miércoles, 26 de marzo de 2014

Cuentos

Mis recuerdos de la infancia siempre son en  blanco y negro, más bien grises y oscuros. Quizás se debiera a que vivía en un bajo cuyas ventanas daban a un patio cerrado por una alta valla. Así recuerdo mis cumpleaños, bajo la tamizada luz que entraba por persianas enrollables de láminas de madera.

En esta semioscuridad instalábamos el viejo tocadiscos portátil que mi padre trajo de Alemania cuando estuvo trabajando como emigrante, era por fuera un maletín algo barrigudo, lo abrías y una mitad era el altavoz, en monoaural, todavía el estéreo no estaba disponible. En la otra el plato junto a unos pocos mandos, volumen, revoluciones por minuto y encendido; simplicidad prusiana.
La ventaja que tenía, aparte de evitar tener un trasto permanente en una casa tan pequeña, era que mi hermano y yo, desde muy pequeños éramos capaces de insertar un disco y escuchar la música de los mismos discos una y otra vez que mi padre había traído de Alemania junto con el aparato.

Además de discos que apenas recuerdo sus melodías, mi madre compró una colección de cuentos infantiles. Narraban  relatos de Perrault, Andersen y los hermanos Grimm. Desconozco la intención que tendrían los autores, supongo que además de entretener buscarían un interés pedagógico, pero creo que eran terriblemente crueles, en mi juventud incluso, leí que algunos de estos cuentos se prohibieron en la liberal Suecia. Un país denostado por los sacerdotes del colegio por su protestantismo oficial y las costumbres licenciosas de sus moradores.

Recuerdo aquellas escuchas en el comedor de mi casa escuchando sentado sobre la alfombra en la penumbra ya mencionada. Había cuentos que me hacían meditar sobre lo terrible de la vida.

Nunca olvidaré la historia de los dos conejos que en medio de una cacería discutían sobre si los perros que los acechaban eran galgos o podencos. Los galgos los conocía, eran unos perros zafios que nunca acudían a las llamadas de los chavales ni para darles un jato de pan, pero nunca había visto un podenco, en el barrio nadie tenía mascota, eso es una moda moderna y en la sierra los únicos perros que había eran cruces de mastines como perros de labor, costumbres heredadas de cuando sus ancestros debían proteger al ganado de los extintos lobos, muchos años ha.
Y sobre todo nunca se me va de la mente la pegadilla cancioncilla que uno de ellos entonaba:

Mi abuelo que era un conejo,
viejo muy viejo reviejo
de los perros se sabía cuanto había que saber
y por ser valiente y cuco
se aprendió muy bien el truco
de esconderse o de correr
cuando el perro le acosaba
se ponía él a cantar...
y a los perros ahuyentaba...
Dumbi dumbi dumbi du
Dumbi dumbi dumbi du

Por eso mi buen amigo
yo te doy este consejo
que un día a mi me lo dio
mi abuelo que era un conejo.

No todos los cuentos eran tan amables, o casi, puesto que al final los conejos fenecían entre horribles convulsiones despedazados a dentelladas por los chuchos, había otros peores.

Hansel y Gretel o Garbancito, cuentos muy similares donde unos padres proletarios y empobrecidos ante la inopia más severa, deciden abandonar a sus hijos en lo más recóndito del bosque, en el caso de Garbancito, incluso varias veces ante su inesperado regreso.

Yo miraba a los míos y me echaba a temblar, las cosas no iban bien en casa, el televisor que tanto esfuerzo costó adquirir, se había estropeado, llevaba varios meses sin reparar y sin visos de asomarse el técnico nunca reclamado. Mi padre apenas era visible para el resto de la familia, en aquellos tiempos donde la libranza no era obligatoria, el trabajar de taxista hacía que mi padre trabajara siete días a la semana, desde el albor hasta más allá del ocaso.

¿Serían capaces mis progenitores de, un aciago día, tomarnos de la mano a mi hermano y a mí y llevarnos a dar un nemoroso paseo sin retorno?

Afortunadamente los afanosos desvelos de mi padre evitaron tal quimera, la verdad es que aquél era un mundo con poca maldad, además del registrado en los cuentos, la moral franquista evitaba en lo posible las malas noticias y el sadismo, en la tele lo peor que podía pasar es que Ironside quedara abocado a resolver sus casos en una silla de ruedas, donde todos los malvados acababan con penas gordísimas de cárcel o que el pequeño de los vaqueros de Bonanza se cayera del caballo rasguñándose el pobre. Todo esto hacía que nunca viera, como es posible hacerlo ahora, noticias o series de televisión donde aparecieran padres psicópatas capaces de las mayores atrocidades.

Afortunadamente un día apareció el técnico de la televisión, aquella gris con dos botones: UHF y VHF y un mando para el volumen y después de hurgar en sus interioridades, la magia del mundo reapareció a través de su tubo catódico, ya no tendría que verla en casa de mis amigos como un paria y sobre todo ya podía irme de paseo con mis padres sin tener que echarme un mendrugo de pan para hacer miguitas en el bolsillo de mi pantalón.










domingo, 9 de marzo de 2014

Roberto

Todavía recuerdo cuando vi a Inma con los ojos rojos, arrasados en lágrimas, no necesité que me dijera nada, su triste mirada lo decía todo, ella había sido comisionada por la familia para buscarte entre todos los cuerpos que aguardaban una identificación cierta por parte de un familiar. En ese momento supe que nos habían arrebatado una buena persona, que nunca te íbamos a ver.
La plataforma de MRW era lo más parecido al reino de la injusticia que conocía jamás, unos seres odiosos trabajaban allí buscando entre los mensajeros que íbamos a retirar la mercancía para el reparto, cualquier nimia falta para ponernos una sanción, en mi caso no me terminaba de preocupar, pues las multas las pagaba mi jefe, pero había otros franquiciados que devengaban las multas de los salarios de los sancionados.
Todos menos uno, ese era Roberto, alguien con quien se podía conversar, si tenías algún problema te ayudaba e incluso si por algún casual se te había olvidado la chapa identificativa, te avisaba para que volvieras a la furgoneta.
Casualmente su madre vivía en mi barrio y algunas veces le recogía cuando terminaba su jornada y lo acercaba hasta allí, me hablaba de su mujer y lo que costaba amueblar el piso y lo lejos que trabajaba la pobre, pues tenía que tomar el cercanías todos los días.
Precisamente ese 11 de Marzo lo tomó junto a ella, al parecer había tenido problemas con una gentuza y tenía miedo, Roberto no me imagino cómo podría defenderla pues otro golpe de su vida le llevó casi todos los dedos de las manos, dejándole los justos para poderse manejar mínimamente en su vida, pero lo hacía con toda la naturalidad del mundo.
Pero lo que sé que nunca perdonaré es a quienes apagaron la vela de vuestra vida de un soplo, ni a las malas personas que regían la empresa de mensajería MRW, que mientras España entera lloraba, mientras Madrid estaba en la calle protestando por la sinrazón, todos los trabajadores de MRW no pudimos hacer otra cosa que seguir trabajando pues los cobardes franquiciados tampoco fueron capaces de cerrar al igual que lo hizo toda España. Aún recuerdo la calle Seco totalmente apagada sin más luz que la que salía de nuestro local, no importaba nuestro dolor ni nuestra indignación, allí había un sinvergüenza que nos obligó bajo su indignidad a estar allí esperando nada, pues nadie estaba trabajando.
Hoy Roberto, he estado en el hortera, horroroso y chapucero monumento de Atocha, como siempre las autoridades dando la nota. Pues bien, allí he visto tu nombre entre todos los nombres de aquellas personas cuyo único delito fue estar en un tren para ir como todos los días a trabajar en paz, una paz que nos quieren hacer creer que nos quitaron cuatro chalados y que nadie se lo cree más que los mentirosos que nos quieren hacer partícipes de su embuste.
Roberto, nunca te olvidaremos.




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