viernes, 15 de noviembre de 2013

La dama sin rostro


La muerte de mi padre lo cambió todo, recién acababa de doctorarme en leyes en la vieja universidad de Alcalá, las puertas que debieran de habérseme abierto, ante la ausencia de mi progenitor, todos esos clientes que tan devotamente me saludaban antaño, ahora estaban demasiado ocupados para recibirme siquiera.

Todas las oficinas en las que solicité un puesto de trabajo se hallaban atestadas, pues muchos cesantes aguardaban el cambio en el gobierno que les repusieran en su destinos ministeriales, trabajando por un mínimo estipendio dentro de notarías y corredurías de comercio, ejerciendo como pasantes.

Los parcos ahorros que conservaba se iban agotando y con ellos la esperanza de poder seguir viviendo con dignidad. Afortunadamente a pesar de los nubarrones que me acechaban, una misiva vino a aliviarme sobremanera.

Un familiar lejano de mi estirpe aragonesa, que en tiempos lejanos, en vez de emigrar a la capital como mis más cercanos antepasados, lo hizo a la ciudad condal donde había medrado comerciando en hilaturas. Éste al enterarse del óbito de mi padre se ofreció a acogerme en su casa y darme así mismo trabajo en su negocio, girándome además los dineros necesarios para el viaje.

Reuní mis escasos bagajes y me dispuse a comenzar una nueva vida y a padecer las ciento diez leguas que me separaban de Barcelona, en el interior de la galera que realizaba el traqueteante recorrido.

Sin más novedad que el lacerante dolor que discurría por todos y cada uno de mis huesos y el asqueante recuerdo de las fondas donde la obligada colación de alimentos de sospechosa procedencia y peor condimentación e higiene; conseguí llegar a mi destino, donde me detuve a aspirar el húmedo olor proveniente del cercano marque se vislumbraba, así como extasiarme ante la contemplación inédita de la enormidad de su superficie.

La bonhomía de la raza aragonesa me hizo considerarme rápidamente como en mi hogar y el trabajo asignado en absoluto afanoso, hizo que empezara a sentirme realmente feliz.

Todas las tardes libres las ocupaba en descubrir una ciudad que cada día era menos extraña para mí, enseguida quedé hechizado por sus amplias calles y sus recoletas plazas, así como por la luminosidad de los paseos junto al mar.

Un domingo cumpliendo con el precepto, acudí a oír misa a la catedral, situándome como era mi costumbre al final de la nave. Ya comenzada la liturgia, un leve movimiento en la puerta de entrada me hizo dirigir allí la mirada. Ante toda la concurrencia, una dama enfundada en un traje negro con un velo del mismo color cubriéndole el rostro, avanzó por el pasillo central hasta la zona destinada a las mujeres, donde siguió el rito sin moverse de allí, siquiera para comulgar, lo que me llenó de extrañeza. Mi mirada no hacía más que dirigirse hacia su figura intentando distinguir alguna parte de su rostro que pudiera escapar del tamiz de su velo, que en ningún caso apartó de ella. Lo único que me fue dado contemplar fueron sus manos blancas y finas como si el mejor orfebre las hubiera tallado en marfil.

Cuando por fin el oficiante exclamó “ite, misa est” no me encaminé de inmediato a la salida, sino me quedé esperando que pasara de nuevo por mi vera, causándome gran desazón el ver que no me era dado contemplar siquiera algún detalle de su tez. No me arredré por ello y caminé detrás de ella observando con desesperación cómo se introducía en un carruaje que a tal efecto la esperaba para su traslado. En aquel mismo lugar me quedé observando cómo partía hasta que transcurrido un trecho giró por una calle transversal, perdiéndose de mi vista.

Para mi desdicha pasé toda la semana con la razón extraviada y mis pensamientos puestos en aquella dama, lo que hizo que fuera reconvenido por mis errores en la administración de los asuntos de la oficina. Los días pasaban con una plomiza apatía y desesperante lentitud, pero como todo llega, el domingo hizo por fin su aparición.

Esta vez no me introduje en el templo, enrocado junto a la pila de agua bendita aguardé su llegada, que como el domingo pasado ocurrió al unísono con el principio del rito, ella alzó su alba mano para tomar el agua pero se encontró con que yo me había adelantado introduciendo la mía en su interior, la saqué chorreante ofreciéndosela, ella tras un breve momento de vacilación juntó sus dedos índice y corazón  apenas rozó mi mano humedeciéndolos. Volví a desesperarme cuando ella para persignarse no se desveló sino que lo hizo sobre él. Ésta fue incluso mayor cuando para aumentar mi dolor ni un solo sonido salió de sus labios para agradecer mi galante gesto.

Después de esto se introdujo en la catedral tomando asiento en el mismo banco que el domingo anterior, esta vez sin embargo me quedé en el exterior esperando su partida. Cuando esta se produjo, se encaminó hacia el mismo carruaje que la aguardaba, partiendo a continuación.

De nuevo padecí una semana intentando elucubrar el misterio de la enlutada dama pasando noches en vela. En vano pregunté a mis familiares y a mis compañeros de trabajo, pues nadie pudo darme razón de ella, ni al parecer nadie se había apercibido de su existencia.

Decidido a dar un paso más en la resolución del misterio que me atormentaba, solicité a mi tío un adelanto sobre mis emolumentos que utilicé en alquilar un caballo que me pudiera ayudar a seguir al carruaje en su salida de la catedral.

El siguiente domingo insistí en mi ofrecimiento de agua bendita con el mismo resultado, pero esta vez a su salida monté presto en mi cabalgadura y perseguí el carruaje a través de las estrechas calles de la parte antigua de la ciudad, saliendo al cabo de ella dirigiéndose hacia el pueblo de Horta donde se introdujo en una masía rodeada por una recia valla de piedra.

Me apeé y me acerqué presto hacia la verja de entrada que un criado estaba cerrando, al llegar junto a él le interpelé:

-       Buenos días.

-       Buenos los tenga usted.

-       Perdone mi intrusión, ¿Podría decirme quienes son los moradores de la masía?

-       ¿Y quién es el que así lo inquiere y con qué motivo?

No estaba preparado para inventar una excusa creíble que hiciera que el cancerbero de la mansión me franqueara la entrada, algo balbuceante intentando sin embargo aparentar confianza en mí mismo improvisé una respuesta.

-       Mi nombre es Jose Antonio, soy de la familia Gracia, propietaria de los afamados telares sitos en Martorell y el motivo de mi visita es que la dama que acaba de traspasar esta cancela, se ha dejado olvidada en el banco de la catedral una preciada y valiosa joya.

La mentira por fortuna tuvo un exitoso efecto y me fue franqueada la entrada,  el criado me acompañó hasta la entrada de la masía y me hizo pasar hasta el interior de una salita donde me indicó que aguardara hasta que avisara a su ama.

Transcurrido un breve tiempo, un frufrú delator, me anunció que la dama se aproximaba, dirigí la mirada hacia la puerta de la sala donde efectivamente ella se introdujo acercándose a mí y por fin dirigiéndome la palabra.

-       Y bien, decidme ¿Qué joya es esa que al parecer he perdido?

-       Disculpad mi osadía, todo ha sido una artimaña por mi parte para poder conoceros, el haberos visto en la catedral, velada como vais ha despertado mi inquietud por conoceros, si mi atrevimiento os ha podido contrariar os pido por ello mil perdones pero a fuer de… Daría mi vida por conocer vuestra gracia y poder contemplar vuestro rostro que con toda seguridad debe ser digno de admiración. Os ruego pues, libradme de esta tortura.

-       Caballero, medid vuestras palabras, estáis invocando poderes que desconocéis, vuestra apuesta es asaz arriesgada.

-       Me atengo letra a letra y palabra por palabra a lo dicho anteriormente, así me lleve el diablo si falto a mi palabra.

Nunca hubiera pronunciado esas palabras que fueron mi perdición, la dama se me aproximó y a partir de entonces la maldición cayó sobre mí.

¿Qué es un espectro vagando sobre la tierra? Un espíritu insatisfecho que no ha paz en la en la eternidad, sopla velas, apaga candiles y pasados los años es capaz de hacer chisporrotear las bombillas en su desesperación por hacerse notar, sin causa aparente hace estremecer a doncellas y jóvenes causándoles hormigueos por la piel, susurra por las esquinas de callejones cuando en apariencia no hay ni una ligera brisa. Ese es mi destino por los eones venideros, troqué mi vida y mi alma por conocer su nombre y contemplar su rostro. Antes de perderlo todo quedé cegado y solo conseguí escuchar:

-       Elisenda.




 

domingo, 10 de noviembre de 2013

El piano

Mientras tocaba al piano una triste melodía no dejaba de pensar en los tristes tiempos pasados, aquellos tiempos en los que mi juventud y mis errores dictaban el devenir del tiempo, para todos yo era solamente un joven inconsciente e inmaduro, bueno solamente para requebrar doncellas y correr detrás de cualquier sueño imposible, todos sabían que malgastaba mi juventud, todos menos yo. Cualquier canto de sirena me hacía coger una liviana maleta y tomar el primer tren hacia cualquier Shangri la que me ofrecieran, pero a la postre, donde realmente llegaba era a Xanadu en manos de cualquier Khan.
¿Decepción? ¡Ca! De eso no se hizo, otros sueños, más o menos forzados reconfortaron mi alma, siempre había una montaña que subir o una sima donde bajar.
Ella, su cara, no la olvidaré nunca, o quizás nunca la recordé, a veces se me figura su semblante en los vapores alcohólicos de mi inconsciencia, siempre la perseguí con un amor galante o una persecución atroz y dolorosa, daba lo mismo el lugar, un salón versallesco o el lupanar más abyecto.

Mis dedos seguían acariciando las teclas del piano, única enseñanza de mis maestros que aprendí con rigor, quizás lo único real que quedó de tantos años.


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