domingo, 28 de julio de 2013

La trilla

Cuando llega la canícula a la Sierra, no puedo por menos recordar que antiguamente era la época de la trilla en las eras.
Para dos mocosos urbanitas que éramos mi hermano y yo, y más en un paraje que, aunque se hallaba a 90 kilómetros de Madrid, la corriente eléctrica apenas podía sustentar las bombillas en los salones de las casas, por lo que ver la televisión era pura entelequia.
Nuestras diversiones no eran pocas a pesar de ello, además de la bicicleta, siempre había la posibilidad de intentar pescar a mano o con caña las escurridizas truchas que poblaban el Lozoya  y el Sauca, además de divertirnos cazando ranas, renacuajos y otras sabandijas.
Pero había otra diversión fabulosa, ayudar en las labores el campo a los paisanos de allí, esas labores seculares que nadie en la ciudad era capaz de imaginar ni de enseñarte, quizás porque no se daba ninguna importancia o que se pensara que eran labores de baja disposición o condenadas al olvido y a la extinción. Nadie en su sano juicio en un colegio capitalino sería capaz de ver la importancia que tiene para la educación infantil, el aprendizaje de ordeñar una vaca, ayudar a parir a una gorrina y mucho menos observar como el toro padre cubría a una vaca, además de ser capaces de usar una guadaña para segar hierba, utilizar una hoz para cosechar trigo o cebada y una labor capaz de Alejandro Magno: uncir una yunta al ubio.
Estas y otras labores estábamos deseando que nos dejasen hacer, es curioso, lo que para la gente del campo era un afán, para nosotros era pura diversión, también pienso que pensaban que los chaveas de la capital estábamos un poco mochales.
Ya he contado que mi abuelo no era natural del valle, sino que la pobreza de la posguerra le había llevado a sentar sus reales en Alameda huyendo de una vida de miseria en su Torrelaguna natal, ochocientos años antes otro paisano de nombre Isidro hizo lo mismo con dirección Madrid. Esto hizo que no tuviera ni tierras ni ganado empleándose como aparcero en las tierras de los demás.
Por lo que treinta años después sus nietos si querían participar en esas labores como diversión, era ir con abuelos ajenos. Nuestros favoritos eran Nemesio, el abuelo de mi primo, y Paco “el palanco”
Todo comenzaba con la siega del cereal, una labor ímproba y terriblemente tediosa, creo que nunca me quedé a observar cómo trabajaban en los campos de secano, allí se dejaban la espalda de tanto agacharse, usaban como tocado un sombrero de paja de amplias alas para protegerse de la solanera que les atizaba inmisericorde. También tenía su técnica, cada cierto volumen de manojos, los agavillaban para ponerlos en montones que se pudieran luego manejar con las horcas para montarlos en los carros para su transporte.


Acto seguido iban a las eras para limpiar su parcela, nunca fui capaz de saber cómo eran capaces en aquél llano sin mojones que delimitasen el terreno, de colocar cada año en el mismo lugar la parva. En aquellos años todavía se colocaban del orden de quince a veinte parvas, en muy pocos años desaparecieron todas.
Otro acto era la colocación del chozo, todos iban al mismo cuadrante donde se había sorteado la saca de leña, para cortar robles de tres metros de largo, se bajaban con la yunta y los colocaban como si de un tipi de indios americanos se tratase, a mí me parecía cosa de brujería, tenía la misma magia que los botijos, fuera del chozo rondarían los treinta y pico grados al sol, pero dentro la temperatura descendía de golpe una decena de grados. Dentro guardaban mientras duraba la trilla, los avíos para la parva, el citado botijo y el almuerzo de la familia; como en el campo no se desperdiciaba nada, luego el chozo serviría para aumentar la provisión de leña para el invierno.


Una vez desgavillado, el cereal, trigo o cebada, se colocaba formando un círculo perfecto, la parva, y en ese momento llegaba la diversión, para nosotros por supuesto. Se uncía una yunta a un trillo, esto era una tabla de dos metros por uno que en la parte inferior tenía incrustada multitud de pedernales y trozos de sílex afilados, éstos al pasar repetidamente por los tallos de trigo cortaban la caña en trozos minúsculos de paja y a la vez desgranaban el cereal. En la parte superior se colocaba una banqueta para poder descansar y poder dirigir mejor a las vacas, para eso teníamos unas riendas para guiar y una aguijada para estimular la yunta pues tenían tendencia a detenerse y ponerse a comer de la parva.
Imaginábamos que conducíamos un automóvil por el tráfico de Madrid, aunque al final se transformaba en algo tedioso, siempre dando vueltas en el mismo sitio, francamente aguantábamos un par de horas y luego nos íbamos a bañar al río o a jugar al futbol con nuestra pandilla en cualquier prado.
Así mientras duraba la trilla, dependiendo de la cantidad de cereal que tuviesen sembrado. Según contaban los abuelillos, antiguamente la trilla se hacía con mulas, y ahora se hacía con recias vacas de raza avileña, con mulillas la trilla debió de ser vertiginosa, al ir mucho más deprisa, pero al igual que los borricos estaban en franca recesión, eso es lo que les tuvo que pasar a las mulas, pues nunca vi ninguna por el valle más que en ajadas fotografías del álbum de mi abuela.



La operación final, era aventar la paja para ensacar el grano, pues se almacenarían por separado en la parte superior de las cuadras del pueblo para usarlos como forraje y cama del ganado.
De pronto una mañana al asomarme a las eras, la encontraba vacía y solitaria, o no me daba cuenta seguramente, era algo natural, como la caída de la hoja en otoño, la única ventaja para la chiquillería era que teníamos un llano despejado de cualquier piedra y cardo, apto para la práctica de nuestra afición futbolística.


sábado, 20 de julio de 2013

El pinchazo


En mis vacaciones de verano serranas jugaba un papel importantísimo mi bicicleta, una BH de color rojo, y es que las bicicletas siempre han sido para el verano, según me desayunaba, cogía la bici y me montaba mi Tour particular, yo era Fuente “El Tarangu” ganador de la Vuelta a España más espectacular del siglo XX, subía el repecho del Empalme y me figuraba hallarme en el Tourmalet pero si aun me esforzaba más y conseguía coronar “la Cabeza” imaginaba ser Ocaña, otro gran corredor de entonces, y vestir el maillot de topos como rey de la montaña. Incluso tenía mi contrarreloj particular, en el llano de las eras pedaleaba con fruición para batir mi propio record contra el cronómetro que marcaban los latidos de mi corazón.

Pero ¡ay de mí! Negros nubarrones acechaban mi prometedora carrera como ciclista profesional, mi enemigo número uno era el temido pinchazo, con ocho años cumplidos y sin ningún equipo patrocinador de mis esfuerzos, cada vez que padecía uno, solo me quedaba descabalgar de mi montura y aguardar hasta el fin de semana cuando llegaba mi padre y me salvara de mi desazón y reparara la avería. Mientras tanto me veía condenado a la triste vida de peón de infantería, y ya no era lo mismo, por entonces el atletismo no estaba en boga y España no poseía ningún héroe a quien emular, por lo que mi imaginación se hallaba constreñida, pues todavía no tenía la edad de soñar con chicas.

Un día de estos aciagos, al verme cabizbajo, mi abuela reparó en mí (¡milagro!) y preguntó el motivo de mis cuitas, mi desazón y mi tristeza.

-         Abuela, tengo la bici pinchada, estamos a lunes y hasta el sábado no vendrá mi padre desde Madrid.

-         Pues vete a ver a Víctor, el de la Gregoria, le dices que vas de parte mí y que te haga el favor de arreglar el pinchazo.

Alborozado, arrastré la bici por las rúas del pueblo hasta la vivienda del ínclito Víctor, mi salvador.

Éste al verme me preguntó:

-         ¿Qué quieres chavea?

-         Me manda mi abuela para que me arregles el pinchazo.

El tal Víctor que conocía mudó de improviso su semblante transformándose en un ser que no conocía. Víctor era conocido en el lugar, aparte de por ser el más bruto en leguas a la redonda, por su hazaña de traer un jabalí sobre los hombros desde lo alto del monte; pues bien, también se le conocía por ser el más simpático y dicharachero, poco acorde con el estereotipo de la raza castellana.

Acto seguido me preguntó:

-         Oye ¿Tú y yo somos familia?

-         No que yo sepa.

-         Pues hoy te arreglo el pinchazo para que tu abuela no diga, pero  ya te estás buscando a alguien de tu familia para los sucesivos.

Después de agradecerle la prima y postrera reparación, me alejé de su casa cabizbajo, estaba muy claro que el consejo de mi abuela había servido de muy poco, pedaleé con cuidado mirando muy bien donde encarrilaba las ruedas del velocípedo para evitar otro pinchazo que me supusiera de nuevo la pena de apearme de mi máquina de soñar.

Pues bien, si algo tiene que pasar, pasará, pues me vi abocado a un nuevo pinchazo para mayor desesperación, el mundo se me cayó encima ¿Y ahora qué? Ante la imposibilidad de emparentar con Víctor antes del fin de semana y la repetición pertinaz de los pinchazos, pensé seriamente en emular a Vittorio de Sica y agenciarme una bicicleta del prójimo más cercano.

Pero antes de comenzar mi carrera de delincuente, el Señor tuvo a bien mandarme un ángel para evitar mi visita a los calabozos de la guardia civil de Rascafría, pues francamente era de cajón que con mi edad iba a ser capturado in fraganti delicto.

Mi primo Julio era un personaje especial, al ser su abuelo natural de Alameda, en vez del mío que era emigrante, su abuelo tenía tierras, pajares y lo que era mejor: vacas, gorrinos y perros, grandes fuentes de diversión, juntábame con él y con mi Chache para realizar labores exóticas para un chaval urbanita como trillar, segar, recoger ganado, ordeñar y sobre todo montar en carro guiado por una yunta de vacas.

Pues bien, al verme preparándome un pasamontañas para cometer mi tropelía me interpeló:

-         ¿Por qué no se lo dices a mi tío Emilio? Seguro que te arregla el pinchazo sin problemas.

A pesar de mi pésima anterior experiencia, no paré en mientes a pensar en su ofrecimiento de lo desesperado que estaba, Su tío Emilio era apodado “el guindilla” y no era en vano, todo el carácter rural castellano se hallaba corregido y aumentado en él, hosco, de manera feroz y voz desabrida, era alguien de quien solía apartarme e incluso difuminarme ante su presencia.

Pues bien, allí nos encontrábamos mi bicicleta y yo ante él, como el pueblo elegido ante Moisés, aguardando mi salvación.

Después de la exposición de mi primo sobre mi grave problema, Emilio me miró y pasó su callosa mano sobre mi hombro, me miró a los ojos y me dijo:

-         Si te arreglo el pinchazo, cada vez que tengas otro me vas a venir a molestar, yo vengo tarde y cansado de las faenas del campo y no estoy para componer las bicicletas de todos los zagales del pueblo, así que vamos a hacer otra cosa, vas a aprender a hacerlo tú mismo.

Y así fue, allí y en aquél momento aprendí a desmontar la rueda, sacar la cámara, inflarla un poco para una vez metida en un barreño con agua, descubrir dónde se hallaba el insidioso agujero, a partir de allí había que rasparlo un poco con una lija, aplicar pegamento y colocar el parche sin arrugas, apretarlo un poco, dejarlo secar y de nuevo la operación inversa de montar la cámara con la ayuda de tres desmontables, colocar la cubierta, inflar la rueda y ¡Ale hop! Problema solucionado.

Por desgracia en el mundo hay más Víctor que Emilios, no nos vamos a engañar, Utopía no existe ¿Moraleja? Ninguna, la vida es así, pero mi veneración y mi recuerdo para todos los Emilios que se cruzaron por la mía.

 


 

sábado, 6 de julio de 2013

Zenda

Creo que la primera vez que la vi fue en el templo de Isthar, mi amo me citó allí y entre tantos oropeles ella destacaba claramente. En lo alto de una tarima ella se cimbreaba al son de los cascabeles que envolvían sus tobillos, en el momento en que parecía que se iba a quebrar su espalda, pues ya mayor torsión era imposible, un agudo golpe con los crótalos hacía que su cuerpo girase bruscamente en la dirección contraria haciendo escapar un suspiro a toda la concurrencia que seguía embelesada su baile.
De esos, el que con mayor arrobo la contemplaba sin duda era yo, imaginaba que era una diosa que había descendido del cielo solo para deleitarme con su presencia, la podía estar viendo toda la eternidad, saboreando con la vista aquel cuerpo sucintamente apenas vestido con un faldellín de cuero, brillante por el aceite, y lujurioso por el sudor que chorreaba entre sus pechos. Mi vida y mi corazón se detuvieron en aquel instante.
Mis pensamientos ¡Ay! Se vieron interrumpidos en aquel instante, un vergajo recorrió la piel de mi espalda causándome un vivo dolor.
-        ¡Despabila, zopenco inútil!
Al parecer mi amo, reparando en mi presencia me había solicitado la entrega del pequeño cofre que iba a dar como ofrenda a los sacerdotes del templo, y yo no me había dado cuenta de su requerimiento, embobado como estaba en la contemplación de la bella bailarina.
-        A fuer de ¡Si se ha puesto como un burro!
Un sonrojo mayor que el sol al ponerse en el desierto, llenó mi rostro. Inadvertidamente había tenido una erección al contemplar el baile de mi diosa, es algo que un pobre esclavo sin vida sexual propia, sin acceso al trato con mujeres, era incapaz de soportar estoico, el deseo al verla con ese baile tan sensual había sido superior a mi razón; estólido, me había puesto en evidencia delante de la gente que llenaba el templo los cuales prorrumpieron en una gran risotada general y comentarios alborozados y subidos de tono.
-        Espérame en mi tienda pollino rijoso, que he de convertirte en un gallo capón.
Con esas palabras de mi amo huí de allí avergonzado no sin antes vislumbrar cuando me giraba hacia la salida una sonrisa socarrona de mi diosa.
 
 
Desde entonces creo que la vi un par de veces, o no, quizás en el expolio de Cartago la vi correr despavorida huyendo de varios legionarios, o en el rostro de una campesina de Panonia, o en la mirada desafiante de una concubina del harén de Darío.
Mas no por ello dejé de soñar con ella y la primera vez que la vi, a la luz de las hogueras pensaba en ella y en las llamas que brujuleaban me la imaginaba danzando para mí. Nunca nadie entendió el porqué de mi inapetencia con otras mujeres, en los asaltos a ciudades sin nombre, mientras todos tomaban por la fuerza a las mujeres del vencido, yo me sentaba a la sombra a pensar en ella y en nuestro reencuentro si este se producía, tenía todo el tiempo del mundo, o eso creía yo.
La siguiente vez que la vi fue en un triste garito donde no recuerdo el lugar, gastaba mis últimos táleros en un corro donde unas ajadas cartas, tanto como mi vida, marcaban una huida hacia adelante, mis contrincantes eran soldados como yo ahítos de sangre con los ojos inyectados de sangre tras una velada interminable dentro de una habitación sin ventilar. El olor a sudor y humo de tabaco se mezclaba con el del miedo, extraño olor siendo todos unos asesinos en potencia, curtidos en mil batallas capaces de la mayor aberración.
Una gitanilla asomó por la frazada que hacía las veces de puerta, clavó sus ojos en mí y en ese instante me di cuenta que volvía a encontrarla. Abandoné la partida entre las protestas de mis compañeros, un leve rugido y el asomo de mi daga, sirvió para poner tierra al asunto, conseguí estirar mis anquilosadas piernas y salí en su búsqueda, en aquel pasillo convertido en tiro de chimenea para las habitaciones la encontré expectante, relamiéndose como una gata que espera que se acerque su ratón.
-        Espera La dije,  asiéndola de la mano y reteniéndola junto a mí.
-        No te esperaba aquí Me contestó.
-        ¿Dónde pues?
-        Aléjate de mí, soy la fuente de todo mal.
-        De esa fuente deseo beber.
No la permití una frase más, hundí mi boca en la suya para calmar esa sed de siglos que me mantenía con vida, abrí la puerta más próxima y mostrando mis armas a sus inquilinos, graciosamente nos cedieron el sudado jergón, allí caímos estrechamente abrazados como una serpiente con su presa, así empezaba a sentirme, ella me devoraba poco a poco mientras yo entraba en ella sintiéndome cada vez más como su alimento mientras iba siendo envuelto por sus poderes mágicos.
Cuando desperté, ella había partido de mi lado, aparté las chinches que corrían por mi cara y cogí mi ropa, noté enseguida que mi bolsa había sido vaciada de los dineros que contenía, pero me daba igual, poco desazón era para quien tenía la eternidad como bandera.
 
 
En los siglos venideros no supe de ella, el mundo evolucionó hasta límites inconcebibles para alguien de mi época, di mil pasos en todas direcciones lo mismo abrazaba armas que nuevas corrientes de espiritualidad que iban surgiendo, el mundo no tenía fronteras para mí pero siempre me sentí insatisfecho, deseaba regresar a mis orígenes aunque comportara volver a la esclavitud, una vida larga y disoluta no me había traído la felicidad, deseaba una estadía morigerada al lado de mi amor imposible.
Aun hoy cierro los ojos y pienso en ella y en mi amor inmortal, en lo grande que es el mundo para mi desgracia y en lo inalcanzable de su persona, sé que está allí entre medias de seis mil millones de almas que pueblan este planeta, pero no puedo ir una por una mirándoles los ojos para descubrir un atisbo de vida que reconforte la mía.
 

 



A pesar de no conocerla físicamente, siquiera en imagen, además de dedicar este relato a Zenda, tengo que agradecerla que me haya desperezado y animado a tomar de nuevo la pluma virtual, además de ser un modelo a seguir por su buen hacer con una cámara fotográfica.

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