lunes, 1 de octubre de 2018

Elisabeth


Se llamaba Elisabeth, era rubia y era estadounidense. Desde luego lo tenía todo para destacar en aquel pueblito de la sierra pobre de Madrid. Sería amiga de alguna veraneante, porque ella en sí no creo que desde aquellas lejanas tierras se enterase de la existencia ni de la situación en el mapa de Alameda del Valle, nunca lo sabré ni importa para la historia.

Destacaba y de qué manera, a todos los adolescentes los traía locos y a los preadolescentes, como era mi caso, también. Era el centro de la pandilla de los chicos del preu, no recuerdo qué chicas formaban parte también de su pandilla, pero seguro que estarían de uñas con ella.

Yo tenía por entonces la edad justa en la que empezaba a mirar de otra manera a las chicas y si eran algo mayores, más formadas, más mujeres y no tan niñas como las de mi edad, mejor. La mayor parte de mi tiempo  vacacional la dedicaba a pescar, a montar en bicicleta, a nadar en el río ye en todos estos supuestos nunca entraba, ni era de imaginar, una chica en ellos. Las chicas eran algo molesto y  chillón que cuando se entrometían por la tarde en nuestros juegos en las Escuelas del pueblo, generalmente terminaban llorando porque jugando al rescate o al pañuelo, nunca entendieron el valor de la fuerza para zafarse de pringar y perder el juego.

Había algo que comenzaba a cambiar y éramos conscientes de ello pues las mirábamos de otra manera, pero siempre nuestros pensamientos volaban hacia sus hermanas mayores o las veraneantas ocasionales y este verano la reina era Elisabeth.

El Refugio era el baile del pueblo. Un local que el ayuntamiento cedió a los mozos de la villa. Las chicas del pueblo hicieron una colecta y con ella compraron un tocadiscos y algunos singles de los éxitos de aquellos años. Ya no había que esperar a las fiestas patronales para poder escuchar buena música y poder bailar, todos los días de verano se celebraban guateques.

De aquellos años me viene mi gusto por la música de Roberta Flack, Adamo, Pekenikes, Los Sirex y toda aquella caterva de melenudos como los apostrofaban nuestros mayores.

Pero el Refugio no estaba acorde con los tiempos, el interior estaba deslavazado pintura blanca en las paredes que la humedad desconchaba, dos bombillas de 60 vatios derramando luz por todos los rincones y ni una triste silla donde descansar entre baile y baile.

Todo cambió aquel verano, una nueva colecta hizo afluir las obras al local. Un poyo corrido de piedra y cemento trajo las conversaciones y corrillos al local, además de atalaya donde las chicas feas aguardaban a que las sacasen a bailar. Pero lo mejor estaba por llegar: la pintura.

Y aquí interviene mi querida Elisabeth, los chicos pintaron en tonos pastel las paredes, pero estaban huérfanas de toda simbología. Elisabeth se puso manos a la obra, llenó de vida y color aquellos muros. Allí conocimos el símbolo de la paz, que love significa amor y toda la parafernalia hippie, corazones y psicodelia. Pero lo mejor lo dejó para el final. En el centro de la pared, dos figuras, una masculina y otra femenina vestidas a la moda de final del siglo XIX con una mirada de desprecio y de superioridad, con  un bocadillo en el que figuraba la frase: Míralos, cómo se divierten.

Como si de un tótem se tratara donde toda la tribu bailaba alrededor, aquellas figuras se convirtieron en santo y seña del local, de repente el Refugio se puso de moda, la juventud de los pueblos de alrededor vinieron a observar aquél prodigio. Nosotros, yo también me incluía, estábamos exultantes de orgullo, éramos el referente del Valle. Durante muchos años aquellas pinturas fueron algo más que unos simples trazos en la pared, desgraciado fue el día en que las vi desaparecer.

Ello llevó a la cúspide de la fama y de la gloria a Elizabeth, era querida y admirada, hasta las personas mayores del pueblo, reacias en un principio por su condición de extranjera a saludarla, se dirigían a ella con aquiescencia. Era feliz y era joven ¿Qué más podía desear?

Yo llegué a saberlo, había algo que la inquietaba y era su gran secreto. Un día que paseaba como siempre, seguramente con un palo en la mano creyéndome alguien importante o soñando con un futuro lleno de dicha y aventuras como mi apreciado Tom Sawyer, la vi en un rincón a la sombra de un fresno. No era la mejor manera que me hubiese gustado de contemplarla pues lloraba, lloraba y sufría. No tenía consuelo y yo no era nadie para dárselo. Escondido tras unos arbustos la veía llorar sin parar, unos lloros quedos y lastimeros que me rompían el corazón.

Musitaba unas frases en inglés que para mi desgracia no pude entender, la chamulla de Chespir nunca fue de mi agrado ni pude hacerme con ella. Para mi desgracia, allí estaba la solución al secreto que la afligía, seguramente entre su alocución estaría el nombre del maldito que la hacía sufrir. Lo odiaba y a la vez lo envidiaba, cuanto daría porque aquel ángel se hubiera fijado en mi persona, aunque hubiera tenido que esperar a que mis hormonas se estabilizaran, en vez de aquél maldito charrán.

Al cabo dejó de llorar, se acercó al riachuelo que bordeaba el prado donde se hallaba y se lavó la cara, si hubiera podido acercarme también al río sin descubrirme, hubiera bebido de él para poder llevar dentro de mi sus lágrimas, pues era lo más poético que en aquel momento sentía.

El resto del verano transcurrió pesadamente, llegó el Trofeo Carranza y con él la llegada del día 31 de agosto, nefasta fecha en la que volvíamos a la gran ciudad. Sentado en el asiento del coche de mi padre de camino a Madrid en la salida del pueblo la vi. Solitaria llevaba un ramo de florecillas, el tipo de flores que salen al final del verano, flores de colores apagados, tristes, aromosas pero sin vida, casi como ella con la mirada perdida. Volví mi mirada hacia la carretera, enjugué una lágrima rebelde y supe que no la volvería a ver.


miércoles, 25 de julio de 2018

Sauca arriba III


En este mismo lugar sobre la carretera mis recuerdos me llevan a una tarde que pudo ser aciaga. Mi hermano y yo estábamos allí mismo esperando la llegada de nuestros padres que venían de Madrid, mientras aguardábamos la llegada del autocar de la Continental, comenzamos a jugar y poco a poco la cosa se desmandó, lo que era el arrojarnos unos simples arrancamoños terminó arrojándonos piedras de considerable tamaño. Éramos incapaces de advertir el peligro que se avecinaba. Al parecer alguna de las piedras alcanzó a Rafa y éste con la mala leche que le caracterizaba se abalanzó hacia nosotros (principalmente sobre mí, que era el que más cerca le pillaba) con aviesas intenciones, intenté correr como alma que lleva el viento, pero mis zancadas eran nimias en comparación con loa velocidad que traía Rafa, cuando estaba a punto de sufrir su dentellada fatal, se oyó la voz salvadora de Ventura que con un grito estentóreo, hizo cesar a Rafa de su acometida. Nunca agradecí lo suficiente su presencia en aquél lugar. Aliviado y contrito me senté junto a mi hermano en la valla del Hostal del Marqués para continuar la espera sin más novedad.

Ah, no lo he dicho, Rafa era el maldito perro de Ventura, el dueño del Hostal.

Allí mismo un poco más arriba de la pocilla que hay, en otro tiempo muy cercano a mi anterior aventura cogí una de las mayores truchas que he sacado del rio. Y es que tengo la habilidad de meterme en las pozas y sin más herramienta que mis manos sacar la truchas que pululan por las pozas. Recuerdo que bajaba con ella en mis manos y el mismo señor Ventura me la quiso comprar, me ofreció 250 pesetas de la época, un dineral, pero yo ufano como iba de enseñarla en casa me  negué en redondo.

Sigo remontando y llego a una zona muy hundida sobre el nivel de la calle en la que el río baja sobre un lecho de roja arcilla, al socavar la arcilla endurecida forma una poza en la que las truchas se resguardan y son imposibles de extraer. La memoria me falla y ya no recuerdo a los acompañantes de mi aventura, pero en un principio intentamos sacarlas con el truco de envenenar el agua, “alguien” le había contado a uno de mis acompañantes que cierta hierba que abundaba por la zona, atontaba a los peces, por lo que hicimos acopio de esas hierbas machacándolas para que hicieran reacción con el agua de la poza, pero no hubo caso, allí los únicos atontados éramos nosotros esperando el milagro.

Pero nuestra inquieta mente no cejó en el empeño y decidimos enderezar la curva del río, de esa manera la poza no recibiría agua y poco a poco se vaciaría. Nos pusimos manos a la obra y con nuestros escasos medios, palos y poco más, iniciamos la ímproba tarea de abrir un nuevo cauce, pero por mucho que nos empeñamos apenas hicimos bajar el nivel de las aguas. Por lo que después de un breve concilio, observamos la poza con las truchas y a una lanzamos el triste  corolario: “¡No están maduras!”

Ahora viene un tramo donde el Sauca discurre bajo la maraña de los árboles ribereños, es una zona sin pozas que termina de bordear el monte de la Cabeza y termina en una poza redonda ya casi colmatada por el aluvión. Recuerdo que la hicieron dos operarios que hicieron el chalet de la doctora, no se anduvieron con chiquitas, tomaron la retroexcavadora y ¡ale hop! Ya se podían bañar a voluntad.

Según se atraviesa el puente de la dehesa se llega a un lugar mágico, el prado donde desaguaba antaño el manantial del Cañuelo. Hoy una fea construcción de ladrillo tapa lo que antes era un agujero por donde afloraba entre burbujas, que levantaban la fina arena del fondo, el agua más cristalina que nade vio. Creo que además era sabrosa, recuerdo que nunca me saciaba, me inclinaba apoyado en unos cantos y bebía con fruición hasta hartarme, salía fría y podías extasiarte mientras bebías con el movimiento de la arena del fondo.

Era el lugar favorito de mi familia para merendar en verano, nos reuníamos bajo la sombra de los fresnos ribereños y dábamos cumplida cuenta del bocata de pan con chocolate o con mortadela. La mullida hierba que lo rodeaba te invitaba después a tumbarte mientras contemplabas las nubes discurrir.

Con el paso de los años sirvió el lugar para mis primeros escarceos amorosos, ese fue el lugar donde contemplé un pecho femenino en vivo y en directo.

Se llamaba Nuria y tenía más experiencia que yo, pero aquél momento fue inolvidable, mi corazón latía a mil revoluciones y seguro que nunca hubo una caricia más torpe. Luego me enteré que no estábamos solos, como si de la leyenda de lady Godiva fuera, tuvimos también tuvimos un “Tom el mirón” pululando por allí, no solo fue mirón, también fue “largón” pues fuimos la comidilla de las comadres de Alameda.

 
Continua.



martes, 24 de julio de 2018

Sauca arriba II


Enjugué mis hipócritas lágrimas y, siempre por el lado derecho, proseguí mi ascensión, no tardé en pararme un instante en evocar más recuerdos infantiles. En el lugar donde se alza ahora un feo puente de hormigón, pasé muy buenos momentos en mi infancia. Bajo el antiguo puente de madera, era el lugar donde estaba autorizado a bañarme en ausencia de mis padres, cuando en los estíos quedaba al cargo de mi abuela y de mi tía, solo podía acercarme a un tramo de río, el más cercano a la casa de mis abuelos.

 Aquí bajo el puente fue donde tomé contacto con la fauna fluvial, renacuajos, alevines de varias clases de peces, escarabajos acuáticos, “aclaraaguas” más bien llamados zapateros, ranas, gobios y alguna esquiva trucha. Ante la imposibilidad de que mi hermano y yo nos ahogáramos en una cuarta de agua de profundidad que aportaba el Sauca, nos dejaban corretear toda la mañana y parte de la tarde, por supuesto dos horas después de comer y con la digestión bien hecha. Muchos momentos felices disfruté de ese lugar en compañía también de nuestro amigo Ricardito, la captura de renacuajos y su posterior estabulamiento en pocillas excavadas por nosotros, se convirtió en nuestra primera experiencia para el manejo y explotación de una industria piscifactora.

Allí mismo tuvo además la célebre contienda entre mis dos primos, Tirsín y el Negus, nunca más el segundo se atrevió a abusar de su condición de mayor estatura y edad. Al aceptar Tirsín el reto de ser nuestro paladín, bajó desde casa de nuestra abuela hacia el río donde aguardaba el Negus muy entero él sin saber lo  que se le venía encima. Nunca mejor dicho, porque después del segundo soplamocos y ante la caída al césped del Negus, todo sea dicho un flojo contrincante, Tirsín saltó sobre su maltrecho cuerpo como si el mismísimo Hércules Cortés hubiera abandonado el ring de la plaza de las Ventas y se hubiera encarnado dentro de Tirsín.

El corto combate de Catch as Can, o lucha libre americana terminó cuando al Negus los ojos se le voltearon hacia atrás lo que nos preocupó en grado sumo, por lo que decidimos pedir asistencia a los mayores que pudieran encontrarse próximos. Tomamos pues cada uno de una pierna y Tirsín de un brazo con lo que consiguió que a cada paso que dábamos la cabeza del Negus golpeara con cuanto canto hubiera por el camino y no eran pocos en una época en la que las calles no estaban adoquinadas.

Afortunadamente en la casa de mi abuela nunca faltaba “agua del Carmen” (es decir agua de colonia) que era el elixir mágico para cuanto problema médico surgiera. El Negus volvió en sí y Ricardito, Tirsín y yo nos fuimos a celebrarlo yéndonos a comprar una bolsa de pipas a casa de la Faustina, sobre todo antes de que los mayores nos pidieran cuentas sobre el desenlace de la contienda.

Otro hecho que aconteció en ese mismo lugar, fue cuando bajo unos chopos que antaño ocupaban la ribera, jugábamos mi hermano y yo. Habíamos delimitado con cantos rodados nuestro chalet unifamiliar, aquí la entrada, allá la cocina, acullá los dormitorios. Así pasábamos las tardes mientras hacíamos la digestión.

Pero el mal acechaba y es que el movimiento ocupa no es una cosa de este siglo, ya en el siglo XX sexta decena, unas malandrinas vinieron a perturbar nuestra grata estancia sobre Alameda. Alicia y su hermana aparecieron un día por nuestros predios, habían cometido la insolencia de ocupar nuestra finca añadiéndole el deleznable gusto femenino de aportar florecillas por doquier.

No nos lo pensamos ni un momento, como si de un buldócer se tratara, recopilamos todas las piedras y visto y no visto, acabaron en el río que al fin y al cabo era el lugar donde las habíamos acarreado. Para nuestra desgracia  en los últimos instantes de nuestra hazaña aparecieron las susodichas jurándonos odio eterno por nuestra acción.

Poco nos importaron aquellas anatemas, las hormonas apenas habían aflorado en nuestra sangre por lo que la futura falta de su amistad nos traía al pairo. Total yo por entonces tenía muy claro que el amor de mi vida acababa de quedar segunda en Eurovisión y que cuando Karina me conociera caería rendida a mis pies.

Ya no me entretengo más en este tramo, continuo avanzando y llego al puente del Toril, recientemente lo renovaron y pusieron alguna piedra más en sus paredes, pero el Sauca cuando quiere es muy inquieto y alguien va a tener que volver a gastar dinero en remozarlo y levantar las piedras que cayeron al cauce en alguna avenida primaveral.

El objeto del citado puente es llegar al toril donde se guardaba el “toro villa” es decir el semental de la población. Todos los chavales intentábamos contemplar los escarceos que allí ocurrían entre el toro y sus partenaires, pero los mayores no nos dejaban que nos subiéramos a las vallas de piedra, por lo que nunca vimos aquél espectáculo.

En este punto hay que cruzar el puente y subir por la margen izquierda hasta llegar al puente sobre la carretera comarcal. El puente en sí es el mismo desde hace unos cincuenta años en que se ensanchó la carretera dotándola de márgenes. Hace poco tiempo se ha vuelto a ensanchar, sin tocar la estructura básica del puente para crear un estrecho e insuficiente carril de acceso hacia la carretera.

También se creó una plataforma para que los carros y los animales pudieran bajar de la dehesa sin tener que atravesar la carretera con el peligro que suponía.

Este hito en el camino sirve para marcar ya el ámbito de fuera del pueblo, a partir de entonces ninguna casa debía de figurar, pero esto no fue así y algunas casas y chalets rompen el paisaje.

Continua.

lunes, 23 de julio de 2018

Sauca arriba


Siempre soñaba con remontar el Sauca, era un sueño recurrente, cada cierto tiempo cuando me encontraba constreñido por los muros de los edificios de la gran ciudad, esa noche inevitablemente soñaba que subía por sus riberas arboladas, generalmente iba para coger truchas, soñaba con pozas  donde nadaban libres y me sumergía en las cristalinas aguas persiguiéndolas.

Generalmente el sueño terminaba volviendo con un puñado de ellas engarzadas en un mimbre y descolgándome por la última tubería que desaguaba al medianil de la casa de mis abuelos.

Los años fueron haciendo que, para mi desgracia, me fuera olvidando de las subidas al río de la Sauca, inmerso en un mundo de mayores, los muros se fueron convirtiendo en un elemento visual más de mi vida. Además los pocos viajes que me devolvían al campo  y a mis raíces mitigaban sus recuerdos.

Pero un día, libre ya de mis ataduras, me dije que era hora pues de comenzar el viaje soñado, por fin conocería qué había más allá de los verdes prados junto al río, atravesaría la dehesa y atravesaría los desfiladeros que comenzaban junto al viejo molino, intentaría llegar a sus fuentes así como Burton y Speke no pararía hasta conseguirlo.

Le pedí a mi madre un tenedor de acero, tomé un gran canto rodado y un martillo y de esa manera enderecé el tenedor y separé sus púas, lo até a una flexible vara de avellano y lo convertí en un tridente. De la misma manera cogí una llanta del vertedero y até a ella una red de naranjas, de esta guisa siempre pensé que me convertía en un gladiador, un retiario.

Del desván saqué mi vieja mochila de lona, el arnés estaba roto y oxidado por lo que pesaroso no tuve más remedio que  con una navaja romper todo el entramado de costuras que lo unían a la mochila, no iba pues a contar con la comodidad de que ningún elemento se me clavase en la espalda durante la marcha y además tenía claro que mi espalda se llenaría de sudor en el trayecto.

Tocaba ahora elegir qué artículos me llevaría en mi viaje. Comencé con un par de mudas de ropa interior, un par de camisetas y de calcetines. Una cantimplora con la base de aluminio que me serviría como vaso y como marmita para cocinar. La navaja con la que corto por su base, los pocos níscalos que consigo recolectar en otoño. Una linterna, el saco de dormir, una lona impermeable que me sirviera de poncho y para envolverme en ella para dormir en caso de lluvia, un par de rollos de papel higiénico (imprescindibles), una bolsa de plástico con autocierre hermético donde metí un mechero y dos cajas de fósforos y un rollo de tramilla. Y como marca de la edad que tengo, un neceser  con todos mis medicamentos.

En la parte superior de la mochila guardé la comida que llevaba de salida, dos latas de sardinas en aceite, un bote de cocido de una afamada marca, un salero y dos bocadillos de tortilla de patatas que me hizo mi madre, es decir avituallamiento para dos días, tres a lo sumo, pero esperaba poder cazar o pescar durante el resto de mi viaje.

Descolgué mi vieja escopeta de perdigones y como don Quijote, una mañana de julio comencé mi aventura, torné hacía la izquierda y me di cuenta con satisfacción que mi recorrido iba a ser completo, desde la misma desembocadura del Sauca en el Lozoya, ese iba a ser el comienzo de mi viaje.

El primer puente que pasé fue el del camino hacia Pinilla, también es conocido por ser el camino hacia el camposanto, como siempre que paso por allí siempre recuerdo la tumba de mi abuelo, hace muchos años que no consigo entrar en el cementerio, quizás desde que de crío iba con mi pandilla de veraneantes, cuando después de las tormentas de verano intentábamos ver los fuegos fatuos con nulos resultados.

Algo más adelante, ya sobrepasado el segundo puente, por la parte derecha de la ribera hay otro lugar curioso, de niño siempre me resguardaba bajo la sombra de dos chopos gigantescos y me adormecía con el ruido que formaba el viento al mecer las ramas, las hojas así hacían un ruido como de resaca. Hasta muchos años después cuando contemplé al mar por primera vez, no me di cuenta del parecido de sonidos. Pero el de los chopos era mejor, la sombra y la mullida hierba bajo sus/mis pies, hacían de aquél lugar un escalón más cercano al paraíso

Algunos años más tarde, cuando Raúl llegó con su tienda de campaña, fue sin ninguna duda el lugar elegido por mi parte para plantarla, allí pasó dos de los veraneos más hermosos de los que disfruté, sobre todo por mi edad entonces, los fabulosos dieciséis y diecisiete años.

Apenas cincuenta metros más arriba, un lugar sombrío para mi recuerdo. Allí se levantaba una estrecha pasarela sobre el río compuesta por dos finos troncos de unos arbolillos, y sujetos entre ellos a fuer de traviesas, unas finas tablas. No éramos muchos los que nos atrevíamos a cruzar el río por ese lugar, además el puente anterior estaba a cien metros y el siguiente aguas arriba a apenas cincuenta, solo los chaveas inquietos como yo y alguna que otra gallina de la pescadera del pueblo, que por aquellos pagos picoteaban a su antojo.

Y ese fue el problema, un malhadado día siendo un chaval, quise cruzar el río por la pasarela y cuando apenas había dado dos pasos, observo que una gallina había comenzado también a cruzar la pasarela desde la otra orilla, yo no me paré, tenía preferencia bajo la superioridad moral que me daba haber empezado antes el tránsito y de pertenecer empero a una raza superior, la gallina más comprometida en poner sus ojos en pisar convenientemente las tablas, no apreció mi presencia hasta que por fin nos encontramos justo en medio de la pasarela y por ende, sobre el mismo centro del cauce, por donde más agua corría. Ella de repente denotó por fin mi presencia y sorprendida y asustada aleteó para ganar la orilla volando, craso error, dios solo le dio las alas a las gallinas para servirlas en ciertos restaurantes de comida rápida, frita y aderezada con diversos condimentos. Hete aquí que el triste vuelo de la gallina la llevó al centro de la corriente, donde ante mis aterrorizados ojos solo pudo exclamar un agónico glugluteo en vez del consabido cacareo.

Me quedé de piedra incapaz de moverme viendo como aquella pobre ave era engullida por las aguas y como cada vez sus aleteos eran más tenues, hasta que por fin quedó inmóvil cerca de la orilla. Avergonzado solo pude huir como alma que lleva el viento llevando la lacra hasta el resto de mis días de aquél gallinacidio, de mi cobardía por no haber intentado salvarla y de mi soberbia por no haber cedido gentilmente el paso al pobre animal.

Continuará.


miércoles, 14 de marzo de 2018

Toque de difuntos


Esa noche apenas pude dormir, al otro lado de la casa se estaban produciendo unos hechos completamente nuevos para mí, la muerte acababa de hacer aparición en mi vida apenas a unos pocos metros de mi cama. Lo que realmente más me apenaba era oír a mi madre llorar y saber que no debía levantarme para poder consolarla , para evitarme el terrible espectáculo que se estaba produciendo, me acostaron pronto y me dijeron que no me levantase, el abuelo, mi abuelo, se estaba muriendo y ya no se podía hacer nada por él, solo llorar.

En un duermevela pasé las siguientes horas, oí decir a mi padre que se iba a Buitrago a por el ataúd. Mi padre conducía un taxi por aquel entonces, un recio Seat 1500 con baca, por lo que no habría que esperar a  que la funeraria lo surtiera, alguno de mis tíos se ofreció voluntario para acompañarlo por lo que en las siguientes horas dejé de tener noticias de él.

Una de las cosas que más recuerdo con bastante desagrado fue que el pobre de mi abuelo todavía estaba caliente y ya empezaban a repartirse sus despojos. Mi tía se empeñó en pedir a mi abuela la navaja que durante una multitud de años acompañó a mi abuelo. En el campo no había herramienta multiusos como una simple navaja de cachas de nácar, ésta y su boina castellana eran las señas de identidad que más recuerdo de él. Creo que al final alguno de mis primos logró el preciado trofeo, lástima, aparte de mí no creo que ninguno de ellos le tenga en su memoria.

Mi abuela a ratos lloraba desconsoladamente, fueron muchos años juntos, llenos de penalidades los más, pero al fin con la perseverancia que tienen los personas que desde la nada son capaces de levantarse día a día con el sol y echarse a andar un paso tras otro, consiguieron levantar una casa y criar ocho hijos.

Algún tiempo después, la conmoción se apoderó de la casa, mi tío que esa misma mañana se había casado en Zamora, acababa de hacer acto de presencia. Fue, creo, un momento chusco para todos al tener que mezclar los pésames con las enhorabuenas, las voces de todos se notaban afectadas.

Casi al final de la noche cuando ya los ojos se me cerraban del sueño atroz que me invadía, uno de mis tío a quien nunca conseguí identificar vino a tumbarse en la cama junto a mí. Su presencia me relajó y al poco tiempo uní mis ronquidos a los suyos.

Cuando amaneció, casi a escondidas me sacó mi madre de la casa. Sin desayunarme me encaminó a casa de la señora Gregoria, una buena amiga de la familia. En ese momento tuve un momento de rebeldía, no quería irme solo. Mi tía se quiso llevar a casa de sus suegros a mi hermano y separarnos así todo el día. Yo me negué en redondo, no quería que me separasen de mi chache, bastante triste y gris era el día, a pesar de hallarnos en agosto, pero de ninguna manera iba a aceptar pasarlo en soledad en casa de unos extraños.

El peor momento del día fue por la tarde en la casa de la señora Gregoria, por desgracia estaba en el camino de la iglesia, ver pasar la comitiva al son de las campanas tocando a muerto.


martes, 16 de enero de 2018

Los mares del sur


Llegó un día en que quemé mis naves, cerré la puerta y llevando de la correa a mi mejor amigo me fui a los mares del sur.

 Llevaba ligero el equipaje, no me hacía falta mucho para poder vivir allí, unas chanclas y mi viejo bañador tipo bermudas. El pobre estaba algo descolorido, son muchos años poniéndomelo para bañarme en la poza Engaña, pero sigue siendo la atracción de todas las chicas que se bañan allí. Soy un privilegiado, nadie tiene un bañador como el mío. Juanan, que sigue estando a mi sombra, sigue con los Speedo ya desfasados, marca paquete pero poco.

No me importa que luego en casa cuando me ducho me vea media pierna de color blanco allí donde no llegaron los rayos de sol, incluso es probable que cuando llegue a Bora Bora me haga un discreto tatuaje allí, solo para enseñar a mis más íntimas amigas.

También llevo una esterilla de palma para extenderla a la sombra de cualquier cocotero, por supuesto previa revisión de que ningún fruto ejerza la fuerza de la gravedad con aviesas intenciones. Un cojín hinchable también tiene su lugar preparado, es un adminículo muy útil para situar debajo de la cabeza y estar cómodo para descabezar un sueñecito de vez en cuando.

También necesito últimamente unas gafas de sol. Creo que es por tantos años viviendo los veranos de Alameda, sobre todo en el regreso a casa después del baño, el sol caía a plomo mientras nos reíamos de las posaderas de las hermanas y la prima de Jose Luis, porfiando sobre quién de ellas las tenía más hermosas.

Estoy a punto de tomar el barco que me lleve muy lejos, un viejo carguero humeante. Sobre la pasarela miro atrás y observo lo que dejo y no me importa, he llegado a la edad sublime en que solo puedes caminar hacia adelante, a un lado mi amigo al otro, ella. Es posible que los viajes a los mares del sur no duren mucho, apenas unos centenares de metros.





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