Se llamaba Elisabeth, era rubia y era
estadounidense. Desde luego lo tenía todo para destacar en aquel pueblito de la
sierra pobre de Madrid. Sería amiga de alguna veraneante, porque ella en sí no
creo que desde aquellas lejanas tierras se enterase de la existencia ni de la
situación en el mapa de Alameda del Valle, nunca lo sabré ni importa para la
historia.
Destacaba y de qué manera, a todos los
adolescentes los traía locos y a los preadolescentes, como era mi caso,
también. Era el centro de la pandilla de los chicos del preu, no
recuerdo qué chicas formaban parte también de su pandilla, pero seguro que estarían
de uñas con ella.
Yo tenía por entonces la edad justa en la
que empezaba a mirar de otra manera a las chicas y si eran algo mayores, más
formadas, más mujeres y no tan niñas como las de mi edad, mejor. La mayor parte
de mi tiempo vacacional la dedicaba a
pescar, a montar en bicicleta, a nadar en el río ye en todos estos supuestos
nunca entraba, ni era de imaginar, una chica en ellos. Las chicas eran algo molesto
y chillón que cuando se entrometían por
la tarde en nuestros juegos en las Escuelas del pueblo, generalmente terminaban
llorando porque jugando al rescate o al pañuelo, nunca
entendieron el valor de la fuerza para zafarse de pringar y perder el
juego.
Había algo que comenzaba a cambiar y
éramos conscientes de ello pues las mirábamos de otra manera, pero siempre
nuestros pensamientos volaban hacia sus hermanas mayores o las veraneantas ocasionales
y este verano la reina era Elisabeth.
El Refugio era el baile del pueblo.
Un local que el ayuntamiento cedió a los mozos de la villa. Las chicas del
pueblo hicieron una colecta y con ella compraron un tocadiscos y algunos singles
de los éxitos de aquellos años. Ya no había que esperar a las fiestas
patronales para poder escuchar buena música y poder bailar, todos los días de
verano se celebraban guateques.
De aquellos años me viene mi gusto por la
música de Roberta Flack, Adamo, Pekenikes, Los Sirex y toda aquella caterva de
melenudos como los apostrofaban nuestros mayores.
Pero el Refugio no estaba acorde
con los tiempos, el interior estaba deslavazado pintura blanca en las paredes
que la humedad desconchaba, dos bombillas de 60 vatios derramando luz por todos
los rincones y ni una triste silla donde descansar entre baile y baile.
Todo cambió aquel verano, una nueva
colecta hizo afluir las obras al local. Un poyo corrido de piedra y cemento
trajo las conversaciones y corrillos al local, además de atalaya donde las
chicas feas aguardaban a que las sacasen a bailar. Pero lo mejor estaba por llegar:
la pintura.
Y aquí interviene mi querida Elisabeth,
los chicos pintaron en tonos pastel las paredes, pero estaban huérfanas de toda
simbología. Elisabeth se puso manos a la obra, llenó de vida y color aquellos
muros. Allí conocimos el símbolo de la paz, que love significa amor y
toda la parafernalia hippie, corazones y psicodelia. Pero lo mejor lo dejó para
el final. En el centro de la pared, dos figuras, una masculina y otra femenina
vestidas a la moda de final del siglo XIX con una mirada de desprecio y de
superioridad, con un bocadillo en el que
figuraba la frase: Míralos, cómo se divierten.
Como si de un tótem se tratara donde toda
la tribu bailaba alrededor, aquellas figuras se convirtieron en santo y seña
del local, de repente el Refugio se puso de moda, la juventud de los pueblos de
alrededor vinieron a observar aquél prodigio. Nosotros, yo también me incluía,
estábamos exultantes de orgullo, éramos el referente del Valle. Durante muchos
años aquellas pinturas fueron algo más que unos simples trazos en la pared, desgraciado
fue el día en que las vi desaparecer.
Ello llevó a la cúspide de la fama y de la
gloria a Elizabeth, era querida y admirada, hasta las personas mayores del
pueblo, reacias en un principio por su condición de extranjera a saludarla, se
dirigían a ella con aquiescencia. Era feliz y era joven ¿Qué más podía desear?
Yo llegué a saberlo, había algo que la
inquietaba y era su gran secreto. Un día que paseaba como siempre, seguramente
con un palo en la mano creyéndome alguien importante o soñando con un futuro
lleno de dicha y aventuras como mi apreciado Tom Sawyer, la vi en un rincón a
la sombra de un fresno. No era la mejor manera que me hubiese gustado de contemplarla
pues lloraba, lloraba y sufría. No tenía consuelo y yo no era nadie para
dárselo. Escondido tras unos arbustos la veía llorar sin parar, unos lloros
quedos y lastimeros que me rompían el corazón.
Musitaba unas frases en inglés que para mi
desgracia no pude entender, la chamulla de Chespir nunca fue de mi agrado ni
pude hacerme con ella. Para mi desgracia, allí estaba la solución al secreto
que la afligía, seguramente entre su alocución estaría el nombre del maldito
que la hacía sufrir. Lo odiaba y a la vez lo envidiaba, cuanto daría porque
aquel ángel se hubiera fijado en mi persona, aunque hubiera tenido que esperar
a que mis hormonas se estabilizaran, en vez de aquél maldito charrán.
Al cabo dejó de llorar, se acercó al riachuelo
que bordeaba el prado donde se hallaba y se lavó la cara, si hubiera podido
acercarme también al río sin descubrirme, hubiera bebido de él para poder
llevar dentro de mi sus lágrimas, pues era lo más poético que en aquel momento sentía.
El resto del verano transcurrió
pesadamente, llegó el Trofeo Carranza y con él la llegada del día 31 de agosto,
nefasta fecha en la que volvíamos a la gran ciudad. Sentado en el asiento del
coche de mi padre de camino a Madrid en la salida del pueblo la vi. Solitaria
llevaba un ramo de florecillas, el tipo de flores que salen al final del
verano, flores de colores apagados, tristes, aromosas pero sin vida, casi como
ella con la mirada perdida. Volví mi mirada hacia la carretera, enjugué una
lágrima rebelde y supe que no la volvería a ver.