miércoles, 26 de febrero de 2025

Suavemente me mata

 

En las fiestas patronales de Alameda 1972 ocurrió un hecho poco habitual, las chicas del pueblo, gestoras del local El Refugio, lugar donde la juventud dedicaba las tardes a mover el esqueleto, decidieron con la excusa de poder adquirir nuevos discos. Hacía ya bastante tiempo que no sonaban los hits de actualidad.

A los veraneantes no les debió de gustar la idea, pues boicotearon el baile y montaron un guateque en casa de uno de ellos, más bien en el corral anejo a la casa. Allí montaron un tocata, aportaron los singles que poseían, e incluso montaron una guirnalda de luces. Vamos, la repera.

La chavalería de mi pandilla, todos nosotros unos imberbes preadolescentes, observamos con deleite que al contrario que en el Refugio, en la suerte de discoteca allí montada, no nos estaba vedada la entrada. Aunque allí poco podíamos hacer salvo alguna monería, no sabíamos casi bailar y ninguna chica de nuestra edad bailaría agarrado con nosotros.

Así transcurría la tarde-noche con ritmos salvajes (para entonces) de los Bravos, Suzie Quatro y Sweet. De pronto se hizo el silencio, roto al cabo de unos segundos por una dulce melodía.

 

I heard she sang a good song
I heard she had a style
And so I came to see her
And listen for a while

And there she was this young girl
A stranger to my eyes

Mi corazón dejó de latir cautivado por aquella voz que salía por los dos altavoces colocado en el corral, parecía que me envolvía. Nadie hablaba, todos escuchaban y poco a poco el centro del corral comenzó a llenarse de parejas abrazadas bailando despacio.

De pronto una mano tomó la mía y la dueña de la mano me dijo: Venga primo, vamos a bailar. Dos brazos rodearon mi cuello y yo en un acto reflejo puse mis manos en su cintura y comenzamos a bailar. No sé cómo lo conseguí, yo estaba flotando. Un leve calorcillo subía por mis manos al sentir su cintura y un escalofrío sacudió mi cuerpo. Su cuello olía a rosas, mi vista estaba nublada. De repente la oí tararear:

Strumming my pain with her fingers

Singing my life with her words

Killing me softly with her song

Killing me softly with her song

Telling my whole life with her words

Killing me softly with her song

Así estuvimos los cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos que duró la canción, girando abrazados, rodeados de jóvenes que giraban abrazados mientras el mundo dejaba de girar. No existía nada fuera del corral, ni guerras, ni bombas, ni exámenes, ni dictaduras. Nada importaba, estábamos vivos, éramos jóvenes, algunos  solo niños, pero aquella voz nos unía a todos.

De repente, el mundo volvió a girar, un silencio atronador nos envolvió y recorrió Alameda, el disco se había acabado y con él mi vida terminó. Aterricé duramente contra el suelo. Ella se despegó de mí con un mohín risueño, se despidió de mí y se marchó.

Mi prima segunda había venido ese verano a Alameda a pasar sus vacaciones en el camping ilegal que había junto al Lozoya, habíamos hablado varias veces pero nunca me había fijado en ella, solo la volvía a ver en tres o cuatro ocasiones más y ni siquiera recuerdo su nombre. Sólo recuerdo de ella sus hermosos ojos verdes y aquél baile, mi primer baile con Roberta Flack matándome suavemente con su canción.




lunes, 30 de diciembre de 2024

Asnos

 

Hasta hoy Pérez Reverte no me había inspirado para escribir un relato, y eso que leo con fruición sus crónicas semanales así como sus libros. Pero el otro día leí cómo el buen Arturo relataba sus cuitas en el colegio con su primera maestra y me dije: coño, de esos tiempos no he escrito nada, así que allá voy.

Realmente mis recuerdos sobre lo acontecido y sufrido por mi parte con mi primera maestra, los tengo por narración de mi madre. El colegio donde acudí hasta los 10 años se llamaba Lafuente, que era el apellido del fundador del mismo. Era un señor algo obeso y bajito con unos graves problemas visuales que le hacían acudir de continuo a la clínica Barraquer de Barcelona. Había montado el colegio con dos aulas separadas, aunque en el mismo barrio, la Colonia de Santa Ana en Vallecas. Supongo que sería una especie de colegio concertado donde se impartía la enseñanza obligatoria y gratuita de Primaria, pero sólo hasta los 10 años en el momento en que se pasaba a realizar los estudios secundarios en el instituto.

Justo en mi misma calle enfrente de mi casa había comprado un piso bajo, del que tiró los muros que separaban las habitaciones, creando así un espacio diáfano donde creó un único aula. Este era el parvulario, delante estaban las niñas y detrás estábamos los párvulos. La solución a mi entender no era la más adecuada, puesto que los niños aprovechábamos la lejanía de la profesora para zascandilear.

Recuerdo que en invierno a pesar de solo tener que cruzar la calle, el frío que podía pasar. Los niños hasta llegar a una cierta edad, íbamos en pantalones cortos todo el año. Uff se me ponían coloradas las pantorrillas. La solución que aplicó mi madre fue peor para mi orgullo, unos leotardos. Avergonzado cruzaba la calle bajo la mirada irónica de mis compañeros de clase. Todavía no había escuchado aquel dicho :

 ande yo caliente y ríase la gente.

Claro que el calor lo puso una temporada la hermana de don José. Isabel, que así se llamaba, acababa de divorciarse de Dios. Colgó los hábitos y se cobijó bajo el ala de su hermano. Durante un breve tiempo se encargó de los párvulos, pero no renunció al vicio de repartir hostias sin consagrar.

Pero a mí me aguardaba su particular forma de operar la maniobra de Heimlich, me cogió por el pescuezo aunque yo no me había atragantado, supongo que cuando saqué la suficiente medida de lengua, se dio por satisfecha y feliz de haberme salvado la vida.

A mi madre no le hizo mucha gracia la experiencia y agraviada por la sanación de su primogénito, reclamó a don José. Supongo que no fue la única madre, porque no tardó mucho en ascender en el escalafón del colegio, dedicándose desde entonces a educar a las niñas de primaria. Sus métodos de sanación al parecer los arrinconó.

Tomó el relevo Juanita, es curioso, todos los ángeles transformados en perfectas maestras de preescolar, siempre llevan su nombre diminutivizado. Las primeras maestras de mis hijos y de los amigos con los que comenté esa situación me lo confirmó.

Juanita me desasnó, pero de una manera tan dulce, que aún recuerdo su calor personal cuando juntaba su cabeza con la mía y me guiaba la mano con el lapicero llenando planas de palabras básicas. Por supuesto que fue mi primer amor aun cuando no sabía el significado de esa palabra.

Lamentablemente crecí, cumplí años y dejé el grupo de los párvulos para ascender al de los escolares de Primaria. Enseguida me di cuenta que existía otro dicho que se me iba a aplicar: la letra con sangre entra.

Supongo desde la lejanía en el tiempo que nuestros padres no sabían el trato que nos daban, o a lo peor pensarían que si a ellos les aplicaron castigos físicos en el colegio, quienes éramos nosotros para modificar la situación.

Pero ¡coño! Todavía me duelen los regalos en forma de dulces o botellas de cogñac, que nuestros padres nos hacían entregarle por Navidad.

Y es que el bueno de don José impartía con verdadero sadismo azotes, palmetazos con la regla y castigos varios de rodillas, cara a la pared con una moneda en la frente.

Aprendí, vaya que sí aprendí, más que por convicción, por puro pánico. Siempre lamenté ser un chico sano, puesto que mi hermano, algo más debilucho, se salvaba de acudir a Mathausen a menudo gracias a sus persistentes ataques de anginas.

Creo que como todos, al final asumimos los castigos como algo habitual en nuestras vidas, tanto mi hermano como yo, poseemos un óptimo dominio de la Gramática, pesadilla de los demás educandos.

En este caso, afortunadamente llegué a los 11 años y me incorporé al instituto, donde observé con estupor la inexistencia de los castigos corporales y fui feliz desde el primer día.

No volví a ver a don José, sí a su hermana Isabel que había reconvertido el local en una academia de mecanografía. No les guardo rencor, solo un doloroso recuerdo.




martes, 26 de noviembre de 2024

Manos de anciano

Observo mis manos, algo agrietadas y resecas. Me molesta que multitud de manchas circulares hayan aparecido hace unos años, me recuerdan a las de mi madre.

La edad no perdona, aunque siga comiéndome las uñas como solía desde que tengo memoria, mis manos ya no son las de un crío, ni el resto de mi cuerpo. Cada vez acudo a más funerales, detesto que la mayor parte de mi vida social se reduzca a esto, pero son las únicas invitaciones que recibo.

Dejé la rutina de acudir cada mañana al trabajo, apenas recibo llamadas de los antiguos compañeros, está claro que apenas dejé huella. O no, mi despedida, como no podía ser de otra manera, fue acudiendo a Magistratura de Trabajo por haber puesto una demanda contra la empresa.

Creo que fue la traca final, después de casi cuatro décadas circulando por empresas en las que apenas encontré empatía, ni por los dueños ni por sus cipayos. A éstos nunca los soporté, pandilla de hijos de puta.

Afortunadamente sobreviví no sé cómo, no me lo pregunten. Desde mi más tierna infancia, pasando por el instituto, cómo no en la mili y por fin en mi etapa laboral, aguantando a esa pandilla de cabrones. Creo que nunca entendieron que mi sonrisa era la muestra de desprecio que sentía por ellos.

Si resistí, fue porque siempre a mi lado tuve a los mejores. Chavales que me echaban el brazo por el hombro y me pasaban los apuntes. Tiarrones pelados al cero como yo que compartieron conmigo su chusco para chasco del furriel. Hombres con mono de trabajo que me ayudaban a enderezar piezas, evitando que el encargado del taller me volviera a abroncar. Una muchacha pequeña de estatura y grande de corazón que me acompañó cuando el mobbing que padecía, amenazaba con hundir mi moral.

Al final de eso se trata la vida, de mirar atrás y hacer un corte de mangas a unos y de decir gracias de todo corazón a los otros.

 

Tony Montón in memoriam




martes, 10 de enero de 2023

Neandertales

 

Hay ocasiones en que no te explicas cómo una serie de personajillos van rozándote tangencialmente según vas caminando por la vida. Su interés no es otro que hacerte la puñeta de la manera más gratuita que pueden negociar su propia estupidez.

Afortunadamente su fecha de caducidad es breve, son como los electrodomésticos, tienen obsolescencia programada, la justa hasta que desdeñas sus malas artes y continúas sobreviviendo a estos imbéciles.

A veces se agarran a ti con desesperación, se arrastran a tus pies sujetándote por el fondillo de los pantalones, suplicando que no les olvides, que entres en su juego de insidias que es lo que realmente les divierte.

Los hay de varias clases y pelaje, unos son familiares y otros los encuentras en el trabajo. Realmente uno nace en una familia o tribu y te caes con todo el equipo. No hay deidad que te pueda salvar del lazo que te hacen creer que te une a un hermano envidioso, a un cuñado pesado y sabelotodo, a un primo obsesionado con que le envidies y el peor de todos: una Ex resentida y despechada.

Es realmente molesto romper los lazos con esta caterva de villanos, siempre hay algún otro familiar que te dice que en el fondo es un buen chico/a y que a la postre lo que te queda es la familia.

En el otro lado del universo figuran los personajillos que te vas encontrando en tu trabajo y en este caso la solución es mala, pues la única solución es cambiar de empresa.

El pelaje de estos tipos es variopinto, compañeros envidiosos de que trabajes menos que ellos o que por desgracia se enteren de que tu sueldo es superior, esquiroles que te miran por la ventana mientras haces huelga por sus derechos. También los hay que siguen la máxima “joder por joder”. Lo peor es cuando el que intenta hacerte la vida imposible es tu propio jefe. Esto suele acaecer porque se da cuenta de sus limitaciones de todo tipo, generalmente suele dolerle las intelectuales. Eso es grave, nunca soportan a un subalterno más capacitado. Si por un casual lo detectan en tu persona, date por jodido. Solo te puedes librar si tu antigüedad hace que despedirte sea oneroso o que tengas la útil habilidad de hacer caso omiso a sus sandeces.

En fin, la pura realidad es que tos vas encontrando desde que naces, en el colegio, en la mili, conduciendo o caminando. No hay escapatoria, los cromañones debemos coincidir con los neandertales esperando su rápida extinción.




lunes, 17 de octubre de 2022

Los Chaburres

El garito tenía un nombre más grande que el propio local, Granja los Chaburres. Era un bareto de lo más estrecho, dudo que cupieran en él más de seis personas, pero tenía un encanto especial. Si existe el cielo de los bares, seguro que los Chaburres están en él.

En los años setenta del pasado siglo mi vida se cruzaría en muchas ocasiones con este bar, se puede decir que muchas veces incluso impidió que llegase exánime a casa. Esta es la historia.

El domingo por la tarde tenía un extra de tristeza, al día siguiente habría que volver al instituto o al trabajo, depende de la época. El sábado lo habíamos disfrutado paseando en pandilla. Por la mañana visita obligada a la Cuesta de Moyano. Era necesario renovar nuestra panoplia de libros y tebeos, cargadas nuestras alforjas con ellos, terminábamos en un banco del Retiro donde comenzábamos a disfrutar de nuestras adquisiciones.

El sábado por la tarde, lo solíamos emplear para ir al cine, más por algún barrio de la periferia en salas de sesión continua, mucho más baratos que los cines de estreno del centro y con el valor añadido de poder ver dos películas, aunque dicho sea, de menor valor artístico, pero tenías que administrar el pobre peculio recibido de nuestros padres para todo el fin de semana.

Todo este dispendio nos llevaba a que las mañanas domingueras las pasáramos paseando por el barrio hasta la hora de la comida. Pero el domingo por la tarde inexorablemente tomábamos el metro para ir al Centro.

La edad no importaba, así como el hecho de tener novia o no, yendo con la pandilla o sólo con la novieta de turno. El domingo por la tarde nuestros pasos siempre nos encaminaban allí. ¿El motivo? Muy sencillo.

A pesar de que trabajaba desde los dieciséis años, el dinero que ganaba se lo entregaba íntegro a mi madre. Y ella me daba un dinero que en el año 76 rondaría las 200 pesetas semanales. Hay que decir que realmente sobrevivía con las sisas que conseguía en mi trabajo de botones.

El cine de barrio costaba alrededor de las 120 pesetas, por lo que se llevaba una parte muy importante del dinero del finde. si además tenía que invitar a un refresco a mi novieta, la cosa se ponía seria. Conclusión, el domingo por la tarde estábamos en la pandilla caninos.

Y entonces ocurría un milagro. Caminando por la calle de Alcalá arriba, una fila de chaveas emulando la migración de los ñues por el Serengueti, nos encaminábamos hacia la salvación de nuestros estómagos que rugían ferozmente.

La granja de los Chaburres se abría ante nosotros como la puerta del paraíso para Adán y Eva. En la puerta, un gran cartel nos indicaba que los perritos calientes los vendían a 25 pesetas, un bocadillo en cualquier bar costaba el doble. Al lado la contumaz competencia, el bar Celysol también exhibía grandes carteles donde publicitaba sus perritos al mismo precio.

¿La diferencia? La granja de los Chaburres a pesar de su limitado espacio siempre estaba a rebosar.

¿La explicación? En el bar Celysol, la atención al cliente dejaba mucho que desear. La dueña del local, según la web mercadocalabajio.com se llamaba Celia, era bastante sota.

A veces la cola del Chaburres era tan larga que, optábamos a regañadientes comprar el perrito en Celysol, rezando para que la dueña tuviera un buen día.

La liturgia de todas formas era la misma. En la fila de la entrada jóvenes rebuscando en los bolsillos monedas perdidas para poder adquirir el preciado manjar. Si realmente habías logrado economizar la paga, acompañabas la colación con una lata de coca cola. Pero para la desgracia comunitaria, apenas había chavales que lo consiguieron.

No había que ser muy escrupuloso para comer los perritos, el bar no era muy limpio y el recipiente donde mojaban la punta de los panecillos en tomate o mostaza, había conocido mejores tiempos en los que echaba de menos algo de estropajo y jabón.

Los panecillos los tostaban en una máquina donde los pinchos calentaban el interior del panecillo, con un tiempo directamente proporcional a la cola del exterior. Luego lo mojaban en la salsa elegida y por último introducían la salchicha, cuyo hervido tenía el mismo tiempo que la fórmula anterior.

A pesar de todo, si alguien micrófono en mano, hubiera hecho una encuesta, el resultado hubiera sido escandalosamente favorable y unánime la respuesta: eran los mejores perritos calientes que habíamos probado jamás.

El viaje a casa en bus o metro, transcurría ya apacible. El estómago ya no rugía y podíamos aguantar el trayecto hasta podernos sentarnos ante la cena de nuestras madres y la única urgencia era ver a través de los cristales de los bares del camino, el resultado de nuestro equipo de fútbol.




miércoles, 5 de octubre de 2022

Tú y yo

 

Recuerdo hasta el día de hoy los verdes campos de Alameda.

Íbamos subiendo por la carretera nacional en un viejo Seat Panda, cantábamos nuestras canciones a todo grito y de vez en cuando nos mirábamos arrebolados. El amor nos embargaba y me hacía hervir la sangre, lo que se reflejaba en mi rostro. A la altura de Lozoyuela ya nuestras voces quedaban roncas, pero no importaba pues éramos muy felices.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

Al llegar a la casa del Pueblo nos desparramábamos por el campo y al ver esa grandeza de paisaje nos abrazábamos y nos fundíamos en un beso. Kiko sonreía, no se sabe si por estar en el campo o de vernos tan felices. Paseábamos por la ribera del Lozoya y en los chopos, bajo el muérdago, nos deteníamos a darnos un beso.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

Nuestros viajes hicieron historia. En París se reafirmó nuestra leyenda, en el muro de los je t’aime te dije que te amaba 311 veces en 250 idiomas, por la noche nos besamos bajo la Torre. En la cama, sobre las cenizas de Napoleón, nos amamos sin parar.

Tú y yo y un perro llamado Kiko (aunque en este viaje no estuvo)

Escocia disfrutó de nuestra presencia. Al aterrizar en Aberdeen me bebí tus lágrimas de alegría. Un Ford Fiesta nos llevó haciendo un círculo donde las maravillas se sucedían. Leslie y sus pajarillos nos despertaban por la mañana con sus trinos. Sí, Leslie trinaba pues no entendíamos cuando nos hablaba en inglés.

Tú y yo y un perro llamado Kiko (aunque en este viaje tampoco estuvo)

Los nubarrones no pudieron con nosotros. Ruptura con mi antigua vida y un par de años de problemas de salud. Un día abrí los ojos y en una sala blanca estabas tú, te tomé la mano y no la quise soltar, me sentía vulnerable sin el calor que irradiaba.

Tú y yo y un perro llamado Kiko.

 

Una nueva aventura nos llevó de nuevo a Alameda. Juntamos a la familia y a pesar de la pandemia, nos volvimos a reunir en nuestro árbol y allí bajo el muérdago juramos recorrer quinientas millas e incluso quinientas millas más si hiciera falta para reunirnos.

Tú y yo y un perro llamado Kiko

Las cosas siguen sin cambiar, somos felices y comemos pulpo. Viajes, paseos por la ciudad, una más en la familia. Toda la vida por delante, tenemos dieciocho años, locuras de amor, juegos de juventud, nada nos detiene.

Tú y yo y un perro llamado Kiko y una perra llamada Wanda.

 

Gracias Lobo por la canción.




miércoles, 8 de junio de 2022

El gato sobre el tejado de uralita caliente

 

Nací en una alquería, el lugar no importa, ahora dirían que estaba enclavada en la España profunda.  Por aquél entonces era el fondo de un embudo, un agujero negro del que no se podía escapar. Generaciones de jornaleros abonaban con sus huesos las tierras de labor, después de haberlas regado en vida con su sudor.

Allí vivíamos varias familias en  casas adosadas formando un cuadrado que daban a un patio común. Creo que lo único que poseían eran sus vestidos, lo demás era del amo. Por lo demás nuestro mundo se circunscribía a unos pocos kilómetros, los justos de las posesiones que constituían los lugares que debíamos de roturar año tras año. En casos muy excepcionales algún padre de familia bajaba al pueblo acompañando al capataz para traer artículos de comida y de primera necesidad para el cortijo.

Toso esto bajo el supremo imperio del amo. Cómo odiaba yo esa palabra, cuanto más puesta en boca de mis padres. A pesar de la insistencia de ellos, era incapaz de pronunciarla, generalmente la cambiaba por “él” pero era complicado mantener el pronombre, pues todo rezumaba a su persona, aunque pocas veces se dejaba ver por sus dominios.

Un año, para llevarme la contraria posiblemente, el amo se quedó viviendo todo el verano. Trajo consigo a su mujer, su hija y un ejército de doncellas; por lo que la monótona vida del lugar quedó alborotada.

Se alojaban en la “casa grande” un gran edificio que cerraba el cuadrado de la alquería. La llamaban así porque tenía tres plantas, una casa señorial construida con sillares de granito, aprovechando la fachada al norte para moderar en lo posible los rigores de la canícula.

El “amo” impuso pronto su propia rutina. Por la mañana paseo a caballo, al mediodía se encerraba en su despacho con su secretario. Después de comer, siesta y de vuelta al despacho que solo abandonaba a la hora de cenar.

Su “santa” esposa, llenaba sus horas entre el cuarto de costura y la capilla de la casona. El tercer miembro de la familia era una muchacha de quince años, justo la misma edad que tenía yo por entonces. Una pizpireta muchachita que procuraba evitar a toda costa acompañar a su madre en la rutina tan piadosa, revoloteando como una mariposa por todas las estancias de la casa grande e incluso la de los aparceros.

Yo la observaba con los ojos bien abiertos, aparte de la novedad y la frescura que trajo con su presencia a mi reducido mundo, la observaba con un interés nuevo para mí. La miraba de distinta forma, de una manera inusual: Cuando la veía, no podía apartar la vista de su cara, ni de su figura. Me parecía el ser más bello que había contemplado hasta la fecha.

Si alguna vez ella reparaba de mi presencia y me miraba, yo enseguida apartaba la vista de ella ruborizado en extremo, con un ardor que quemaba mi frente y mis mejillas. Con esto lo único que conseguía es que una picarona sonrisa asomara en sus bellos labios.

A pesar de todo la observaba con casi un enfermizo interés, emboscado muchas veces detrás de los matorrales cuando salía a pasear acompañada de sus doncellas o detrás de los visillos de mi casa cuando lo hacía por el patio.

Una tarde, casi anocheciendo, la vi apoyada en el balcón de su dormitorio. Ella miraba las estrellas meciéndose acompasadamente. Creo que fue la osadía que da la inconsciencia de mi edad la que me hizo sacar una escalera del granero, apoyarla en la pared e izarme al tejado. Con cuidado de no hacer ruido, casi como un gato, me acerqué a ella.

Ella al descubrir mi presencia se sobresaltó, pero enseguida una sonrisa afloró en su boca.

-          -  Hola ¿qué haces?

-         -   He subido a ver las estrellas – Mentí como un bellaco –

-         -    ¡Fíjate, qué casualidad! ¿Cómo has subido?

-         -     Tengo un secreto, en el desván guardo un par de alas para la ocasión.

Me daba cuenta que con mis mentiras ella no solo sonreía, sino que una cantarina risa llenaba mis oídos. Cada vez estaba más envalentonado, por lo que proseguí con mis baladronadas.

-         -  Algún día, si quieres, te puedo llevar conmigo.

-         -  Muchas gracias, pero prefiero el suelo firme. De todas formas, espérame.

Y acompañó su palabra con la acción de descolgarse del balcón, que estaba casi al mismo nivel del tejado y acercarse a mí.

-         -  Acompáñame – Me dijo, mientras se tumbaba sobre el tejado – Así es más cómodo.

La hice caso y allí tumbados mirábamos a la oscuridad de la noche, pero entre la negrura, millones de luceros nos llamaban la atención. Nosotros jugábamos con ellos bautizando estrellas, inventando constelaciones y contando estrellas fugaces.

Algunas veces al contemplar un bólido de extraordinarias proporciones, me cogía de la mano y me ordenaba que pidiera un deseo, pero que lo mantuviera en secreto para que se realizase. Yo así lo hacía, aunque mi secreto más repetido era poder salir del lugar y conocer mundo. Bajo ningún concepto quería vivir allí doblando el espinazo, laborando unas tierras ajenas y llamar amo al dueño de ellas.

Al final, esa fue nuestra rutina veraniega. Cuando el sol se ocultaba, de tapadillo cogía la escalera y subía a encontrarme con ella. Cuando se nos acabaron los nombres para bautizar estrellas, hablábamos de todo lo que se nos ocurría. Yo la hablaba sobre mi mundo, contando mil historias sobre los animales domésticos y los salvajes que poblaban los alrededores. Ella por su parte me hablaba de la capital de la provincia donde vivía y los usos y costumbre de la ciudad.

Yo disfrutaba con una felicidad extrema, me era más interesante observarla a ella, que el aburrido negocio de contar estrellas. Su sonrisa, sus gestos al hablar, esa mirada de reojo que me echaba en ocasiones me desarmaba. Afortunadamente estábamos tumbados, si hubiéramos estado de pie, mis rodillas temblarían de seguro.

De improviso una noche una mucama de su servicio, asomó la cabeza y al verla fuera del balcón pegó un grito de alarma. Ella de inmediato se introdujo en su alcoba en pos de ella.

Pero el daño estaba hecho. Al parecer no tardaron en enterarse sus padres de nuestras citas en la oscuridad. Desde entonces ella tuvo vigilancia de día y de noche acompañada por una o varias sirvientas.

El resto del verano no valió la pena vivirlo, no volví a disfrutar con la misma alegría mis baños en la alberca o perseguir ranas u otras sabandijas.

Un día aflorando el otoño, hubo una gran conmoción cuando todos los habitantes de la casa grande comenzaron a empacar sus enseres. Un carromato llegó para cargarlos acompañado de un elegante carruaje para los notables de la casa.

Parapetado detrás de la ventana, observé cómo se subían al carruaje uno tras otro, el señor, la señora y ella en último lugar, apoyada en el pescante giró su mirada a mi casa y lanzó un beso hacia donde me situaba. Tras ese hermoso gesto, entró en el carruaje y salió de mi vida.

No la volví a ver. Pocos días después llegó el capataz con una carta de presentación firmada por el amo, en la que se dirigía a cierto capitán de un mercante, en la que solicitaba mi aceptación como grumete

Acompañado de un hatillo con algunas viandas, del beso de mi madre y del abrazo de mi padre. Salí por el portón del caserío sin mirar atrás.




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