viernes, 16 de julio de 2021

El verano de mi vida

 

Ese verano fue distinto, había cumplido otro año más y algo en mí cambió de repente, aunque no me diese cuenta. Un aviso sí me daba el espejo, una sombra oscurecía la parte superior de mi labio y notaba más ronca mi voz, pero a la postre ¿no era eso lo que estaba buscando? Las friegas a escondidas de mis padres con piedra pómez, parecía que empezaban a dar sus frutos.

Comenzaba a ver de otra manera a las niñas y ahora ya no rehuía sus cercanías, por considerarlas poco interesantes, nada aptas para jugar a pídola, churro mediamanga o al rescate.

Como todos los veranos volví al pueblo de mis ancestros, huyendo del calor capitalino para reencontrarme con mis abuelos, mis primos y sobre todo con mis amistades veraniegas.

 Me sorprendió enormemente ver que en la pandilla habían aceptado presencia femenina, en la de Madrid todavía no habíamos dado semejante paso. El caso es que no me pareció mal ya que había una chica a la que no sabía porqué empezaba a mirar de otra manera.

Y es que Montse había comenzado a veranear en el pueblo el año pasado. Hice muy buenas migas con su hermano, pues aunque un par de años mayor que yo, nos unía la misma pasión por los aviones. Inevitablemente esto hizo que me cruzara muchas veces con su hermana y este año esos cruces de miradas tenían algo especial.

Ella era rubia natural, algo raro en aquella época donde apenas existían los tintes capilares y eso la hacía destacar sobremanera. Tenía una conversación entretenida y chispeante, en la que abundaban los chistes lo que hacía que fuese muy popular en la pandilla.

Yo no sé cómo empecé a mirarla de otra manera, me apetecía estar junto a ella, no solo en el mismo equipo cuando jugábamos al pañuelo en el prado de las escuelas, sino también cuando nos sentábamos en corro a jugar a las prendas o sencillamente a contar nuestras historias del colegio o las películas que habíamos visto. A veces cruzábamos nuestras miradas y al darnos cuenta, enseguida volvíamos la cabeza azarados de haber sido pillados mirándonos algo embobados.

Una tarde húmeda en la puerta de su casa, nuestros juegos se vieron interrumpidos por una violenta tormenta que se desató de improvisto. Gruesos goterones cayeron sobre la pandilla, que por arte de magia se dispersó en todas direcciones. En aquel maremágnum una mano cogió la mía y me llevó bajo un soportal.

 Allí acurrucados Montse y yo, pues de ella se trataba, intentábamos capear el temporal que de repente se desató. Rayos, centellas y una cortina de agua se desencadenaron contra el mundo, todo dentro de la oscuridad casi absoluta, rota por algunos relámpagos que aterrorizaban a mi pareja. Ella intentaba abrazarse a mí todo lo que podía y yo notaba cómo se estremecía ante los estampidos ensordecedores de los truenos que sonaban cada vez más cercanos.

Creo que fue en el último estampido, el más fuerte y sonoro de la tormenta, cuando ella buscó protección arrebujándose si cabe en mis brazos y en ese momento nuestros rostros se juntaron. Ella poco a poco, pues yo estaba completamente anonadado por cómo se desencadenaban los acontecimientos, acercó sus labios a los míos y allí quedaron pegados unos segundos. Una vez roto el hechizo, repetimos dulcemente los encuentros con unos besos sacados de cualquier película. Hacía pocos días que habíamos visto en el cine Love Story y creo que nos figurábamos en ese momento como sus protagonistas.

Tal como vino la tormenta terminó y trajo de nuevo el sol, si cabe para nosotros más radiante y espectacular.

Ese fue para nosotros nuestro más preciado secreto. Yo no lo conté a ninguno de mis amigos, aunque por las miradas de complicidad que a veces me echaban sus amigas, no creo que por su parte hiciera otro tanto.

El resto del verano transcurrió entre nubes de algodón, aunque para nuestra desgracia no hubiera más tormentas. Los juegos y los baños en el río transcurrieron igual, aunque ya siempre ella y yo participando en el mismo equipo. A veces, cuando los miembros de la pandilla decidíamos salir de excursión a merendar a alguna fuente fuera del pueblo. En el camino, apartados de cualquier mirada de adultos, nos atrevíamos a ir cogidos de la mano. En ese momento me sentía el ser más afortunado sobre la tierra.

Un día de repente llegó el temido trofeo Carranza de fútbol. Todas las alarmas se encendieron de repente, el verano llegaba a su fin. Nuestras madres aprestaban las maletas de nuevo con aviesos fines e insistían que diésemos un postrero repaso a los libros de texto que no habíamos abierto en casi sesenta días.

Ella se fue unos días antes de mi partida, me acerqué a la esquina de su casa contemplando cómo metían las maletas en el coche que la separaría de mí. Ella entró displicente en el vehículo y en el último momento se giró hacia mí y sacudió suavemente su mano.

Allí me quedé un rato con las manos en el bolsillo, saboreando su recuerdo y a la postre feliz por aquel verano tan distinto, el primero de unos veranos totalmente distintos a los que había vivido hasta entonces.




lunes, 21 de junio de 2021

De merienda en la dehesa

 

Por más que lo intento, me es imposible conseguir evocar mi primer recuerdo de Alameda, tengo que recuperar en todo caso lo que otros cuentan de mí. Según mi madre, era realmente pequeño cuando hice mi primera trastada.

Hasta muy crecidos a todos los chavales nos encantaba columpiarnos subidos en los zarzos, los zarzos son los portones, entonces de madera, que cerraban los caminos o algunas propiedades. No había mayor placer que subirnos a ellos y cuanto más alto mejor, mientras otra persona u otro amigo de correrías, nos empujaba hasta pegar fuertemente contra el tope y aguantar el golpe que se producía.

Pues bien, al parecer ya desde muy pequeño era uno de mis juegos preferidos, y no tuve a bien más que escapar de casa de mi abuela, cruzar la carretera, por aquel entonces no existía el túnel, y encaramarme al zarzo que entonces cerraba la dehesa.

Según me contaron, les debí de dar un buen susto a mi familia cuando descubrieron mi ausencia del corral de la casa de mi abuela y después de buscarme por los alrededores, alguien les debió de dar noticia de mí, encaramado en mi particular tiovivo.

Otro hecho que no consigo recordar, acaeció en el Roble Gordo. Éste era un viejo y seco árbol enorme que había en la dehesa. Era uno de los típicos lugares de merienda y esparcimiento que solíamos utilizar. Bajo su sombra extendíamos un mantel y allí extendíamos la pitanza acompañada con una botella de agua recogida en el manantial cercano.

Al estar hueco, los chavales nos entreteníamos arrojando cantos en su interior, pues al chocar con las paredes del árbol hacía un sonido muy curioso, como de un timbal. Pues bien, una de estas piedras arrojadas, al parecer por mí, impactó en un panal de abejas que se hallaba en su interior, con el consiguiente enfado de las mismas. Huelga decir que ante su furibundo ataque, la jira se dio por terminada, comenzando por nuestra parte, una carrera pedestre hasta algún lugar que nos cobijase de aquellas huestes.

Quizás a colación de este episodio, mi primer recuerdo de Alameda pudiera ser alguna de estas meriendas en una tarde de verano. El lugar no importa, lo más seguro en el manantial que había al principio de la dehesa, pues su hermosa y verde pradera nos impelía a acudir de constante. La hierba era (y todavía lo es) realmente mullida y acogedora y no era infrecuente que varias familias acudiesen a la vez a disfrutar de sus aguas allí. Recuerdo a mi padre casi tumbado bebiendo de sus transparentes aguas, apoyadas sus manos en dos cantos y sorbiendo ruidosamente, mientras nos sonreía y nos decía: esto es agua pura de Lozoya y no el “fino cañería” que bebemos en Madrid.

Otro lugar para merendar era la fuente de la dehesilla, mucho más sombría y apartada, pero llena de rincones para descubrir y retozar alrededor. Lástima que se secara a mediados de los años setenta, luego al no acudir nadie, se convirtió en un lugar sombrío y extraño por lo montaraz del entorno.

Para los más arriesgados y que no temieran al sol veraniego, estaba la fuente del final de la dehesa. Había una caminata con un leve desnivel que nos llevaba hasta la falda de los Carpetanos, el problema es que apenas había árboles junto al camino que nos aliviasen de los rigores del sol, por lo que era un lugar más frecuentado al final de agosto. Además coincidía con la época de recolectar manzanilla, con lo que el viaje era rentable.

Esta fuente, también dejó de manar a mediados de los años setenta, aunque se ha recuperado un poco más arriba, portando un gran pilón para alivio del ganado.

Desechad las tumbonas cuando vayáis al campo, a lo sumo disponed de una toalla, tumbaros en la hierba y mirad al cielo, contemplad las nubes pasar, imaginad a qué animal conocido o por conocer se asemejan, antes de que a las nubes les pase como a las estrellas que un buen día miréis al cielo y ya no estén. Lo peor de todo es no recordar que un buen día, sí estuvieron.




viernes, 14 de mayo de 2021

Valentín

 

Caminó por la alameda procurando no llamar la atención, desde lo más cerca que pudo, pegado a la cinta de plástico, que la policía había colocado entre dos chopos, se acercó al cadáver y pensó: si estuviera escribiendo una novela, ya tendría fijada la atención del lector, además en la primera página, todo un éxito.

Desde cerca ya no le pareció tan grande. Siempre le tuvo miedo. Ya desde niño le evitaba aunque para su desgracia era contraproducente, como un imán allá aparecía para hacerle la vida imposible, sus peleas fueron épicas, así como sus derrotas.

Valentín era el matón del barrio, bueno, matón entre comillas. Las comillas las dictaba el hecho  de que nunca había matado a nadie, como era lo más lógico cuando se tienen diez años, lo contrario hubiera supuesto su inclusión en la primera plana del periódico El Caso.

A ratos mi niñez fue un infierno. Toda la chavalería, después de la salida del colegio, cogíamos en nuestras casas el bocadillo con un par de onzas de chocolate, que ya nos tenía preparado nuestra madre y salíamos alborozados a jugar a la calle.

Entonces, en los años sesenta, por la calle era anecdótico el paso de cualquier vehículo y más si era a motor. Por lo que aprovechábamos el adoquinado suelo, nunca embarrado, para disfrutar jugando a pídola, al rescate o a churro, media manga, manga entera.

Para nuestra desgracia, el cielo se oscurecía cuando aparecía Valentín. Por el artículo catorce, se erigía en el director del juego imponiendo sus reglas. En pídola, aunque se equivocase en alguna tabaca o en el lique, él nunca apochaba. En el rescate, nunca era de los que tenían que capturar, siempre era de los evadidos. Y lo peor venía en el juego del churro.

Aprovechándose de su imponente humanidad, siempre era el último en saltar, por lo que todos nos hacíamos cruces, rezando para que no nos cayese encima.

Todavía era motivo de conversación aquella vez que desgració a Pedrito. Pedrito era un poco retrasado, como se decía entonces. Lo teníamos adoptado entre todos los miembros de la pandilla. Tenía un gran corazón y siempre compartía todo lo suyo. Por supuesto que participaba con nosotros en los juegos como si fuera uno más, a pesar de su evidente torpeza en desenvolverse.

Un aciago día, jugando a pídola, le tocó hacer de burro. Valentín, cómo no, era el director, el primero, el que decía lo que teníamos que repetir saltando. Al cabo de un par de tandas de saltos, Valentín gritó: Corrida de toros. Y comenzó a fustigar al pobre de Pedrito con varias series de banderillas en las que todos al saltar, teníamos que clavar nuestros dedos juntos en forma de punta sobre su pobre espalda.

Lo peor estaba por venir, Valentín gritó: llega el torero y clava su espada. En ese momento, nunca supimos el porqué, en vez de clavar su puño en el lomo de Pedrito, hizo una sentada violenta sobre su hombro, derribando contra los adoquines al pobre Pedrito.

A los pocos días vimos el resultado de tal brutal acción, Pedrito apareció con el brazo escayolado y sin un par de dientes. Todos lo contemplamos con afección, nos podía haber pasado a cualquiera, pero le había pasado a él, a un inocente, a nuestra percha de los golpes.

Los mayores dijeron, son cosas de críos, pero todos pudimos ver la cara de satisfacción que puso Valentín cuando su pobre víctima cayó como un pelele a sus pies, todavía me estremezco al recordarlo.

Volviendo a la realidad, me acerqué un poco más a la cinta que delimitaba la escena del crimen y escupí allí dentro ante la mirada invectiva del policía.




miércoles, 24 de febrero de 2021

¿Qué hiciste en la guerra papi?

 


Hoy he evocado dos recuerdos de mi infancia, que a la postre van a desembocar al mismo lugar. A la sazón, el teatro chino de Manolita Chen y la película ¿Qué hiciste en la guerra papi? De Blake Edwards.

¿Quién no recuerda las ferias de los años sesenta? En mi casa siempre que la economía familiar lo podía permitir, íbamos a las de San Isidro y a San Antonio de la Florida, pero también recuerdo haber asistido, de la mano de mis padres a las fiestas de Calatayud y a las de algún pueblo, más cercano a Madrid como Getafe o Alcorcón.

¿Qué atracciones nos gustaban por aquél entonces a la chavalería? Los mismos que ahora seguramente, el carrusel, la noria, los caballitos, las sillas voladoras, etc. A los niños nos gustan entonces y ahora, todo lo que se salga de lo común.

Quizás lo que más me gustaba era el tren de la bruja, primero por poder montar en tren, cosa que apenas había hecho en mi vida y luego por la siniestra aventura de ser agredidos por un monstruo horripilante disfrazado de bruja. Ésta, repartía escobazos a diestro y siniestro y el afán común era cobijarse dentro del vagón para evitar ser golpeado por la escoba. Lástima que la economía y la paciencia de mis padres no lo permitiera, pero me hubiera pasado la vida dentro del tren. Pensándolo bien, en la vida real no he dejado de vivir esa sensación, brujas y brujos fustigándome y yo intentando evitar los escobazos.



También nos gustaba observar los divertimentos creados para los mayores, como las casetas de tiro al blanco, la montaña rusa, tazas voladoras, etc. Nada ha cambiado ¿o sí?

La atracción de mayores que menos me gustaba era la tómbola, en aquella España donde el juego estaba prohibido y la única posibilidad de apostar era en las quinielas y la lotería, la tómbola era una escapatoria a esas leyes. Para los chavales era un incordio estar parado allí hasta que se cubrían todos los números de apuestas y por fin hacían girar la rueda de la fortuna, total para que siempre le tocase al de al lado. Mi hermano y yo soñábamos con el premio de algún juguete, mientras mis padres lo hacían con la cristalería o juego de té expuestos. Al final suspiraba cuando conseguíamos salir de aquél lugar, sembrado de papeles de las cartas apostadas.

Hay atracciones que van desapareciendo. Echo de menos el tren para los forzudos, que era un tren o un cohete sobre raíles en la que los más forzudos del lugar, balanceaban el cohete provisto de un asa, para después lanzarlo con todas sus fuerzas contra el infinito. En realidad había un tope provisto de un petardo, que explotaba cuando algún supermán conseguía hacer llegar el cohete al tope, lo que ocurría en contadas ocasiones. ¿El premio? Ninguno, solo el batir de palmas de sus amiguetes y la mirada asombrada del público femenino.

Indefectiblemente el paseo por la feria pasaba por un lugar misterios para los niños: El circo chino de Manolita Chen. Era una carpa grande, pero no tan grande como la de un circo. Y tampoco era redonda. En las paredes había retratos de la tal Manolita, una señora con rasgos orientales con un sobretodo en la cabeza lleno de lentejuelas. También actuaban artistas reconocidos y había payasos y malabaristas.




Ante tal despliegue de luminarias y artistas, se despertaba mi interés por entrar a ver tal espectáculo, pero éste moría en el mismo instante que solicitaba a mis padres que comprasen entradas para todos. Craso error, el espectáculo era para mayores de 18 años. Vamos, como la televisión en horario nocturno, dos rombos = vedado para menores.

Así año tras año, se iba alimentando mi frustración de no poder asistir al citado espectáculo, mis ansias de ser mayor lo antes posible se iban agigantando, pero aún tenía que soportar más golpes y zancadillas.

Las ferias a la postre eran un extra de diversión en aquella España tan triste, lo más socorrido era ir al cine. Podías acudir a cines de barrio por poco dinero y la diversión estaba asegurada, no se era muy exigente con las reposiciones de las películas y a la postre, la táctica de los cines de sesión continua era poner una película buena junto a otra regular.

En Vallecas por los años sesenta llegó a haber alrededor de diez cines, contando los de verano. Por lo que la oferta solía ser muy extensa, en el mismo puente había cuatro y el aforo los fines de semana se solía completar.

De niños, obligatoriamente debíamos acudir con nuestros padres, por lo que en mi caso la mayoría de las veces lo hacíamos solo con mi madre, el trabajo de mi padre le imposibilitaba acudir con nosotros salvo en contadas excepciones.

Una de esas raras ocasiones, no sé el porqué, debimos de salir tarde y al comenzar el periplo por los cines del puente de Vallecas, no había localidades disponibles en los que íbamos mirando. Excelsior, Goya, Río y por fin el Bristol. En este último sí había localidades disponibles, pero había un obstáculo insalvable. Exhibían la película de Blake Edwards ¿Qué hiciste en la guerra papi? Y había un grave inconveniente, estaba clasificada como película para mayores de 18 años.





En la puerta del cine, el portero le indicó amablemente a mi padre la imposibilidad de que accediéramos al interior del recinto.

Imaginaros la cara de desencanto que se nos quedó, solo quedaba la opción de volver a casa para sentarnos delante del televisor de blanco y negro, para ver uno de los dos canales que se emitían entonces.



Pero mi padre se puso el traje de supermán que guardaba para las ocasiones, varias veces le vi ponérselo en su vida y aquél día no nos decepcionó.

Por aquél entonces estaba de moda la canción billetes verdes cantada por Paquito Jerez y una de las estrofas decía:

Y si quieres ir al fútbol

y se agotan las entradas,

enseña billetes verdes

y tendrás a montonadas





Pues bien, mi padre sacó su arma secreta más letal. Seguro que no era una “lechuga” lo más seguro es que fuera un billete de 100 pesetas que con gran arte y disimulo le endilgó al cancerbero. Al buen empleado con un sueldo tan ralo como solía, los ojos se le iluminaron y solo le faltó descabalgar el chapeo a la par que nos daba acceso al interior del cine.

Desde entonces he visto varias veces la película y nunca entendí el porqué de tal calificación, no había lenguaje soez excepto un par de cortes de mangas y apenas unas escenas en las que la actriz protagonista, aparecía enfundada en un picardías sin ninguna transparencia.

No voy a disertar sobre la censura en los años del franquismo, todos los que vivimos en aquella época tenemos recuerdos más o menos graciosos sobre ella y los casos aplicados, pero muchas veces el resultado era contraproducente y lo que hacían era excitar la curiosidad de los chavales.

La moraleja, los juegos malabares que por aquél entonces hacían mis padres y todos los padres de España para llegar a fin de mes y que  a veces tenemos un superhéroe en casa sin darnos cuenta.


Por si os interesa la historia del teatro chino, os dejo estos dos enlaces a la Wikipedia:

https://es.wikipedia.org/wiki/Teatro_Chino_de_Manolita_Chen

https://es.wikipedia.org/wiki/Manuela_Saborido_Muñoz

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