sábado, 24 de octubre de 2015

Afganistán


Las charlas sobre Afganistán que nos iban dando en el cuartel, cada vez más intensas según se acercaba la fecha de embarque, apenas reflejaban nada sobre lo que íbamos a encontrar allí, a pesar de la sobreabundancia de medios audiovisuales, yo me evadía en el aula y soñaba con una tierra similar a la que aparece en Rambo III.

Que era, lo sigo siendo, un soñador, lo asumía desde que nací. A veces después de leer un capítulo verdaderamente intenso de un buen libro, apartaba mi vista de él y con la mirada en el infinito revivía todo lo leído como si lo estuviese viviendo en el presente conmigo de protagonista.

Los elevados índices de paro juvenil me llevaron a incorporarme a la milicia, creo que esto se lleva haciendo en España y en el mundo desde los principios de los tiempos. No era una vida que me placiera en exceso, monótona como ella sola, la vida cuartelera tiene esos vaivenes, meses y meses de instrucción cuartelera y de pronto apenas un par de semanas de maniobras para desentumecer los músculos y orgullo de nuestros mandos.

¿Voluntarios para Afganistán? ¿Y quién no? El sueldo crecía, vería mundo e iríamos de misión humanitaria a salvar a no sé quién de no sé qué ¿A quién le importaba? Fuera del cuartel y de su monotonía durante seis meses y ganando indulgencias plenarias para el otro mundo por salvar a la humanidad.

Datos de la Wikipedia: El nombre Afganistán deriva directamente de la forma árabe Afġānistan que a su vez está basada en una forma irania que significa ‘tierra de los afganos’ (afghāni 'afgano' + persa stan 'país'). En su uso moderno deriva de la palabra afgano. Los pastunes comenzaron a usar el término afgano como un nombre para sí mismos.

Calor, esa es mi primera impresión al llegar a Herat, y todavía le queda al termómetro espacio para subir, estamos en primavera y la cosa va a ir a más, por contra, las noches son más que frescas, creo que aquí no hay término medio, todo son extremos, desde la buena gente que te saluda, hasta el “insurgente” agazapado para meterte una bala en el caletre.

Otra vez encerrado en un cuartel, aquí no hay posibilidad de hacer turismo, parecemos invasores resguardados en nuestros roques vigilando a nuestros súbditos, no tengo claro el porqué de nuestra estancia a pesar de todo lo que nos quisieron inculcar antes de llegar.

Por fin a las pocas semanas comienzan las patrullas, esa va a ser nuestra monótona labor a lo que parece, a pié o en vehículo damos vueltas por la ciudad, tensos, con el dedo cerca del gatillo y mirada circunspecta, incluso algo aviesa, es lo que tiene no saber quién es tu amigo y quién tu enemigo, todos son iguales, todos visten igual, mismos rostros, diferente personas, nada que ver con las guerras corrientes en las que un uniforme distingue a los contendientes.

Según pasaba el tiempo las patrullas se iban alejando cada vez más de la base, como si la confianza en la tranquilidad que reinaba, al parecer nuestros políticos habían asumido para nosotros una zona de baja intensidad insurgente, nos hacía envalentonarnos y tomar menos precauciones, el dedo cada vez estaba más relajado y más alejado del gatillo.

Comenzábamos incluso a patrullar en zonas alejadas embarcados en helicóptero, nos abandonaban de madrugada y al caer la tarde nos venían a recoger. Siempre pensamos que nos dejaban en medio de los lugares más desérticos y desolados del país. Allí donde la vida se manifestaba en apenas unas briznas de hierba y oscuras sabandijas que intuíamos más que verlas.

En una de estas patrullas fue cuando comenzó todo. Una repentina tormenta de arena hizo que me alejara involuntariamente de mi patrulla, cuando el ambiente se aclaró me encontré como el piloto del Principito, sur le sable à mille milles detoute terre habitée. J’étais bien plus isolé qu’un naufragé sur un radeau au milieu de l’Océan[1]

Como no era el portador de la radio no tenía ninguna posibilidad de comunicarme con la base ¿Qué hacer? No tenía claro cuánto tardarían en venir a buscarme, así que me dispuse a salir a su encuentro, si éste llegaba, comenzando a caminar hacia el oeste, o lo que a mí me parecía que lo era.

Sol, un paso, otro paso, otro más. Así uno tras otro intentando ir en línea recta, de vez en cuando gritaba, al final callé, nadie me oía. Cuando se acabó el agua abandoné el chaleco antibalas, tenía otros peligros ante mí más graves que una bala. Luego vino el casco, las cartucheras, el fusil no lo tiré, si conseguían rescatarme con vida más valía que fuera con él en mi poder.

Día, noche ¿Cuál es la diferencia? Un día, un año, una vida, todo tiene la misma duración, un paso tras otro como un metrónomo cruel, tic, tac, tic.

Abrí los ojos, ante mí estaba Jesucristo dándome de beber, a mí, a Judah Ben-Hur, bebí con avidez antes de caer en la oscuridad.

Mis ojos se vuelven a abrir, penumbra, lo agradezco, estoy en la sombra que da una cabaña de barro y pieles, a mi alrededor objetos de los que desconozco su utilidad. Intento moverme, lo dejo para luego, vuelvo a dormir. Aparece el anciano me da algo que supongo leche, extraño su sabor, es fuerte y agria. Me ayuda a incorporarme, ante mí humea un hogar sobre el que hay dispuesto una cazuela que borbotea, una mujer lo remueve de vez en cuando. La cortina que hace de puerta se abre y entra otra mujer, esta vez es joven, lo noto por sus ojos a pesar de ir tapada con un velo, no tienen arrugas a su alrededor. Tiene un brazado de leña que deja en un rincón, se sienta y no deja de contemplarme, el hombre la habla en un idioma que desconozco y sale de la tienda.

Ante mí tengo una sopa en la que sobrenadan algunos trozos de carne, me alcanzan una cuchara y me meto un trozo de carne en la boca, me abrasa la lengua y la escupo de nuevo en la escudilla, el viejo y la mujer ríen, lo vuelvo a intentar esta vez después de soplar, es cordero, sabe a rayos pero lo trago por dos razones, porque tengo hambre y porque me parecería un desprecio hacia mis anfitriones. Lo acabo todo, mientras el viejo enciende una pipa, una modorra se va apoderando de mí, el viejo lo nota y le dice unas palabras a la mujer, ésta me compone con unas mantas un lecho que parece confortable.

Duermo, o eso creo, es imposible que en el mundo haya un lugar más silencioso, duele en los oídos, oigo hasta los latidos de mi corazón, tras unas horas de sueño inquieto oigo al viejo levantarse, lo sigo con la mirada, descuelga del techo un zurrón y sale de la cabaña. Curioso lo sigo con la mirada y algo más, me incorporo y saco mi cabeza por entre las cortinas, el frío de la noche me golpea en la nariz. El viejo toma un cayado y abre el portón de la majada, ovejas blancas y negras salen sumisas y obedientes y forman una hilera tras él.

Giro la cabeza a mi derecha y veo otra cabaña igual a la que me encuentro, debe de ser la de las mujeres, pues en la que me hallo no hay nadie más, decido averiguarlo, la curiosidad me supera. Me acerco con todo el sigilo del que soy capaz aunque el frío me golpea. Aparto con cuidado las cortinas, unas brasas apenas humean en el centro de la cabaña, lo suficiente para permitirme vislumbrar el interior. Dos bultos me indican donde duermen las mujeres, el resto es prácticamente igual que la otra cabaña.

De pronto me doy cuenta que hay dos brasas que refulgen de entre uno de los bultos, son dos ojos que me observan, estoy seguro que son los de la chica joven o eso quiero creer. Durante un siglo nos contemplamos sin apenas pestañear, no respiro, hace tiempo que se me olvidó cómo hacerlo. Estúpidamente el frío me hace comenzar a castañetear los dientes compulsivamente y la tiritona consiguiente me hizo sentirme como un pelele al que están apaleando.

Ella lo notó, más bien lo debió de oír y entonces ocurrió. De entre las mantas surgió una mano abierta que levantó el resto de ellas abriendo un hueco. Volviendo a parafrasear al Principito: Quand le mystère est trop impressionnant, on n’ose pas désobéir[2]. Me acerqué a las mantas y despojándome de la ropa interior entré al paraíso.

El contraste del frío al calor me volvió a estremecer, dentro encontré un cuerpo desnudo y acogedor, me rodeó con sus brazos para darme calor y acallar así el castañeteo, como no paraba, me besó, un beso tierno joven, me recordaba los torpes intentos de mi primera novia y los míos, por supuesto, por aprender a besarnos.

Al responder a su abrazo me di cuenta que ella era apenas una niña, sus pequeños pechos erectos se me clavaban en mi pecho transmitiéndome una sensación casi de dolor. Cuando conseguí templar mi cuerpo me puse sobre ella, comenzamos a besarnos salvajemente, ayudándome de mi mano me introduje en ella, tras un pequeño estorbo que se rompió con un pequeño rasguido. Con el vaivén comenzamos a jadear, ella horrorizada del ruido se detuvo de repente y me puso una mano sobre mi boca, por lo que lo retomamos suavemente como si flotáramos sobre una nube, me vino bien, no quería que esto terminase por nada del mundo, que fuera eterno, que el fin de los tiempos nos hallase en esta postura, gozando siendo felices sin extenuarnos jamás. Con pequeño e inevitable jadeo terminamos, ella se estremeció en mi interior lo que provocó que me derramase dentro de ella.

Continuamos abrazados una eternidad, pero todo tiene un fin, el silencio que creí perpetuo de esta tierra, comenzó a rebullir, por lo que ella me dijo algo, supongo que era lo mismo que le dijo Julieta a Romeo: Es mejor que te vayas porque es la alondra la que canta con voz ronca y desentonada. ¡Y muchos aseguran que sus sones son melodiosos, cuando a nosotros vienen a apartarnos! También aseguran que cambia de ojos como el sapo. ¡Ojalá cambiara de voz! Maldita sea porque me aleja de tus encantos. Vete, que cada vez se clarea más la luz.

Y era cierto, la luz clareaba y de las mantas de al lado la persona de su interior comenzó a removerse inquieta, yo no quería que fuéramos pillados en esta situación y estoy seguro que ella tampoco. Deshicimos nuestro feliz abrazo y con un último beso salí de su jergón y me encaminé a mi cabaña.

El resto de mi vida ya no tenía importancia, el día pasó y la noche trajo al viejo pastún, me indicó por señas que lo siguiera, tomó un gran odre de agua hecho con el pellejo de una oveja y sin despedida posible por mi parte de las mujeres me encaminé tras él, con aspavientos de sus brazos me indicó el camino que debía seguir, Adán expulsado del paraíso.

De nuevo sol, calor, sed, un paso, otro paso más, monotonía, la muerte acecha, oscuridad.

Esta vez no fue Jesucristo el que me daba agua sino una copia de mí mismo, con mi mismo uniforme, penumbra, sombra abro los ojos, pero no veo cañabrava en el techo sino un techo liso y blanco, asepsia, un hospital.

No me salen las cuentas, dicen que anduve perdido solo tres días vagando, pero yo sé que estuve otros tres hasta que me encontró el viejo, más otro día dentro de la cabaña. No sé qué pensar, me niego a pensar que el sol del desierto me hiciera alucinar, que todo fuera un espejismo. Tengo la convicción de que todo fue real, que encontré un lugar en el edén, un oasis en esta castigada tierra, que estuve con ella, que fue mía y yo de ella y que nos amamos, sobre todo eso, que nos amamos.






[1] Sobre la arena a mil millas de toda tierra habitada. Estaba más aislado que un naufrago sobre una balsa en mitad del océano.


[2] Cuando el misterio es abrumador, no se puede desobedecer.


domingo, 4 de octubre de 2015

La decisión



Estaba convencido que era el culpable, le observaba a través del espejo semiplateado, él no podía verme pero intuía que era observado y a veces un rictus por sonrisa movía apenas sus labios. No tenía ninguna prueba pero todos los indicios apuntaban hacia la misma dirección ¿Cómo podría inculparlo? Él era el único beneficiado con la muerte de la víctima y su coartada apenas se sostenía por elementos circunstanciales.

Lo habíamos probado todo, desde aplicarle el “tercer grado” hasta el juego del poli bueno y el poli malo, sin ningún resultado positivo. El tiempo se nos acababa y de no mediar un milagro, tendría que ponerlo en libertad.

Entonces me decidí y entré en la sala de interrogatorios, su rictus se mutó en una mueca sardónica al contemplarme frente a él. Estuve mirándole fijamente durante unos minutos sin apenas parpadear, manteniendo la mirada fija, aparté suavemente la silla, rodeé la mesa que nos separaba y me puse detrás de él, puse la pistola en su sien y entonces cantó de plano. 


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