miércoles, 25 de septiembre de 2013

La Convalecencia II


Me desperté pues como hacía muchos meses que no lo hacía, había dormido en una cama con colchón de lana que se adaptaba a mi cuerpo y me daba un calor suave, lo que hacía que me costase despegarme de las sábanas, muy distinto al del hospital con su acompañamiento de ruidos y visitas intempestivas de las enfermeras.

 Llevaba un buen tiempo despierto, levemente amodorrado mirando al irregular techo lleno de desconchones y nervaduras fruto de cientos de encaladas, forzando mi imaginación, buscaba en él rostros, figuras de animales, algo así como si estuviera en la réplica de la cueva de Altamira junto al museo arqueológico.

El ruido chirriante de los pasos de mi patrona sobre el suelo de madera, me hizo despabilarme del todo, ante mí apareció apremiante.

-        Venga pues a desayunar, que ya pasaron las burras de leche.

Como nunca había oído esa expresión, no pude por menos que sonreír, en cuanto volvió a salir de la alcoba, me vestí y bajé alegremente al comedor. Allí me esperaba una mesa repleta de viandas, además de un enorme tazón de leche humeante.

-        ¿Esperamos visita? – Pregunté con sorna.

-        ¡Ay mi niño! Qué gracioso que eres.

-        Si me tengo que comer todo eso mejor salgo huyendo hacia Madrid.

-        No seas tonto y cómete solo lo que te apetezca.

-        Entonces ya he terminado.

-        ¡Ay! Jaja no me des ese disgusto, que te lo he preparado con mucho cariño.

La verdad es que afecto no la faltaba, me desayuné y cumplí con el suplicio pactado de que me tomase la temperatura corporal y supervisara mi ingesta de medicamentos, terminado el rito matinal, acepté su sugerencia de pasear y que me diera el fresco aire de la mañana.

Paseé por las rúas del pueblo observando los restos de la arquitectura rural que iban quedando arrinconados por las nuevas edificaciones veraneantes fuera de lugar y de la armonía que daban las viejas casas y pajares de piedra y sus grandes tejas rojas festoneadas de líquenes multicolores.

A pesar de la comodidad que suponía que todas las calles estuvieran empavesadas, esto las quitaba el sabor añejo que tuvieron antaño, algunas casas incluso conservaban los poyos de piedra a los lados de la puerta, pero ya no se veían sentados en ellos viejecillos encorvados, de oscuras vestimentas y hablar cansino.

En una de mis revueltas torcí por una calle igual que todas las calles del pueblo, o eso creía, de momento carecía del feo, gris e impersonal hormigón que solaba el resto, en esta calle al parecer la modernidad había pasado de largo, pues el suelo era de tierra moteado por cantos rodados y en un lateral una cacera transportaba un agua cantarina para las parcelas cercanas. A mi izquierda, entre dos huertos se alzaba una casa de dos alturas con aires de edificación norteña pues tenía una alto tejado a dos aguas y con ventanas más grandes de lo que suele haber por esta tierra, el jardín surgía enmarañado y muy descuidado, como olvidado. En el lateral una cuadra usada antaño como cochiquera, pero con las vigas carcomidas y las tejas semihundidas.

Dentro del patio una niña dibujaba en un cuaderno, ella tenía un cierto aire irreal, lucía un largo cabello cogido por dos grandes coletas con grandes lazos blancos cada una, un babi de color azul claro cubría su vestido como si de una párvula se tratara. Estuve un tiempo detrás de la valla de piedra que separaba el patio de la calle, intentando vislumbrar qué era lo que dibujaba, al no conseguirlo la hice notar mi presencia.

-        ¡Hola! Buenos días

Ella giró su cabeza y sonriente me respondió devolviéndome los mismos deseos, al hacerlo y poder contemplar en todo su esplendor su cara, observé que era de bellas facciones pero un leve deje de tristeza parecía rondar a su alrededor.

-        Estoy aquí pintando ¿Quieres pasar a ver mi dibujo?

-        Vaya, creo que no debo, seguro que a tus padres no les gustaría ver junto a ti a un extraño dentro del jardín.

-        ¿Mis padres? No se… es raro, bueno, acércate a la valla y te lo enseño.

-        Bueno, pero primero dime ¿Cómo te llamas?

-        Águeda ¿Y tú?

-        Yo me llamo Jose Antonio, estoy alojado en casa de la señora Fuencisla.

-        ¿Fuencisla? No la conozco.

-        Si, justo al lado de la plaza.

Me extrañó que no conociera a mi patrona, pero no le di más importancia al asunto por lo que me acerqué a ella, sobre la valla dispuso el cuaderno para que yo lo pudiera contemplar y al abrir el cuaderno ante mí una ventana se mostraba al horror. Con trazos de lápiz negro, un rostro que parecía surgido del averno parecía taladrarme con su mirada, leves líneas entreveradas en rojo insinuaban gotas de sangre que escapaban de las fauces y parecían salpicar en todas direcciones. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, el vello se me erizó y un nudo se me formó en el estómago.

-        ¿Pero esto qué es? – Musité titubeando.

-        Es mi mamá ¿A qué es guapa?

Qué podría decir, no imaginaba las intenciones que pudiera tener, quizás se tratase de una cruel broma, pero Águeda parecía de muy corta edad para ello.

-        ¿Qué pasa, no te gusta?

La cara se le mutó en una mueca horripilante, sus ojos se volvieron rojos, inyectados en sangre, la tez se le nubló y unos profundos surcos vetearon su piel. No me quedé junto a ella más tiempo, me di media vuelta y a grandes pasos intenté alejarme del lugar, pero ello no me impidió escuchar su voz ahora súbitamente enronquecida.

-        ¿Dónde vas Jose Antonio? Espera un momento, enseguida llega mi mamá y la podrás conocer ¡Espera!

Nunca sabré cómo conseguí llegar a la casa de Fuencisla, solo sé que la di un susto de muerte al contemplar mi semblante, prácticamente me derrumbé apenas traspasado el umbral, ella me sujetó y consiguió arrastrarme hasta sentarme en una silla, un par de palmadas sobre mi rostro hizo que pudiera volver en mí y acto seguido me dio un vaso de agua para que reaccionara.

Más tarde, ya recuperado y ante el sempiterno tazón de leche caliente que me obligó a beber, la relaté todo lo que me había acaecido, asintiendo ella severamente cada poco tiempo y al terminar mi narración comenzó ella a hablar.

-        Has de saber que este es un pueblo con mucha historia y algunos hechos ocultos, es posible que afloren por canales que quedan fuera de nuestra comprensión, pero todas estas historias van quedando en nuestro acervo y pasan de padres a hijos y todos las conocemos, en el caso que me refieres, Águeda vivió hace muchos años, de hecho tus ojos te engañaron, su casa hace tiempo que está en ruinas, pues como te digo, Águeda vivía con su madre, una mala persona enloquecida que día a día succionaba la sangre de la pobre criatura haciendo un leve corte en una arteria, algo parecido como hacen algunas tribus de África con sus vacas, poco a poco la pobre niña se iba consumiendo a ojos vistas, nadie se dio cuenta hasta que exangüe falleció y al amortajarla, las vecinas se dieron cuenta de lo que pasaba.

-        ¿Qué ocurrió con la madre?

-        Huyó esa misma noche, nunca nadie la volvió a encontrar, la justicia la estuvo buscando, pero sin éxito.

-        ¿Y por qué se me ha aparecido?

-        Quién lo sabe, hay gente que tiene más facilidad que otra de contactar con estos espíritus que se resisten a dejarnos, seguro que este es tu caso. Vente conmigo y verás la casa como es en realidad.

Efectivamente, cuando llegamos a la casa de Águeda todo había cambiado, la calle estaba empedrada como todas las del pueblo y la casa estaba en un franco deterioro, incluso un fresno había sentado sus reales justo en la puerta casi impidiendo el posible acceso a su interior, la  valla sobre la que apoyó el cuaderno se encontraba abatida por la mitad  y entrelazada por enredaderas y zarzamora mostrando el total abandono de muchos años al que había estado sometida.

Me volví hacia Fuencisla y la pedí que nos fuéramos a su casa, ya había tenido bastante por el día de hoy y mi único afán era el de volverme a meter en el cálido colchón de lana de mi cama.

..//..




 

 

 

 

domingo, 15 de septiembre de 2013

La convalecencia


Una terrible enfermedad me había atenazado, y ante el certero diagnóstico de los médicos, no tuve por menos que luego llevarles la contraria y empeñarme  en sobrevivir, una enfermera viendo mi lucha, me aconsejó pasar mi convalecencia en un pequeño pueblo en la sierra de Madrid, tenía una buena amiga enfermera jubilada que alquilaba habitaciones en su vieja casa y ella se comprometía a cuidarme y prestarme asistencia médica.

En cuanto tuve fuerzas para poder viajar siquiera cien kilómetros, preparé mis maletas y tomé un autocar hacia ese lugar recóndito de la sierra madrileña. Cuando me dejó en mitad de la plaza del pueblo me sentí solo y desfallecido sin apenas fuerzas para caminar, pero las justas para preguntar a un zagal que pasaba por allí por la casa de la señora Fuencisla, arrastré como pude mis maletas en pos del chaval al que no tuve por menos que envidiar la agilidad que sus pocos años y la buena salud le hacían trotar por las rúas del pueblo.

Llegué por fin cuando estaba al borde de la extenuación a la casa de la señora Fuencisla, llamé como pude con los nudillos sobre el quicio de la puerta pues no encontré ningún pulsador de timbre alguno. Una voz respondió dentro de la casa:

-        ¿Quién va?

-        Buenos días, soy Jose Antonio, creo que habló con usted María, su antigua compañera del hospital.

-        Si, pasa hijo, entra a la cocina que estarás más calentito.

Me hizo pasar a la cocina y me sentó en una silla de enea junto a un hogar de fundición donde el carbón de su interior me hizo recordar la posibilidad del infierno, al tanto me encontré sudando copiosamente.

-        ¿Tienes fiebre?

-        No señora, es el calor del hogar que me hace sudar.

-        Por si acaso te vas a tomar este tazón de caldo, es de una gallina que maté ayer, al saber que venías hice caldo, es lo mejor para cualquier convalecencia.

En mis manos puso una enorme jícara que apenas podía sostener de lo caliente que estaba, dentro había un líquido claro donde sobrenadaba un dedo de grasa, esto aumentó si cabe los sudores que padecía.

Terminé la colación como pude y mi buena aposentadora me enseñó mi cámara donde iba a pasar la siguiente quincena, enseguida se apoderó de las medicinas que traía en un pequeño neceser comprometiéndose a suministrármelas en el horario prescrito por los galenos.

-        ¿Qué te parece la cámara?

-        Bella, muy bella.

-        ¡Ay! – Suspiró – Aquí está mi preciado ajuar, según me iba haciendo con él, poco a poco iban pasando los años y ningún pretendiente llamó a mi puerta, al final el último tranvía pasó de largo.

Pobre mujer, la verdad es que la habitación estaba dispuesta de manera admirable, tanto las sábanas como la colcha estaban maravillosamente recamados, el resto de la sala estaba hermoseado como si el tiempo hubiera pasado de largo con el tranvía, un aguamanil de porcelana ocupaba uno de los rincones mientras que en la pared opuesta a la cama, un recio bargueño se enseñoreaba del lugar.

Poco después de deshacer mi maleta, llegó la hora de la cena y me hizo sentar delante de una mesa llena de viandas donde me di cuenta que mi patrona me iba a curar el cáncer a costa de saturarme las arterias, pues tanto ese día como los sucesivos, en la mesa siempre estaban dispuestas las vituallas que cualquier cardiólogo aborrecería: huevos, torreznos, morcilla y todo tipo de carnes rojas que imaginar pudiera, con el añadido de su tremendo interés en que vaciara mi siempre colmado plato.

-        ¡Por favor! – Supliqué – No ponga más comida en mi plato, le juro que voy a reventar.

-        Pero si estás en los mismísimos huesos – Respondió desoyendo mis suplicas.

Embotado por la abundante cena, salí al porche a tomar el aire. Allí las estrellas parecían más próximas por la pureza del aire circundante, no recordaba la última vez que había contemplado un cielo estrellado como el de esta noche, la vía láctea refulgía, parecía que invitaba a tomar el camino ¿A Compostela quizás?

Mis ojos me llevaron a mirar al oeste. – Qué raro. – Me dije, hay luz en Navacerrada, recordaba mi infancia y la manera que tenían nuestros mayores de asustar a los pequeños, nos decían que en lo alto de la Bola del Mundo, por la noche se reunían las brujas a disfrutar de sus aquelarres y desde el valle se veía la luz de sus fogatas. Lo cierto es que desde el invento de la TDT, ya no operaban en las instalaciones de la televisión, por lo que hacía años que la luz de la antena se apagó.

-        Pero muchacho, póngase esta rebeca, se va a constipar.

Mi patrona como siempre, salió al quite para protegerme, pero esta vez lo desestimé para regresar a mi cuarto y poner fin a la jornada.  ..//..

viernes, 30 de agosto de 2013

Cien años con Mary Santpere

El día 1 de septiembre cumpliría cien años Mary Santpere, una persona que desmintió el mito interesado de la animadversión Madrid-Barcelona. Murió como vivió: entre Madrid y Barcelona en el puente aéreo, el 23 de septiembre de 1992. Yo bien lo sé, pues trabajaba por aquél entonces en el aeropuerto de Barajas donde me enteré antes que nadie de la triste noticia.



Reina del teatro, radio, televisión y pantallas cinematográficas, su maestría y su buen humor nos encandiló a unas cuantas generaciones.
Para mí era un ídolo casi al nivel de Locomotoro, era verla y mudárseme el semblante por una franca sonrisa, el último trabajo que recuerdo de ella fue como madrina de las “Mama Chicho” venía a Madrid cuando falleció, para firmar el contrato para trabajar en la exitosa serie Farmacia de guardia.



Pero sobre todo la amé el día que dejó a muchos insidiosos sin su mayor arma al desmentir la leyenda negra de Bobby Deglané, leyenda, cuya veracidad siempre negó la actriz, cuenta que durante una entrevista con el popular locutor éste le preguntó "si cuando los catalanes hablan, ladran". La actriz, jugando con el nombre del locutor, replicó que no lo sabía pero que él sí tenía nombre de perro.

Genio y figura, nunca la olvidaré.

Monumento a los Santpere en La Rambla de Santa Mónica de Barcelona

domingo, 11 de agosto de 2013

Amarcord


¿Cuál es el recuerdo más antiguo de mi infancia?

Nunca se me olvidará, hacía calor, estaba con mi hermano e íbamos a comprar a la tienda de chucherías de al lado, la atendía un señor muy mayor, o eso me parecía, era además minusválido marcado por la terrible enfermedad que entonces era la polio. Recuerdo que abría los ojos de manera desmesurada cuando veía su bota con un alza descomunal, más parecida a las protecciones que usaban los picadores que a un zapato normal, quizá por eso cojeaba tan ostensiblemente – Me decía en mi ingenuidad.

Al principio de los años sesenta, una tienda de chucherías no era el mundo de estanterías y receptáculos de hoy, poco había entonces donde elegir, caramelos de fresa, naranja y limón y los socorridos “sacis” ¡cinco céntimos el caramelo! No de euro sino de peseta, pero inexorablemente eran de sabor a menta; además podías encontrar chupachups y a su prima la piruleta y su familiar lejano el pirulí. Y se acabó, el muestrario de chuches acababa, bueno, es esta tienda, pues en la calle de atrás tenían como exquisitez pastillas de leche de burra, algo realmente exótico.
 

No era de extrañar que cuando aparecían vendedores ambulantes publicitando sus productos, como gallos y manzanas de caramelo, generalmente eran los meleros de la Alcarria cargados de serones llenos de queso y miel y con una especie de estandarte de madera donde introducían los palitos para sujetar sus exquisiteces.

Vuelvo mis pensamientos a la tienda, pues aparte de los dulces, vendían pequeños juguetes de latón y sobre todo de plástico que poco a poco se iban imponiendo a los primeros, casi todos eran mecánicos, recuerdo la cámara de fotos que al apretar el disparador, salía una cara sonriente de repente del objetivo con un gañido. También estaba la pistola que en la punta del cañón tenía la cara de un bulldog y al jalar el gatillo un oculto mecanismo hacía abrir la boca al can y soltar un ladrido.

Además de coches  y aviones de plástico y recortables especialmente fabricados para los niños, vendían, cosa de los tiempos, toda una panoplia de proto-armamentos quizás preparándonos para la ardua vida del servicio militar que nos aguardaba cumplir en su momento, pistolas, escopetas, cuchillos, arcos y flechas, etc. Había pistolas que se les acoplaban unas tiras de fulminantes y con cada disparo lograbas un estampido y una nube de humo acompañada del olor a fósforo correspondiente, que hacían nuestros juegos de indios y cow-boys más convincentes.



¡Y qué decir de los petardos! Aquellos de color verde que hacíamos explotar debajo de las latas por el placer de hacerlas volar, también existían los “fósforos” pegados en una cinta de papel que al frotarlos contra el suelo ardían chisporroteando, otra acción menos sana era lamerlos y frotarlos contra la piel para formar un efecto similar a los fuegos fatuos

La tienda y el señor renco desaparecieron de mi vida sin solución de continuidad. Un anciano “el abuelillo” ávido amante de nuestro infantil dinero, aposentó sus reales en la esquina de la calle mercando los mismos productos, pero sin ocupar local alguno, lo que supongo que aumentaba el margen de beneficio de esas mercancías de tan minorado precio ¡Ay de ti si no controlabas las vueltas al comprar! Por arte de birlibirloque y cambios en el minuendo ye el sustraendo, total, que alguna pesetilla se quedaba huérfana de tu bolsillo.

El primer amigo que tuvimos al unísono mi hermano y yo, fue Manolo, convecino de patio donde jugábamos. A pesar de que por nuestra calle nunca pasaba un coche, pues en toda la calle solo aparcaba el taxi en el que trabajaba mi padre y la vespa con sidecar del vecino del primero A, nuestra madre se sentía mejor si situábamos nuestro terreno de juego dentro del patio trasero de la comunidad, un patio alargado con una puerta con cancela sin más acceso que los privilegiados vecinos que vivíamos en el bajo.

El corroído cadáver de una vespa, tumbada en medio del patio marcaba el epicentro de nuestros juegos, a pesar de mil y un cortes y arañazos padecidos por su roce y a pesar de las admoniciones de nuestras madres augurándonos un futuro atrozmente recortado por culpa del tétanos, era nuestro cobijo, el fuerte donde guarecernos del ataque de todo tipo de tribus indígenas, nosotros como el general Custer éramos irreductibles y solo lo abandonaríamos con las botas puestas.



Si hay algo que me duele es haber olvidado su nombre, pudiera ser Juanita o Carmina, pero también pudiera ser que no, lo que nunca olvidaré es su bondad, en mi corazón infantil su presencia era un bálsamo en un lugar donde tanto sufrí, pues al lado estaba el demonio que tanto me atormentó, su nombre es (pues todavía la sigo viendo) Isabel, hablo pues del parvulario.

Éramos unos párvulos temerosos de ser desasnados, a pesar de estar en la misma calle recuerdo el frio del invierno en mis pantorrillas desprotegidas sin perneras para ir al cole. Entonces los niños llevábamos impenitentemente durante todo el año pantalones recortados más allá de las rodillas ¿Qué no? Solo tenéis que observar a Tintín o a Pedrín, el compañero de Roberto Alcazar.

En el mundo solventaban el problema del frío a base de pantalones bombachos y calcetines largos, en España siempre alejados de las innovaciones, los críos llevábamos en invierno leotardos para vergüenza y oprobio propios, siempre marcados por los afortunados a los que sus madres atendiendo más al cuidado filial que a las modas, les surtían de tan preciada prenda.

El patio fue mi primera escuela de entomología y horticultura además de avicultura, ahora ya no se encuentran tantas sabandijas como entonces, no recuerdo la última vez que vi una mariposa en Madrid, de vez en cuando encuentro escarabajos y zapateros cuando paseo junto a algún solar que la voracidad del ladrillo no ahogó, pero en mi patio tenían entonces cabida todos esos bichejos a los que incorporaba a mis juegos, sobre todo arañas, otrora narré el motivo de mi aracnofobia, aquí pagaba mi peaje poniendo en la boca de los agujeros donde moraban, hormigas y moscas previamente capturadas y observaba con morboso estremecimiento como en un abrir y cerrar de ojos los prendían e introducían en el lóbrego agujero donde seguramente, como si del mismísimo averno se tratara, darían mil tormentos a los pobres animalillos antes de comérselos.

Luego, por la noche, nada más cerrar los ojos soñaba que me transformaba en el increíble hombre menguante ¡cuánto daño me hizo el visionado de esa película!…
 
 

domingo, 28 de julio de 2013

La trilla

Cuando llega la canícula a la Sierra, no puedo por menos recordar que antiguamente era la época de la trilla en las eras.
Para dos mocosos urbanitas que éramos mi hermano y yo, y más en un paraje que, aunque se hallaba a 90 kilómetros de Madrid, la corriente eléctrica apenas podía sustentar las bombillas en los salones de las casas, por lo que ver la televisión era pura entelequia.
Nuestras diversiones no eran pocas a pesar de ello, además de la bicicleta, siempre había la posibilidad de intentar pescar a mano o con caña las escurridizas truchas que poblaban el Lozoya  y el Sauca, además de divertirnos cazando ranas, renacuajos y otras sabandijas.
Pero había otra diversión fabulosa, ayudar en las labores el campo a los paisanos de allí, esas labores seculares que nadie en la ciudad era capaz de imaginar ni de enseñarte, quizás porque no se daba ninguna importancia o que se pensara que eran labores de baja disposición o condenadas al olvido y a la extinción. Nadie en su sano juicio en un colegio capitalino sería capaz de ver la importancia que tiene para la educación infantil, el aprendizaje de ordeñar una vaca, ayudar a parir a una gorrina y mucho menos observar como el toro padre cubría a una vaca, además de ser capaces de usar una guadaña para segar hierba, utilizar una hoz para cosechar trigo o cebada y una labor capaz de Alejandro Magno: uncir una yunta al ubio.
Estas y otras labores estábamos deseando que nos dejasen hacer, es curioso, lo que para la gente del campo era un afán, para nosotros era pura diversión, también pienso que pensaban que los chaveas de la capital estábamos un poco mochales.
Ya he contado que mi abuelo no era natural del valle, sino que la pobreza de la posguerra le había llevado a sentar sus reales en Alameda huyendo de una vida de miseria en su Torrelaguna natal, ochocientos años antes otro paisano de nombre Isidro hizo lo mismo con dirección Madrid. Esto hizo que no tuviera ni tierras ni ganado empleándose como aparcero en las tierras de los demás.
Por lo que treinta años después sus nietos si querían participar en esas labores como diversión, era ir con abuelos ajenos. Nuestros favoritos eran Nemesio, el abuelo de mi primo, y Paco “el palanco”
Todo comenzaba con la siega del cereal, una labor ímproba y terriblemente tediosa, creo que nunca me quedé a observar cómo trabajaban en los campos de secano, allí se dejaban la espalda de tanto agacharse, usaban como tocado un sombrero de paja de amplias alas para protegerse de la solanera que les atizaba inmisericorde. También tenía su técnica, cada cierto volumen de manojos, los agavillaban para ponerlos en montones que se pudieran luego manejar con las horcas para montarlos en los carros para su transporte.


Acto seguido iban a las eras para limpiar su parcela, nunca fui capaz de saber cómo eran capaces en aquél llano sin mojones que delimitasen el terreno, de colocar cada año en el mismo lugar la parva. En aquellos años todavía se colocaban del orden de quince a veinte parvas, en muy pocos años desaparecieron todas.
Otro acto era la colocación del chozo, todos iban al mismo cuadrante donde se había sorteado la saca de leña, para cortar robles de tres metros de largo, se bajaban con la yunta y los colocaban como si de un tipi de indios americanos se tratase, a mí me parecía cosa de brujería, tenía la misma magia que los botijos, fuera del chozo rondarían los treinta y pico grados al sol, pero dentro la temperatura descendía de golpe una decena de grados. Dentro guardaban mientras duraba la trilla, los avíos para la parva, el citado botijo y el almuerzo de la familia; como en el campo no se desperdiciaba nada, luego el chozo serviría para aumentar la provisión de leña para el invierno.


Una vez desgavillado, el cereal, trigo o cebada, se colocaba formando un círculo perfecto, la parva, y en ese momento llegaba la diversión, para nosotros por supuesto. Se uncía una yunta a un trillo, esto era una tabla de dos metros por uno que en la parte inferior tenía incrustada multitud de pedernales y trozos de sílex afilados, éstos al pasar repetidamente por los tallos de trigo cortaban la caña en trozos minúsculos de paja y a la vez desgranaban el cereal. En la parte superior se colocaba una banqueta para poder descansar y poder dirigir mejor a las vacas, para eso teníamos unas riendas para guiar y una aguijada para estimular la yunta pues tenían tendencia a detenerse y ponerse a comer de la parva.
Imaginábamos que conducíamos un automóvil por el tráfico de Madrid, aunque al final se transformaba en algo tedioso, siempre dando vueltas en el mismo sitio, francamente aguantábamos un par de horas y luego nos íbamos a bañar al río o a jugar al futbol con nuestra pandilla en cualquier prado.
Así mientras duraba la trilla, dependiendo de la cantidad de cereal que tuviesen sembrado. Según contaban los abuelillos, antiguamente la trilla se hacía con mulas, y ahora se hacía con recias vacas de raza avileña, con mulillas la trilla debió de ser vertiginosa, al ir mucho más deprisa, pero al igual que los borricos estaban en franca recesión, eso es lo que les tuvo que pasar a las mulas, pues nunca vi ninguna por el valle más que en ajadas fotografías del álbum de mi abuela.



La operación final, era aventar la paja para ensacar el grano, pues se almacenarían por separado en la parte superior de las cuadras del pueblo para usarlos como forraje y cama del ganado.
De pronto una mañana al asomarme a las eras, la encontraba vacía y solitaria, o no me daba cuenta seguramente, era algo natural, como la caída de la hoja en otoño, la única ventaja para la chiquillería era que teníamos un llano despejado de cualquier piedra y cardo, apto para la práctica de nuestra afición futbolística.


sábado, 20 de julio de 2013

El pinchazo


En mis vacaciones de verano serranas jugaba un papel importantísimo mi bicicleta, una BH de color rojo, y es que las bicicletas siempre han sido para el verano, según me desayunaba, cogía la bici y me montaba mi Tour particular, yo era Fuente “El Tarangu” ganador de la Vuelta a España más espectacular del siglo XX, subía el repecho del Empalme y me figuraba hallarme en el Tourmalet pero si aun me esforzaba más y conseguía coronar “la Cabeza” imaginaba ser Ocaña, otro gran corredor de entonces, y vestir el maillot de topos como rey de la montaña. Incluso tenía mi contrarreloj particular, en el llano de las eras pedaleaba con fruición para batir mi propio record contra el cronómetro que marcaban los latidos de mi corazón.

Pero ¡ay de mí! Negros nubarrones acechaban mi prometedora carrera como ciclista profesional, mi enemigo número uno era el temido pinchazo, con ocho años cumplidos y sin ningún equipo patrocinador de mis esfuerzos, cada vez que padecía uno, solo me quedaba descabalgar de mi montura y aguardar hasta el fin de semana cuando llegaba mi padre y me salvara de mi desazón y reparara la avería. Mientras tanto me veía condenado a la triste vida de peón de infantería, y ya no era lo mismo, por entonces el atletismo no estaba en boga y España no poseía ningún héroe a quien emular, por lo que mi imaginación se hallaba constreñida, pues todavía no tenía la edad de soñar con chicas.

Un día de estos aciagos, al verme cabizbajo, mi abuela reparó en mí (¡milagro!) y preguntó el motivo de mis cuitas, mi desazón y mi tristeza.

-         Abuela, tengo la bici pinchada, estamos a lunes y hasta el sábado no vendrá mi padre desde Madrid.

-         Pues vete a ver a Víctor, el de la Gregoria, le dices que vas de parte mí y que te haga el favor de arreglar el pinchazo.

Alborozado, arrastré la bici por las rúas del pueblo hasta la vivienda del ínclito Víctor, mi salvador.

Éste al verme me preguntó:

-         ¿Qué quieres chavea?

-         Me manda mi abuela para que me arregles el pinchazo.

El tal Víctor que conocía mudó de improviso su semblante transformándose en un ser que no conocía. Víctor era conocido en el lugar, aparte de por ser el más bruto en leguas a la redonda, por su hazaña de traer un jabalí sobre los hombros desde lo alto del monte; pues bien, también se le conocía por ser el más simpático y dicharachero, poco acorde con el estereotipo de la raza castellana.

Acto seguido me preguntó:

-         Oye ¿Tú y yo somos familia?

-         No que yo sepa.

-         Pues hoy te arreglo el pinchazo para que tu abuela no diga, pero  ya te estás buscando a alguien de tu familia para los sucesivos.

Después de agradecerle la prima y postrera reparación, me alejé de su casa cabizbajo, estaba muy claro que el consejo de mi abuela había servido de muy poco, pedaleé con cuidado mirando muy bien donde encarrilaba las ruedas del velocípedo para evitar otro pinchazo que me supusiera de nuevo la pena de apearme de mi máquina de soñar.

Pues bien, si algo tiene que pasar, pasará, pues me vi abocado a un nuevo pinchazo para mayor desesperación, el mundo se me cayó encima ¿Y ahora qué? Ante la imposibilidad de emparentar con Víctor antes del fin de semana y la repetición pertinaz de los pinchazos, pensé seriamente en emular a Vittorio de Sica y agenciarme una bicicleta del prójimo más cercano.

Pero antes de comenzar mi carrera de delincuente, el Señor tuvo a bien mandarme un ángel para evitar mi visita a los calabozos de la guardia civil de Rascafría, pues francamente era de cajón que con mi edad iba a ser capturado in fraganti delicto.

Mi primo Julio era un personaje especial, al ser su abuelo natural de Alameda, en vez del mío que era emigrante, su abuelo tenía tierras, pajares y lo que era mejor: vacas, gorrinos y perros, grandes fuentes de diversión, juntábame con él y con mi Chache para realizar labores exóticas para un chaval urbanita como trillar, segar, recoger ganado, ordeñar y sobre todo montar en carro guiado por una yunta de vacas.

Pues bien, al verme preparándome un pasamontañas para cometer mi tropelía me interpeló:

-         ¿Por qué no se lo dices a mi tío Emilio? Seguro que te arregla el pinchazo sin problemas.

A pesar de mi pésima anterior experiencia, no paré en mientes a pensar en su ofrecimiento de lo desesperado que estaba, Su tío Emilio era apodado “el guindilla” y no era en vano, todo el carácter rural castellano se hallaba corregido y aumentado en él, hosco, de manera feroz y voz desabrida, era alguien de quien solía apartarme e incluso difuminarme ante su presencia.

Pues bien, allí nos encontrábamos mi bicicleta y yo ante él, como el pueblo elegido ante Moisés, aguardando mi salvación.

Después de la exposición de mi primo sobre mi grave problema, Emilio me miró y pasó su callosa mano sobre mi hombro, me miró a los ojos y me dijo:

-         Si te arreglo el pinchazo, cada vez que tengas otro me vas a venir a molestar, yo vengo tarde y cansado de las faenas del campo y no estoy para componer las bicicletas de todos los zagales del pueblo, así que vamos a hacer otra cosa, vas a aprender a hacerlo tú mismo.

Y así fue, allí y en aquél momento aprendí a desmontar la rueda, sacar la cámara, inflarla un poco para una vez metida en un barreño con agua, descubrir dónde se hallaba el insidioso agujero, a partir de allí había que rasparlo un poco con una lija, aplicar pegamento y colocar el parche sin arrugas, apretarlo un poco, dejarlo secar y de nuevo la operación inversa de montar la cámara con la ayuda de tres desmontables, colocar la cubierta, inflar la rueda y ¡Ale hop! Problema solucionado.

Por desgracia en el mundo hay más Víctor que Emilios, no nos vamos a engañar, Utopía no existe ¿Moraleja? Ninguna, la vida es así, pero mi veneración y mi recuerdo para todos los Emilios que se cruzaron por la mía.

 


 

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