En mis vacaciones de verano serranas jugaba un papel
importantísimo mi bicicleta, una BH de color rojo, y es que las bicicletas
siempre han sido para el verano, según me desayunaba, cogía la bici y me
montaba mi Tour particular, yo era
Fuente “El Tarangu” ganador de la Vuelta a España más espectacular del siglo
XX, subía el repecho del Empalme y me figuraba hallarme en el Tourmalet pero si
aun me esforzaba más y conseguía coronar “la Cabeza” imaginaba ser Ocaña, otro
gran corredor de entonces, y vestir el maillot de topos como rey de la montaña.
Incluso tenía mi contrarreloj particular, en el llano de las eras pedaleaba con
fruición para batir mi propio record contra el cronómetro que marcaban los
latidos de mi corazón.
Pero ¡ay de mí! Negros nubarrones acechaban mi
prometedora carrera como ciclista profesional, mi enemigo número uno era el
temido pinchazo, con ocho años cumplidos y sin ningún equipo patrocinador de
mis esfuerzos, cada vez que padecía uno, solo me quedaba descabalgar de mi
montura y aguardar hasta el fin de semana cuando llegaba mi padre y me salvara
de mi desazón y reparara la avería. Mientras tanto me veía condenado a la
triste vida de peón de infantería, y ya no era lo mismo, por entonces el
atletismo no estaba en boga y España no poseía ningún héroe a quien emular, por
lo que mi imaginación se hallaba constreñida, pues todavía no tenía la edad de
soñar con chicas.
Un día de estos aciagos, al verme cabizbajo, mi abuela
reparó en mí (¡milagro!) y preguntó el motivo de mis cuitas, mi desazón y mi
tristeza.
-
Abuela, tengo la bici pinchada, estamos a lunes y hasta el sábado no
vendrá mi padre desde Madrid.
-
Pues vete a ver a Víctor, el de la Gregoria, le dices que vas de parte
mí y que te haga el favor de arreglar el pinchazo.
Alborozado, arrastré la bici por las rúas del pueblo
hasta la vivienda del ínclito Víctor, mi salvador.
Éste al verme me preguntó:
-
¿Qué quieres chavea?
-
Me manda mi abuela para que me arregles el pinchazo.
El tal Víctor que conocía mudó de improviso su
semblante transformándose en un ser que no conocía. Víctor era conocido en el
lugar, aparte de por ser el más bruto en leguas a la redonda, por su hazaña de
traer un jabalí sobre los hombros desde lo alto del monte; pues bien, también
se le conocía por ser el más simpático y dicharachero, poco acorde con el
estereotipo de la raza castellana.
Acto seguido me preguntó:
-
Oye ¿Tú y yo somos familia?
-
No que yo sepa.
-
Pues hoy te arreglo el pinchazo para que tu abuela no diga, pero ya te estás buscando a alguien de tu familia
para los sucesivos.
Después de agradecerle la prima y postrera
reparación, me alejé de su casa cabizbajo, estaba muy claro que el consejo de
mi abuela había servido de muy poco, pedaleé con cuidado mirando muy bien donde
encarrilaba las ruedas del velocípedo para evitar otro pinchazo que me
supusiera de nuevo la pena de apearme de mi máquina de soñar.
Pues bien, si algo tiene que pasar, pasará, pues me vi
abocado a un nuevo pinchazo para mayor desesperación, el mundo se me cayó
encima ¿Y ahora qué? Ante la imposibilidad de emparentar con Víctor antes del
fin de semana y la repetición pertinaz de los pinchazos, pensé seriamente en
emular a Vittorio de Sica y agenciarme una bicicleta del prójimo más cercano.
Pero antes de comenzar mi carrera de delincuente, el
Señor tuvo a bien mandarme un ángel para evitar mi visita a los calabozos de la
guardia civil de Rascafría, pues francamente era de cajón que con mi edad iba a
ser capturado in fraganti delicto.
Mi primo Julio era un personaje especial, al ser su
abuelo natural de Alameda, en vez del mío que era emigrante, su abuelo tenía
tierras, pajares y lo que era mejor: vacas, gorrinos y perros, grandes fuentes
de diversión, juntábame con él y con mi Chache para realizar labores exóticas
para un chaval urbanita como trillar, segar, recoger ganado, ordeñar y sobre
todo montar en carro guiado por una yunta de vacas.
Pues bien, al verme preparándome un pasamontañas
para cometer mi tropelía me interpeló:
-
¿Por qué no se lo dices a mi tío Emilio? Seguro que te arregla el pinchazo
sin problemas.
A pesar de mi pésima anterior experiencia, no paré
en mientes a pensar en su ofrecimiento de lo desesperado que estaba, Su tío
Emilio era apodado “el guindilla” y no era en vano, todo el carácter rural
castellano se hallaba corregido y aumentado en él, hosco, de manera feroz y voz
desabrida, era alguien de quien solía apartarme e incluso difuminarme ante su
presencia.
Pues bien, allí nos encontrábamos mi bicicleta y yo
ante él, como el pueblo elegido ante Moisés, aguardando mi salvación.
Después de la exposición de mi primo sobre mi grave
problema, Emilio me miró y pasó su callosa mano sobre mi hombro, me miró a los
ojos y me dijo:
-
Si te arreglo el pinchazo, cada vez que tengas otro me vas a venir a
molestar, yo vengo tarde y cansado de las faenas del campo y no estoy para
componer las bicicletas de todos los zagales del pueblo, así que vamos a hacer
otra cosa, vas a aprender a hacerlo tú mismo.
Y así fue, allí y en aquél momento aprendí a
desmontar la rueda, sacar la cámara, inflarla un poco para una vez metida en un
barreño con agua, descubrir dónde se hallaba el insidioso agujero, a partir de
allí había que rasparlo un poco con una lija, aplicar pegamento y colocar el
parche sin arrugas, apretarlo un poco, dejarlo secar y de nuevo la operación
inversa de montar la cámara con la ayuda de tres desmontables, colocar la
cubierta, inflar la rueda y ¡Ale hop! Problema solucionado.
Por desgracia en el mundo hay más Víctor que Emilios,
no nos vamos a engañar, Utopía no existe ¿Moraleja? Ninguna, la vida es así,
pero mi veneración y mi recuerdo para todos los Emilios que se cruzaron por la
mía.
¿Y nunca pensaste en vacacionar en un pueblo con las calles asfaltadas? Benidorm, por ejemplo.
ResponderEliminarUn abrazo
Estoy convencido que en el 68 en Benidorm no había ni calles
EliminarUn abrazo
Juro que lo que sigue es verdad:
ResponderEliminarA primera hora de esta mañana me monto en la bici, pedaleo y casi que derrapa. ¿Por el impulso?. No, porque la rueda de atrás estaba pinchada.
Jose, por favor, publica un post sobre una primitiva premiada.
Eso está hecho ¿A medias, cierto?
EliminarUn abrazo
José Antonio, me ha gustado tu relato, pero me ha dado pena de ese pobre niño que veraneaba en un pueblo del Valle del Lozoya llamado Alameda, no tenía nadie que le arreglara los pinchazos de la bici, pero si tenía otros grandes alicientes como la trilla, los bueyes, le era, que grandeza de gentes y de lugar. Ahora entiendo porque eres tan buena persona, por los hombres y mujeres que de pequeño te dejaron ser una más del Valle.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pedro Zorro Corredero
Quien ha aprendido a sobrevivir es porque no encontró en su camino a algún Víctor o Emilio que le enseñara o le ayudara lo necesario para aprender. Aprendí a cocinar sola, por obligación. A los 21 años me fui a vivir con mi pareja cuando nació mi hijo y no tenía ni idea de cocina... aunque tu historia tiene una gran enseñanza: es más sencillo si tienes a tu lado alguien que te explique e instruya. Me alegro de que tu amigo Emilio te enseñara.
ResponderEliminarun abrazo