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miércoles, 25 de julio de 2018

Sauca arriba III


En este mismo lugar sobre la carretera mis recuerdos me llevan a una tarde que pudo ser aciaga. Mi hermano y yo estábamos allí mismo esperando la llegada de nuestros padres que venían de Madrid, mientras aguardábamos la llegada del autocar de la Continental, comenzamos a jugar y poco a poco la cosa se desmandó, lo que era el arrojarnos unos simples arrancamoños terminó arrojándonos piedras de considerable tamaño. Éramos incapaces de advertir el peligro que se avecinaba. Al parecer alguna de las piedras alcanzó a Rafa y éste con la mala leche que le caracterizaba se abalanzó hacia nosotros (principalmente sobre mí, que era el que más cerca le pillaba) con aviesas intenciones, intenté correr como alma que lleva el viento, pero mis zancadas eran nimias en comparación con loa velocidad que traía Rafa, cuando estaba a punto de sufrir su dentellada fatal, se oyó la voz salvadora de Ventura que con un grito estentóreo, hizo cesar a Rafa de su acometida. Nunca agradecí lo suficiente su presencia en aquél lugar. Aliviado y contrito me senté junto a mi hermano en la valla del Hostal del Marqués para continuar la espera sin más novedad.

Ah, no lo he dicho, Rafa era el maldito perro de Ventura, el dueño del Hostal.

Allí mismo un poco más arriba de la pocilla que hay, en otro tiempo muy cercano a mi anterior aventura cogí una de las mayores truchas que he sacado del rio. Y es que tengo la habilidad de meterme en las pozas y sin más herramienta que mis manos sacar la truchas que pululan por las pozas. Recuerdo que bajaba con ella en mis manos y el mismo señor Ventura me la quiso comprar, me ofreció 250 pesetas de la época, un dineral, pero yo ufano como iba de enseñarla en casa me  negué en redondo.

Sigo remontando y llego a una zona muy hundida sobre el nivel de la calle en la que el río baja sobre un lecho de roja arcilla, al socavar la arcilla endurecida forma una poza en la que las truchas se resguardan y son imposibles de extraer. La memoria me falla y ya no recuerdo a los acompañantes de mi aventura, pero en un principio intentamos sacarlas con el truco de envenenar el agua, “alguien” le había contado a uno de mis acompañantes que cierta hierba que abundaba por la zona, atontaba a los peces, por lo que hicimos acopio de esas hierbas machacándolas para que hicieran reacción con el agua de la poza, pero no hubo caso, allí los únicos atontados éramos nosotros esperando el milagro.

Pero nuestra inquieta mente no cejó en el empeño y decidimos enderezar la curva del río, de esa manera la poza no recibiría agua y poco a poco se vaciaría. Nos pusimos manos a la obra y con nuestros escasos medios, palos y poco más, iniciamos la ímproba tarea de abrir un nuevo cauce, pero por mucho que nos empeñamos apenas hicimos bajar el nivel de las aguas. Por lo que después de un breve concilio, observamos la poza con las truchas y a una lanzamos el triste  corolario: “¡No están maduras!”

Ahora viene un tramo donde el Sauca discurre bajo la maraña de los árboles ribereños, es una zona sin pozas que termina de bordear el monte de la Cabeza y termina en una poza redonda ya casi colmatada por el aluvión. Recuerdo que la hicieron dos operarios que hicieron el chalet de la doctora, no se anduvieron con chiquitas, tomaron la retroexcavadora y ¡ale hop! Ya se podían bañar a voluntad.

Según se atraviesa el puente de la dehesa se llega a un lugar mágico, el prado donde desaguaba antaño el manantial del Cañuelo. Hoy una fea construcción de ladrillo tapa lo que antes era un agujero por donde afloraba entre burbujas, que levantaban la fina arena del fondo, el agua más cristalina que nade vio. Creo que además era sabrosa, recuerdo que nunca me saciaba, me inclinaba apoyado en unos cantos y bebía con fruición hasta hartarme, salía fría y podías extasiarte mientras bebías con el movimiento de la arena del fondo.

Era el lugar favorito de mi familia para merendar en verano, nos reuníamos bajo la sombra de los fresnos ribereños y dábamos cumplida cuenta del bocata de pan con chocolate o con mortadela. La mullida hierba que lo rodeaba te invitaba después a tumbarte mientras contemplabas las nubes discurrir.

Con el paso de los años sirvió el lugar para mis primeros escarceos amorosos, ese fue el lugar donde contemplé un pecho femenino en vivo y en directo.

Se llamaba Nuria y tenía más experiencia que yo, pero aquél momento fue inolvidable, mi corazón latía a mil revoluciones y seguro que nunca hubo una caricia más torpe. Luego me enteré que no estábamos solos, como si de la leyenda de lady Godiva fuera, tuvimos también tuvimos un “Tom el mirón” pululando por allí, no solo fue mirón, también fue “largón” pues fuimos la comidilla de las comadres de Alameda.

 
Continua.



martes, 24 de julio de 2018

Sauca arriba II


Enjugué mis hipócritas lágrimas y, siempre por el lado derecho, proseguí mi ascensión, no tardé en pararme un instante en evocar más recuerdos infantiles. En el lugar donde se alza ahora un feo puente de hormigón, pasé muy buenos momentos en mi infancia. Bajo el antiguo puente de madera, era el lugar donde estaba autorizado a bañarme en ausencia de mis padres, cuando en los estíos quedaba al cargo de mi abuela y de mi tía, solo podía acercarme a un tramo de río, el más cercano a la casa de mis abuelos.

 Aquí bajo el puente fue donde tomé contacto con la fauna fluvial, renacuajos, alevines de varias clases de peces, escarabajos acuáticos, “aclaraaguas” más bien llamados zapateros, ranas, gobios y alguna esquiva trucha. Ante la imposibilidad de que mi hermano y yo nos ahogáramos en una cuarta de agua de profundidad que aportaba el Sauca, nos dejaban corretear toda la mañana y parte de la tarde, por supuesto dos horas después de comer y con la digestión bien hecha. Muchos momentos felices disfruté de ese lugar en compañía también de nuestro amigo Ricardito, la captura de renacuajos y su posterior estabulamiento en pocillas excavadas por nosotros, se convirtió en nuestra primera experiencia para el manejo y explotación de una industria piscifactora.

Allí mismo tuvo además la célebre contienda entre mis dos primos, Tirsín y el Negus, nunca más el segundo se atrevió a abusar de su condición de mayor estatura y edad. Al aceptar Tirsín el reto de ser nuestro paladín, bajó desde casa de nuestra abuela hacia el río donde aguardaba el Negus muy entero él sin saber lo  que se le venía encima. Nunca mejor dicho, porque después del segundo soplamocos y ante la caída al césped del Negus, todo sea dicho un flojo contrincante, Tirsín saltó sobre su maltrecho cuerpo como si el mismísimo Hércules Cortés hubiera abandonado el ring de la plaza de las Ventas y se hubiera encarnado dentro de Tirsín.

El corto combate de Catch as Can, o lucha libre americana terminó cuando al Negus los ojos se le voltearon hacia atrás lo que nos preocupó en grado sumo, por lo que decidimos pedir asistencia a los mayores que pudieran encontrarse próximos. Tomamos pues cada uno de una pierna y Tirsín de un brazo con lo que consiguió que a cada paso que dábamos la cabeza del Negus golpeara con cuanto canto hubiera por el camino y no eran pocos en una época en la que las calles no estaban adoquinadas.

Afortunadamente en la casa de mi abuela nunca faltaba “agua del Carmen” (es decir agua de colonia) que era el elixir mágico para cuanto problema médico surgiera. El Negus volvió en sí y Ricardito, Tirsín y yo nos fuimos a celebrarlo yéndonos a comprar una bolsa de pipas a casa de la Faustina, sobre todo antes de que los mayores nos pidieran cuentas sobre el desenlace de la contienda.

Otro hecho que aconteció en ese mismo lugar, fue cuando bajo unos chopos que antaño ocupaban la ribera, jugábamos mi hermano y yo. Habíamos delimitado con cantos rodados nuestro chalet unifamiliar, aquí la entrada, allá la cocina, acullá los dormitorios. Así pasábamos las tardes mientras hacíamos la digestión.

Pero el mal acechaba y es que el movimiento ocupa no es una cosa de este siglo, ya en el siglo XX sexta decena, unas malandrinas vinieron a perturbar nuestra grata estancia sobre Alameda. Alicia y su hermana aparecieron un día por nuestros predios, habían cometido la insolencia de ocupar nuestra finca añadiéndole el deleznable gusto femenino de aportar florecillas por doquier.

No nos lo pensamos ni un momento, como si de un buldócer se tratara, recopilamos todas las piedras y visto y no visto, acabaron en el río que al fin y al cabo era el lugar donde las habíamos acarreado. Para nuestra desgracia  en los últimos instantes de nuestra hazaña aparecieron las susodichas jurándonos odio eterno por nuestra acción.

Poco nos importaron aquellas anatemas, las hormonas apenas habían aflorado en nuestra sangre por lo que la futura falta de su amistad nos traía al pairo. Total yo por entonces tenía muy claro que el amor de mi vida acababa de quedar segunda en Eurovisión y que cuando Karina me conociera caería rendida a mis pies.

Ya no me entretengo más en este tramo, continuo avanzando y llego al puente del Toril, recientemente lo renovaron y pusieron alguna piedra más en sus paredes, pero el Sauca cuando quiere es muy inquieto y alguien va a tener que volver a gastar dinero en remozarlo y levantar las piedras que cayeron al cauce en alguna avenida primaveral.

El objeto del citado puente es llegar al toril donde se guardaba el “toro villa” es decir el semental de la población. Todos los chavales intentábamos contemplar los escarceos que allí ocurrían entre el toro y sus partenaires, pero los mayores no nos dejaban que nos subiéramos a las vallas de piedra, por lo que nunca vimos aquél espectáculo.

En este punto hay que cruzar el puente y subir por la margen izquierda hasta llegar al puente sobre la carretera comarcal. El puente en sí es el mismo desde hace unos cincuenta años en que se ensanchó la carretera dotándola de márgenes. Hace poco tiempo se ha vuelto a ensanchar, sin tocar la estructura básica del puente para crear un estrecho e insuficiente carril de acceso hacia la carretera.

También se creó una plataforma para que los carros y los animales pudieran bajar de la dehesa sin tener que atravesar la carretera con el peligro que suponía.

Este hito en el camino sirve para marcar ya el ámbito de fuera del pueblo, a partir de entonces ninguna casa debía de figurar, pero esto no fue así y algunas casas y chalets rompen el paisaje.

Continua.

lunes, 23 de julio de 2018

Sauca arriba


Siempre soñaba con remontar el Sauca, era un sueño recurrente, cada cierto tiempo cuando me encontraba constreñido por los muros de los edificios de la gran ciudad, esa noche inevitablemente soñaba que subía por sus riberas arboladas, generalmente iba para coger truchas, soñaba con pozas  donde nadaban libres y me sumergía en las cristalinas aguas persiguiéndolas.

Generalmente el sueño terminaba volviendo con un puñado de ellas engarzadas en un mimbre y descolgándome por la última tubería que desaguaba al medianil de la casa de mis abuelos.

Los años fueron haciendo que, para mi desgracia, me fuera olvidando de las subidas al río de la Sauca, inmerso en un mundo de mayores, los muros se fueron convirtiendo en un elemento visual más de mi vida. Además los pocos viajes que me devolvían al campo  y a mis raíces mitigaban sus recuerdos.

Pero un día, libre ya de mis ataduras, me dije que era hora pues de comenzar el viaje soñado, por fin conocería qué había más allá de los verdes prados junto al río, atravesaría la dehesa y atravesaría los desfiladeros que comenzaban junto al viejo molino, intentaría llegar a sus fuentes así como Burton y Speke no pararía hasta conseguirlo.

Le pedí a mi madre un tenedor de acero, tomé un gran canto rodado y un martillo y de esa manera enderecé el tenedor y separé sus púas, lo até a una flexible vara de avellano y lo convertí en un tridente. De la misma manera cogí una llanta del vertedero y até a ella una red de naranjas, de esta guisa siempre pensé que me convertía en un gladiador, un retiario.

Del desván saqué mi vieja mochila de lona, el arnés estaba roto y oxidado por lo que pesaroso no tuve más remedio que  con una navaja romper todo el entramado de costuras que lo unían a la mochila, no iba pues a contar con la comodidad de que ningún elemento se me clavase en la espalda durante la marcha y además tenía claro que mi espalda se llenaría de sudor en el trayecto.

Tocaba ahora elegir qué artículos me llevaría en mi viaje. Comencé con un par de mudas de ropa interior, un par de camisetas y de calcetines. Una cantimplora con la base de aluminio que me serviría como vaso y como marmita para cocinar. La navaja con la que corto por su base, los pocos níscalos que consigo recolectar en otoño. Una linterna, el saco de dormir, una lona impermeable que me sirviera de poncho y para envolverme en ella para dormir en caso de lluvia, un par de rollos de papel higiénico (imprescindibles), una bolsa de plástico con autocierre hermético donde metí un mechero y dos cajas de fósforos y un rollo de tramilla. Y como marca de la edad que tengo, un neceser  con todos mis medicamentos.

En la parte superior de la mochila guardé la comida que llevaba de salida, dos latas de sardinas en aceite, un bote de cocido de una afamada marca, un salero y dos bocadillos de tortilla de patatas que me hizo mi madre, es decir avituallamiento para dos días, tres a lo sumo, pero esperaba poder cazar o pescar durante el resto de mi viaje.

Descolgué mi vieja escopeta de perdigones y como don Quijote, una mañana de julio comencé mi aventura, torné hacía la izquierda y me di cuenta con satisfacción que mi recorrido iba a ser completo, desde la misma desembocadura del Sauca en el Lozoya, ese iba a ser el comienzo de mi viaje.

El primer puente que pasé fue el del camino hacia Pinilla, también es conocido por ser el camino hacia el camposanto, como siempre que paso por allí siempre recuerdo la tumba de mi abuelo, hace muchos años que no consigo entrar en el cementerio, quizás desde que de crío iba con mi pandilla de veraneantes, cuando después de las tormentas de verano intentábamos ver los fuegos fatuos con nulos resultados.

Algo más adelante, ya sobrepasado el segundo puente, por la parte derecha de la ribera hay otro lugar curioso, de niño siempre me resguardaba bajo la sombra de dos chopos gigantescos y me adormecía con el ruido que formaba el viento al mecer las ramas, las hojas así hacían un ruido como de resaca. Hasta muchos años después cuando contemplé al mar por primera vez, no me di cuenta del parecido de sonidos. Pero el de los chopos era mejor, la sombra y la mullida hierba bajo sus/mis pies, hacían de aquél lugar un escalón más cercano al paraíso

Algunos años más tarde, cuando Raúl llegó con su tienda de campaña, fue sin ninguna duda el lugar elegido por mi parte para plantarla, allí pasó dos de los veraneos más hermosos de los que disfruté, sobre todo por mi edad entonces, los fabulosos dieciséis y diecisiete años.

Apenas cincuenta metros más arriba, un lugar sombrío para mi recuerdo. Allí se levantaba una estrecha pasarela sobre el río compuesta por dos finos troncos de unos arbolillos, y sujetos entre ellos a fuer de traviesas, unas finas tablas. No éramos muchos los que nos atrevíamos a cruzar el río por ese lugar, además el puente anterior estaba a cien metros y el siguiente aguas arriba a apenas cincuenta, solo los chaveas inquietos como yo y alguna que otra gallina de la pescadera del pueblo, que por aquellos pagos picoteaban a su antojo.

Y ese fue el problema, un malhadado día siendo un chaval, quise cruzar el río por la pasarela y cuando apenas había dado dos pasos, observo que una gallina había comenzado también a cruzar la pasarela desde la otra orilla, yo no me paré, tenía preferencia bajo la superioridad moral que me daba haber empezado antes el tránsito y de pertenecer empero a una raza superior, la gallina más comprometida en poner sus ojos en pisar convenientemente las tablas, no apreció mi presencia hasta que por fin nos encontramos justo en medio de la pasarela y por ende, sobre el mismo centro del cauce, por donde más agua corría. Ella de repente denotó por fin mi presencia y sorprendida y asustada aleteó para ganar la orilla volando, craso error, dios solo le dio las alas a las gallinas para servirlas en ciertos restaurantes de comida rápida, frita y aderezada con diversos condimentos. Hete aquí que el triste vuelo de la gallina la llevó al centro de la corriente, donde ante mis aterrorizados ojos solo pudo exclamar un agónico glugluteo en vez del consabido cacareo.

Me quedé de piedra incapaz de moverme viendo como aquella pobre ave era engullida por las aguas y como cada vez sus aleteos eran más tenues, hasta que por fin quedó inmóvil cerca de la orilla. Avergonzado solo pude huir como alma que lleva el viento llevando la lacra hasta el resto de mis días de aquél gallinacidio, de mi cobardía por no haber intentado salvarla y de mi soberbia por no haber cedido gentilmente el paso al pobre animal.

Continuará.


viernes, 4 de octubre de 2013

La convalecencia III


 Esta vez mi paseo se encaminó hacia la vereda del río pequeño, el que llaman de la Sauca, un río cantarino flanqueado por altos y enhiestos chopos, asaz añosos. Para cambiar de ribera cada poco trecho, unos funcionales puentes de hormigón habilitaban el paso, pero todavía no era mi caso pues no desvié mi camino.

Al final de la ancha calle donde el camino se desvía para ir a las eras, me dejé llevar por mi oído ante un trepidante martilleo, un recio edificio de piedra dejaba escapar el sonido metálico amén de una atosigante humareda que escapaba no solo por la chimenea, sino también por la puerta y las ventanas.

Junto a la fragua, pues tal era el edificio, un potro de berroqueña, aprisionaba a una vaca avileña de las que se usan como yunta para las labores del campo. Recias correas de cuero curtido seguramente en mil batallas, la sujetaban mientras tenía alzada la mano derecha, preparada ya para calzar una herradura.

Dentro de la fragua, el herrero, reconocible por su mandil de cuero, martilleaba sobre una bigornia una herradura como no había visto ninguna. En vez de la archifamosa herradura de caballo en forma de “U”, ésta se componía de dos mitades en forma de pulmón con una lengüeta que se introducía en la hendedura entre los dedos de la bestia y por el borde externo se fijaba como las otras, con clavos de cabeza cuadrada.

Al rato, levantó la mirada y apreció mi figura recortándose sobre el umbral y con voz recia me preguntó:

-         ¿Y tú de quién eres?

-         ¿Cómo dice usted? – Contesté embarullado como solía.

-         Si no eres de aquí ¿Cuál es tu gracia?

-         Pu Pues me llamo Jose Antonio, estoy alojado en casa de Fuencisla.

-         ¿La potranca?

-         No sé, a esas intimidades no hemos llegado.

Creo que le gustó mi respuesta pues una ronca sonrisa, casi un estertor escapó de su garganta, creo que tenía un espíritu bromista pues quiso seguir embromándome.

-         Entonces ¿No eres Luis?

A lo que su cliente, el dueño de la vaca a herrar, contestó:

-         ¡Qué va, no ves que es Félix el culón!

No sé de dónde salió un coro de carcajadas o si fue el eco al golpear las paredes de la fragua, el caso es que las risotadas de los dos personajes me hicieron enrojecer de vergüenza.

-         No te enfades, hombre. – Terció el herrero. – Para que no me guardes rencor te enseñaré el silbo de Julián.

-         ¿Y quién es el afamado Julián? – Pregunté algo envarado.

-         ¡Ca! Pues quien va a ser ¡un servidor! El archifamoso Julián el herrero, pregunta a quien quieras del valle por mí y te dirá: ¿el del silbo?

-         Pues nada señor Julián, deléiteme con un concierto. – Repliqué alborozado.

Entonces Julián el herrero torció el morro y de su boca surgió una mezcla de potente y musical silbido, con una pedorreta, pero era algo especial, algo nunca oído, sonoro  y canoro a la vez, Andrés Segovia no habría creado una ópera para él, pero Los Luthiers si se habrían fijado en su sonido.

-         ¿Cómo lo ves, madrileño?

-         Está muy bien, pero no espere que lo haga yo.

-         ¿Es que no te atreves?

-         No me gustaría ver mi cara mientras lo intento.- Repuse.

Y es que me fijé que había que retorcer la lengua de una manera que solo animales como los camaleones fueran capaces de realizar, para él después de una vida silbando, sería mucho más fácil de lograr sin regar los alrededores de saliva.

-         Bueno, voy a continuar con mi paseo.- Inicié la despedida.

-         Con Dios, hombre.

-         Hasta la vista.

Abandoné la fragua y al llegar a la cerca donde empezaba la dehesilla, giré a la derecha para volver a internarme en la población para volver a casa de Fuencisla. Al entrar la encontré trasteando con los cacharros de la cocina.

-         ¿Qué tal estamos hoy?

-         Muy bien Fuencisla ¿O debo llamarte “potranca”?

Una mueca de asombro mudó su rostro.

-         ¿Quién te ha dicho eso?

-         Un amigo tuyo, Julián el herrero.

De improviso dio media vuelta y la oí suspirar varias veces, mientras retorcía nerviosamente sus manos, al cabo se dio la vuelta y me habló.

-         Caramba Jose, creo que has llegado aquí para levantar de su tumba a todos los fantasmas y aparecidos del pueblo, seguro que tienes una misión aunque no sepamos cual es. Te diré que la potranca no soy yo sino mi madre y que Julián murió hace ya muchos años, luego si quieres pasamos por la fragua, o mejor dicho por el restaurante argentino que hay dentro de ella desde hace por lo menos diez años si no más, Julián andaba detrás de mi madre pero no llegaron a casarse, pues ella se fijó en mi padre, Julián quedó solo y en serio era conocido por los alrededores por el silbo que inventó, era un personaje realmente entrañable.

-         ¡Caramba! Si vi a una vaca herrar y todo.

-         Pues ni el potro queda ya, algo más arriba en la calle del río han colocado un potro, o algo que se le parece, pues nunca en ese lugar hubo fragua alguna.

-         Pero no te preocupes, no creo que sea malo que te encuentres con esta gente del pasado.

Creo que lo dijo al ver mi cara apesadumbrada, empecé a pensar en volverme a Madrid o en comprar un detector de fantasmas, afortunadamente ningún daño me hacían, pero creo que cada vez que salga de la casa de Fuencisla ¿Cómo distinguir una persona real de un fantasma?

El resto de la tarde lo pasé frente a la lumbre leyendo un viejo libro de páginas amarillentas y tapas ajadas.

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domingo, 28 de julio de 2013

La trilla

Cuando llega la canícula a la Sierra, no puedo por menos recordar que antiguamente era la época de la trilla en las eras.
Para dos mocosos urbanitas que éramos mi hermano y yo, y más en un paraje que, aunque se hallaba a 90 kilómetros de Madrid, la corriente eléctrica apenas podía sustentar las bombillas en los salones de las casas, por lo que ver la televisión era pura entelequia.
Nuestras diversiones no eran pocas a pesar de ello, además de la bicicleta, siempre había la posibilidad de intentar pescar a mano o con caña las escurridizas truchas que poblaban el Lozoya  y el Sauca, además de divertirnos cazando ranas, renacuajos y otras sabandijas.
Pero había otra diversión fabulosa, ayudar en las labores el campo a los paisanos de allí, esas labores seculares que nadie en la ciudad era capaz de imaginar ni de enseñarte, quizás porque no se daba ninguna importancia o que se pensara que eran labores de baja disposición o condenadas al olvido y a la extinción. Nadie en su sano juicio en un colegio capitalino sería capaz de ver la importancia que tiene para la educación infantil, el aprendizaje de ordeñar una vaca, ayudar a parir a una gorrina y mucho menos observar como el toro padre cubría a una vaca, además de ser capaces de usar una guadaña para segar hierba, utilizar una hoz para cosechar trigo o cebada y una labor capaz de Alejandro Magno: uncir una yunta al ubio.
Estas y otras labores estábamos deseando que nos dejasen hacer, es curioso, lo que para la gente del campo era un afán, para nosotros era pura diversión, también pienso que pensaban que los chaveas de la capital estábamos un poco mochales.
Ya he contado que mi abuelo no era natural del valle, sino que la pobreza de la posguerra le había llevado a sentar sus reales en Alameda huyendo de una vida de miseria en su Torrelaguna natal, ochocientos años antes otro paisano de nombre Isidro hizo lo mismo con dirección Madrid. Esto hizo que no tuviera ni tierras ni ganado empleándose como aparcero en las tierras de los demás.
Por lo que treinta años después sus nietos si querían participar en esas labores como diversión, era ir con abuelos ajenos. Nuestros favoritos eran Nemesio, el abuelo de mi primo, y Paco “el palanco”
Todo comenzaba con la siega del cereal, una labor ímproba y terriblemente tediosa, creo que nunca me quedé a observar cómo trabajaban en los campos de secano, allí se dejaban la espalda de tanto agacharse, usaban como tocado un sombrero de paja de amplias alas para protegerse de la solanera que les atizaba inmisericorde. También tenía su técnica, cada cierto volumen de manojos, los agavillaban para ponerlos en montones que se pudieran luego manejar con las horcas para montarlos en los carros para su transporte.


Acto seguido iban a las eras para limpiar su parcela, nunca fui capaz de saber cómo eran capaces en aquél llano sin mojones que delimitasen el terreno, de colocar cada año en el mismo lugar la parva. En aquellos años todavía se colocaban del orden de quince a veinte parvas, en muy pocos años desaparecieron todas.
Otro acto era la colocación del chozo, todos iban al mismo cuadrante donde se había sorteado la saca de leña, para cortar robles de tres metros de largo, se bajaban con la yunta y los colocaban como si de un tipi de indios americanos se tratase, a mí me parecía cosa de brujería, tenía la misma magia que los botijos, fuera del chozo rondarían los treinta y pico grados al sol, pero dentro la temperatura descendía de golpe una decena de grados. Dentro guardaban mientras duraba la trilla, los avíos para la parva, el citado botijo y el almuerzo de la familia; como en el campo no se desperdiciaba nada, luego el chozo serviría para aumentar la provisión de leña para el invierno.


Una vez desgavillado, el cereal, trigo o cebada, se colocaba formando un círculo perfecto, la parva, y en ese momento llegaba la diversión, para nosotros por supuesto. Se uncía una yunta a un trillo, esto era una tabla de dos metros por uno que en la parte inferior tenía incrustada multitud de pedernales y trozos de sílex afilados, éstos al pasar repetidamente por los tallos de trigo cortaban la caña en trozos minúsculos de paja y a la vez desgranaban el cereal. En la parte superior se colocaba una banqueta para poder descansar y poder dirigir mejor a las vacas, para eso teníamos unas riendas para guiar y una aguijada para estimular la yunta pues tenían tendencia a detenerse y ponerse a comer de la parva.
Imaginábamos que conducíamos un automóvil por el tráfico de Madrid, aunque al final se transformaba en algo tedioso, siempre dando vueltas en el mismo sitio, francamente aguantábamos un par de horas y luego nos íbamos a bañar al río o a jugar al futbol con nuestra pandilla en cualquier prado.
Así mientras duraba la trilla, dependiendo de la cantidad de cereal que tuviesen sembrado. Según contaban los abuelillos, antiguamente la trilla se hacía con mulas, y ahora se hacía con recias vacas de raza avileña, con mulillas la trilla debió de ser vertiginosa, al ir mucho más deprisa, pero al igual que los borricos estaban en franca recesión, eso es lo que les tuvo que pasar a las mulas, pues nunca vi ninguna por el valle más que en ajadas fotografías del álbum de mi abuela.



La operación final, era aventar la paja para ensacar el grano, pues se almacenarían por separado en la parte superior de las cuadras del pueblo para usarlos como forraje y cama del ganado.
De pronto una mañana al asomarme a las eras, la encontraba vacía y solitaria, o no me daba cuenta seguramente, era algo natural, como la caída de la hoja en otoño, la única ventaja para la chiquillería era que teníamos un llano despejado de cualquier piedra y cardo, apto para la práctica de nuestra afición futbolística.


domingo, 29 de mayo de 2011

El huerto del alcalde

Aquello era el paraíso, tumbado en el gran pasamanos de granito de la escalera de entrada a las escuelas, comía con delectación el bocadillo, bueno, siempre se denominó bocata, desde la noche de los tiempos, allí en la sombra, acompañado por mi chache, aguardábamos la llegada de toda la chiquillería veraneante del pueblo ¿A qué jugaríamos hoy? Lástima que las chicas no quisieran jugar más al pañuelo, se iban a enterar, para evitar postreras humillaciones ante su derrota, se habían negado a jugar más con nosotros, aducían lo de siempre: - Es que sois muy brutos y además nuestros padres no nos dejan jugar con niños.


Algo de razón, mirándolo bien, tenían, pues algún componente de la panda era terriblemente bruto por lo torpe y patoso. Recuerdo sobre todo a Martín, por su culpa las chicas tampoco se bañaban con nosotros en la poza de la Angelines, estábamos jugando a la pelota dentro del agua y el muy torpón, le bajó sin querer el bañador a Almudena, fue tremendamente gracioso el incidente, el culete tan redondo y blanco dio mucho de sí en chascarrillos en la pradera mientras nos secábamos, hacía bien en avergonzarse Almudena, Dios le puso en el mundo unas redondeces a las mujeres que les hace parecer seres grotescos y les hace caminar como patos y además no pueden estar el verano sin camiseta ¡menuda incomodidad! Le tengo que preguntar a Juan, pues tiene un hermano mayor, ¿Qué es lo que ven los mayores a las mujeres? Seguro que cambiaré, pero ahora mismo me parece una guarrada darle un beso en la boca a una chica, prefiero soplarle en el culo a una rana, para que no se pueda hundir en el río.



-¿Te vienes? Vamos al huerto del alcalde a robar manzanas.


- No, no tengo hambre, acabo de comerme el bocata.


- Venga tío, no seas jilipichi, vente y nos acompañas.


- Mira, tengo las playeras de la tarde y no me las puedo manchar.



Llevaba puestas las “tórtola” idénticas a las de todos los chavales, siempre tenía dos pares, uno para la mañana, que me servía para pescar, bañarme, jugar al futbol y cualquier otra actividad que se nos ocurriera, sin quitármelo en ningún momento y el otro era el de “vestir” era el que usábamos para la tarde-noche serrana, ir al cine de verano, jugar en las escuelas o ir a misa los domingos, por supuesto que este no lo podía manchar de ninguna manera, sólo cuando el otro par destrozado por su uso, acabara en el vertedero, previa compra de otro par en la tienda de “la Elvira”, entonces podría cambiar de escalón al par de vestir y convertirlo en las zapatillas de batalla. Por lo que decliné la invitación de la “famélica legión” que verano tras verano, asaltábamos según llegaban los frutos a su sazón, los huertos de la periferia del pueblo.



El huerto del alcalde, luego me enteré que no era del alcalde, pero nunca supimos quien lo bautizó así, se encontraba en las afueras, camino de Pinilla, cruzando el río Sauca, había que saltar una valla y caminar por una tierra de secano, a veces plantaban trigo y otras veces garbanzos, por eso de la rotación de cultivos. En lo alto de una loma había un par de manzanos y también un peral, llevaban muchos años sin podar, por lo que para tener acceso al preciado tesoro, había que trepar por sus ramas, pero merecía la pena, todavía recuerdo su sabor, redondas manzanas rojas, un delicado ocal solo para el paladar de reyes, todo eso en nuestras manos, con un leve esfuerzo.


Pero esa tarde no fui ¿Fue para bien? Quien sabe, solo se que me dio mucha rabia vistos los acontecimientos que sucedieron, según me contaron más tarde, saltaron la valla y accedieron al huerto en fila india, todos llevaban pantalones largos menos Luis Antonio que además era el que cerraba la fila, no contaban que parejo al jardín de las Hespérides, este huerto también tenía su Anteo particular, dejó pasar a toda la tropa y quizás pisado por Luis Antonio, hizo presa en su tobillo una víbora que allí moraba, poco disfrutó de su triunfo, pues allí mismo dejó su vida por un cantazo justiciero, en vilo y corriendo llevaron a su casa al casi desfallecido chaval.



En los pueblos tan pequeños, donde por aquel entonces, la pobre energía eléctrica que llegaba, no daba para mantener con vida a una televisión y los periódicos no llegaban, pues no había ningún quiosco a treinta kilómetros a la redonda, pues bien, la conmoción y la noticia corrieron parejos, como si de un toque de campanas a rebato, toda la vecindad se reunió en la plaza, pues en los bajos del ayuntamiento, estaba el dispensario de don Ángel, el medico del pueblo, poco estuvo allí el agredido, pues por aquel entonces, a pesar de que las víboras eran muy frecuentes en la sierra, no se disponía de suero antiofídico, por lo que le condujeron de inmediato a Madrid.



A pesar que las fiestas fueron el mes pasado, estábamos en Agosto, la aglomeración de gente en la plaza era similar a un día festivo, no es que hubiera varios corros, más bien la plaza entera era un corro único de gente comentando el hecho, a pesar de la simpatía que se tenía en general por el chaval y su familia, algunos lugareños comentaban: “Hay que ver, estos veraneantes, es que no respetan nada y luego pasan las cosas”.


¿Y yo donde estaba? Muy sencillo, el cielo se me había caído encima, me encontraba en el centro de la plaza, rodeado de un centenar de personas, pero me sentía en el polo sur o en la cima de la más ignota montaña, ¡Maldita sea! Podía haber sido testigo de un hecho, que ha conmovido hasta los cimientos el pacifico transcurrir del verano, pero no, estaba a doscientos metros del hecho, que era como estar a doscientos kilómetros, todo por no sacudir mi pereza, por tener en mis manos un estúpido bocata de Nocilla y por no manchar las asquerosas, feas e impersonales “tórtolas”


Nadie me preguntaba nada, era yo el que preguntaba, no había sido protagonista, sino un mero espectador, comparsa entre tantos de la mayor noticia del verano y seguro que de los venideros.




martes, 1 de febrero de 2011

Eladio

No era capaz de entenderlo, apenas llegaba corriente eléctrica para encender levemente una bombilla, pero para el viejo tocadiscos de mi abuela era suficiente, cuando estaba ella, una inmisericorde letanía de canciones de Manolo Escobar nos llenaba los oídos de música que entendíamos que no era para nuestros oídos, claro que cuando ella se marchaba al hostal, comenzaba la segunda parte de la tortura musical: mi tía cogía su turno y nos llenaba los oídos de sensibleras canciones de Julio Iglesias. ¡Que injusticia! Mi hermano y yo suspirábamos por alguna triste hora delante de un televisor, añorábamos Bonanza y Locomotoro y hubiéramos sido capaces de ver con agrado a la familia Telerín ordenando irnos a la cama.

La única canción que nos gustaba era el abuelo Víctor, de Víctor Manuel, nos hacía gracia, pues el primer nombre del abuelo también era Víctor, no nos imaginábamos en nuestra ignorancia, a nuestro abuelo de picador en una corrida de toros, cambiando su boina por un castoreño, sabíamos que valor no le faltaría, pero nos daba risa imaginarlo embutido en un traje de torear.

Lo de acostarnos temprano venía bien al fin y al cabo, así madrugaríamos y podríamos aprovechar los días, ya que las noches se presentaban mortalmente aburridas sin tele, pasear con el abuelo era lo mejor que nos podía pasar, si no estaba muy mal de los achaques, caminar con él era entrar en un mundo especial, donde se mezclaba el pasado y la actualidad y un conocimiento de plantas y animales como ningún libro, por muy ilustrado que fuera, nos iba a enseñar. Con él, aprendí a distinguir los avellanos, el beleño de las brujas, la hierba de savia naranja que curaba verrugas y el canto del cuco y sobre todo a maravillarme de sus manos encallecidas, que eran capaces de tocar las ortigas e incluso frotárselas por el dorso de sus manos sin sentir ningún dolor, ya me hubiera gustado tener ese don aquella vez que me caí de la valla medianera sobre las ortigas ¡estando en bañador!

Recuerdo aquella tarde con la maestra en Zarzosa, no sé su nombre, hace muchos años que lo olvidé, pero si recuerdo la canción que nos enseñó:



Don Caramelín

Se lava y se peina

Y se va al cafetín



A pesar de ser maestra, una profesión que odiábamos, la tomamos afecto, era una novedad en nuestro discurrir del verano, entonces no podíamos alejarnos mucho de la casa de los abuelos sin el acompañamiento de un adulto, como mucho a la pradera junto al Sauca, bajo unos chopos que nos parecían naves espaciales, allí juntábamos piedras e intentábamos imaginar que éramos padres de familia y tenderos, comerciando con piedras y semillas.

El Sauca, hoy falto de toda vida acuática, entonces nos daba para tardes enteras llenas de aventuras y descubrimientos, capturábamos renacuajos e intentaba ya lo mismo con gobios, soñando que algún día sería capaz de hacer lo mismo con las truchas que se escondían veloces en las oquedades debajo del puente, a pesar de nuestros torpes intentos, aun faltaban muchos años para que pudiera hacerme con ellas artesanalmente, es decir, como los osos, con las manos.

Aquel verano por más que lo intentaba no conseguí ninguna, prácticamente era lo único que podía comer mi abuelo, la lucha contra su enfermedad la perdió por aquel entonces, fue la primera vez que vi llorar a mi madre y no entendí muy bien lo que pasó aquella noche, pero desde entonces creo que Alameda añora una vieja boina castellana paseando por sus ruas.

martes, 6 de julio de 2010

Los colores del otoño

El sendero me alejaba del pueblo bajo la sombra de los chopos, sus hojas hace tiempo que cayeron al suelo dejando una ruidosa alfombra a mis pies, de pequeño me encantaba jugar en la cuneta de la calle principal, allí se acumulaban las secas hojas e los chopos y disfrutaba con el ruido que producía al pisar las hojas, a veces tenía que salirme de la cuneta pues a mis pies se acumulaban demasiadas hojas para poder continuar sin caerme, hace muchos años ya de eso, hoy los pocos chopos que no talaron o que incompetentes ingenieros de montes permitieron su poda, apenas alfombran en otoño el suelo.

Camino por la dehesa alumbrándome con mi linterna, pues aun no amaneció, espero dar los buenos días al sol en la falda de la montaña, mi primera visita de otoño a la sierra se hizo esperar y quiero aprovecharla al completo, incluso me cuesta descubrir al “árbol caníbal” que poco a poco, inexorable, sigue fagocitando la oxidada señal del coto.


Las primeras luces me sorprenden en el inicio de la subida y me vuelvo para contemplar la aurora que se dilatará en el tiempo, pues tiene que trepar por las montañas del otro lado del valle para por fin darnos un amanecer tardío.


Por fin el orto llega y con el toda una sinfonía de colores se destapa por las laderas de las montañas, rojos, naranjas y toda una paleta de marrones llenan de otro tipo de vida estos lugares, las plantas se preparan para el duro invierno que las espera, por todos lados helechos ya secos llenan el sotobosque de colores cálidos, en otros tiempos no habría tanta cantidad, se recogían para usarlos en la matanza de Enero; espinos, piornos y retamas además de dar sus colores, se aprietan a la vera del camino, cerrándolo y haciendo que apenas quede una estrecha vereda.


Llego al robledal que abraza la falda de la montaña y me encuentro que apenas se distingue el suelo, sus bellas hojas se esparcen por el sendero dando una apariencia mágica al entorno, parece un bosque de cuento, donde brujas, hadas y enanos tienen cabida en él.


Pero el verdadero tesoro está un poco más adelante, tachonando apenas el paisaje, como islas perdidas en un mar marrón, aparecen arbustos de acebo, bellos, arcanos y sobre todo fundamentales en la dieta de los animales que se atreven a hibernar aquí.


Después de descansar y disfrutar con el entorno, sólo me quedaba volver de nuevo al valle, en la medida de los posible me gusta volver de mis excursiones siguiendo otro camino, bajando este a plena luz me deslumbraba con el sol reflejado en el rocío de la verde dehesa, atravesada por la serpenteante vereda que me lleva a Alameda.




jueves, 1 de julio de 2010

Llueve

Llueve a lo largo del camino, es una lluvia intensa, directa, vertical e inmisericorde con las vacas del camino, se arraciman debajo de los árboles, pero a estas alturas del otoño, estos apenas tienen hojas para parar la lluvia, por lo que ya aparecen chorreando, no sólo sus lomos, sino también todo el cuerpo, afortunadamente para ellas, están acostumbradas a las inclemencias del tiempo, por lo que continúan rumiando parsimoniosamente, parece raro, pero la ausencia de moscas hace que apenas muevan el rabo como la estampa de ellas que tengo del verano.




El camino se empina, y una fina niebla empieza a rodearme, desde aquí pierdo la contemplación del río, por lo que me doy cuenta que estoy abandonando el valle y la dehesa, aunque mi animo montañero hoy no me va a hacer subir mucho mas de la ladera de esta montaña, apenas un par de kilómetros más, me desviaré para volver a encontrarme con el río, un poco mas cerca de su nacimiento, allí donde sus aguas se vuelven turbias al bajar bravías entre las peñas por las que a saltos va formando apenas pozas, que no remansos, pues no da tregua a sus prisas por encontrarse en el centro del valle con el padre Lozoya.





Ya se entreveran a lo largo de la trocha, pues perdió en estas angosturas el nombre de camino, acebos entre los robles, sus frutos, de los que en el crudo invierno se alimentaran los pocos animales que resisten estos lares, ya empiezan a verdear entre las matas, los helechos les acompañan en el sotobosque, ahora que ya no hay matanza en enero, los lugareños no hacen acopio de ellos, por lo que se pudren bajo los robles.



Los corzos, una vez acabada la berrea, intentan escabullirse de mi vista, pero ante la falta de follaje son visibles ahora desde lejos, por lo que su contemplación hace que valga la pena la cantidad de agua que voy embarcando entre las ropa, que el chubasquero, hace tiempo dejó de ser impermeable.



Apenas recupero el resuello, tomo el camino de vuelta hacia el valle, chapaleando por la senda de bajada, pues pequeños arroyos se forman, indicándome el camino de bajada, me salgo del camino y bajo paralelo a el, por la hierba para no llenarme de barro, además, así acorto camino, pues en mi mente sólo hay lugar para un pensamiento, una chimenea encendida, acogedora y luminosa, donde secarme y descansar frente a ella.

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