ana, el tiempo transcurrido desde la última vez que la vi, había transformado una adolescente en una bella mujer. A pesar de haber heredado los duros rasgos cetrinos de sus padres, al tener la complexión algo más rellena en su cuerpo y mejillas, el efecto visual era más agradable. Destacaba sobre todo su sonrisa franca y abierta, la recordaba de su infancia como una niña abierta y locuaz, con un desparpajo fuera de lo común para su edad.
-        ¿Qué estaba estudiando?
Casi me avergonzaba de inquirir detalles de su vida, a pesar de no ser de mi familia, la cercanía en el trato entre sus padres y los míos durante tantos años, hacía turbarme al querer conocer detalles generales sobre su vida, que quizás debería de haberme preocupado por mí mismo de conocer, con el contacto directo.
-        Administración y dirección de empresas.
-        ¿En qué universidad?
-        En la Complutense.
-        ¿Y decís que vivía en un Colegio Mayor?
-        Sí, en el Colegio Mayor Santa María del Abeto. Gracias al párroco del pueblo, nos pudo arreglar los papeles y conseguir una beca para que la estancia no se nos hiciera muy onerosa.
-        ¿Tenía novio, algún amigo o amiga especial?
-        No, que sepamos, nunca nos comentó nada, ni en vacaciones trajo a nadie que la acompañara.
No pude por menos que asentir gravemente, qué poco conocemos de nuestros hijos, nos pasamos la vida criando unos seres que cuando traspasan la puerta del hogar, se transforman en unos perfectos desconocidos.
-        ¿Hay algo más que deba saber?
Esta al parecer fue la pregunta clave, pues ellos primero se miraron entre sí y luego bajaron los ojos hasta el suelo, se hizo un silencio incómodo mientras aguardaba su respuesta, al cabo, Elvira arrancó por fin su parlamento.
-        Bueno, no sé por dónde empezar, entiéndenos, no es fácil, de todas formas si vas al Colegio te vas a enterar igual, mejor que sea por boca nuestra. Hace como tres meses nos llamó el director del Colegio para que nos presentásemos de inmediato pues tenía un asunto muy grave que contarnos. Me acerqué yo sola pues Paco no podía de repente desatender los animales ni encontrar a un familiar a quien encomendárselos, como te decía, me acerqué a Madrid lo más rápido que la prudencia me dictaba al conducir y cuando por fin entré al despacho me encontré al director mirándome muy gravemente, me contó que la noche anterior, Ana había llegado en un grado sumo de intoxicación etílica, por lo que se había visto obligado a llamar al SAMUR para que la tratara. En aquel momento ya se encontraba bien en su habitación controlada por el servicio médico del centro. Me explicó que era una falta extremadamente grave, castigada generalmente con una fulminante expulsión del centro. Como te puedes imaginar, rogué, supliqué e hice todo lo que una madre es capaz de hacer por el bien de su retoño. Al final, después de mucho batallar, logré que todo quedara en una amonestación con la advertencia de expulsión si el hecho se repetía.
-        ¿Os dio alguna explicación sobre lo que había pasado y con quién había estado?
-        No, cuando pude hablar con ella ya recuperada, me echó unas lagrimitas y prometió no volver a repetir tal experiencia. No quiso contar nada más. Ten en cuenta que después del susto padecido, el verla sana y salva fue suficiente para nosotros.
-        Es una lástima, hubiera tenido un hilo por donde tirar. ¿algo más?
-        No, te prometo que te hemos contado todo lo que sabemos. ¿Cómo lo ves? ¿Habrá posibilidades de que la encuentres?
-        Qué quieres que os diga, no soy un profesional, intentaré moverme y preguntar a todo el que pueda. Por cierto, no estaría de más que llamaras al director del Colegio y le advirtieras de mi próxima visita. Pero ya os digo, a la policía todos estamos obligados a responder, pero a mí… Espero poder indagar algo, pero os lo vuelvo a repetir, no os prometo nada.
-        Eso es suficiente para nosotros, de verdad, con que lo intentes es suficiente.
Se pusieron de pié dando fin a la conversación y a la visita, educadamente los acompañé hasta la puerta y antes de que pudiera cerrar, Paco, al que en sus ojos unas rebeldes lágrimas propugnaban por salir, me alargó un sobre que acababa de sacar del bolsillo del pantalón.
-        Toma, lo necesitarás por si tienes gastos.
-        Pero…
Apenas pude musitar una frase para indicarle que los favores personales no se cobran, que me sentía pagado por la amistad entre nuestras familias a través de los años. Me fue imposible, él mismo asió el pomo de la puerta para cerrarla y no pudiera devolverle el sobre.
Dentro del sobre, veinte billetes de cincuenta euros destellaban como si de un tesoro se tratara, creo que su luz se reflejó en mis ojos y mi mente comenzó a trabajar.
-        ¿Y eso? –Me preguntó mi madre. - ¿Qué piensas de todo el asunto?
-        No lo sé mamá, pero de momento me voy a El Corte Inglés.



Dedicado a Lali por su cumpleaños, que disfrutes y cumplas muchos más.




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