domingo, 15 de septiembre de 2013

La convalecencia


Una terrible enfermedad me había atenazado, y ante el certero diagnóstico de los médicos, no tuve por menos que luego llevarles la contraria y empeñarme  en sobrevivir, una enfermera viendo mi lucha, me aconsejó pasar mi convalecencia en un pequeño pueblo en la sierra de Madrid, tenía una buena amiga enfermera jubilada que alquilaba habitaciones en su vieja casa y ella se comprometía a cuidarme y prestarme asistencia médica.

En cuanto tuve fuerzas para poder viajar siquiera cien kilómetros, preparé mis maletas y tomé un autocar hacia ese lugar recóndito de la sierra madrileña. Cuando me dejó en mitad de la plaza del pueblo me sentí solo y desfallecido sin apenas fuerzas para caminar, pero las justas para preguntar a un zagal que pasaba por allí por la casa de la señora Fuencisla, arrastré como pude mis maletas en pos del chaval al que no tuve por menos que envidiar la agilidad que sus pocos años y la buena salud le hacían trotar por las rúas del pueblo.

Llegué por fin cuando estaba al borde de la extenuación a la casa de la señora Fuencisla, llamé como pude con los nudillos sobre el quicio de la puerta pues no encontré ningún pulsador de timbre alguno. Una voz respondió dentro de la casa:

-        ¿Quién va?

-        Buenos días, soy Jose Antonio, creo que habló con usted María, su antigua compañera del hospital.

-        Si, pasa hijo, entra a la cocina que estarás más calentito.

Me hizo pasar a la cocina y me sentó en una silla de enea junto a un hogar de fundición donde el carbón de su interior me hizo recordar la posibilidad del infierno, al tanto me encontré sudando copiosamente.

-        ¿Tienes fiebre?

-        No señora, es el calor del hogar que me hace sudar.

-        Por si acaso te vas a tomar este tazón de caldo, es de una gallina que maté ayer, al saber que venías hice caldo, es lo mejor para cualquier convalecencia.

En mis manos puso una enorme jícara que apenas podía sostener de lo caliente que estaba, dentro había un líquido claro donde sobrenadaba un dedo de grasa, esto aumentó si cabe los sudores que padecía.

Terminé la colación como pude y mi buena aposentadora me enseñó mi cámara donde iba a pasar la siguiente quincena, enseguida se apoderó de las medicinas que traía en un pequeño neceser comprometiéndose a suministrármelas en el horario prescrito por los galenos.

-        ¿Qué te parece la cámara?

-        Bella, muy bella.

-        ¡Ay! – Suspiró – Aquí está mi preciado ajuar, según me iba haciendo con él, poco a poco iban pasando los años y ningún pretendiente llamó a mi puerta, al final el último tranvía pasó de largo.

Pobre mujer, la verdad es que la habitación estaba dispuesta de manera admirable, tanto las sábanas como la colcha estaban maravillosamente recamados, el resto de la sala estaba hermoseado como si el tiempo hubiera pasado de largo con el tranvía, un aguamanil de porcelana ocupaba uno de los rincones mientras que en la pared opuesta a la cama, un recio bargueño se enseñoreaba del lugar.

Poco después de deshacer mi maleta, llegó la hora de la cena y me hizo sentar delante de una mesa llena de viandas donde me di cuenta que mi patrona me iba a curar el cáncer a costa de saturarme las arterias, pues tanto ese día como los sucesivos, en la mesa siempre estaban dispuestas las vituallas que cualquier cardiólogo aborrecería: huevos, torreznos, morcilla y todo tipo de carnes rojas que imaginar pudiera, con el añadido de su tremendo interés en que vaciara mi siempre colmado plato.

-        ¡Por favor! – Supliqué – No ponga más comida en mi plato, le juro que voy a reventar.

-        Pero si estás en los mismísimos huesos – Respondió desoyendo mis suplicas.

Embotado por la abundante cena, salí al porche a tomar el aire. Allí las estrellas parecían más próximas por la pureza del aire circundante, no recordaba la última vez que había contemplado un cielo estrellado como el de esta noche, la vía láctea refulgía, parecía que invitaba a tomar el camino ¿A Compostela quizás?

Mis ojos me llevaron a mirar al oeste. – Qué raro. – Me dije, hay luz en Navacerrada, recordaba mi infancia y la manera que tenían nuestros mayores de asustar a los pequeños, nos decían que en lo alto de la Bola del Mundo, por la noche se reunían las brujas a disfrutar de sus aquelarres y desde el valle se veía la luz de sus fogatas. Lo cierto es que desde el invento de la TDT, ya no operaban en las instalaciones de la televisión, por lo que hacía años que la luz de la antena se apagó.

-        Pero muchacho, póngase esta rebeca, se va a constipar.

Mi patrona como siempre, salió al quite para protegerme, pero esta vez lo desestimé para regresar a mi cuarto y poner fin a la jornada.  ..//..

6 comentarios:

  1. jaja
    Por supuesto, no siempre hay que hacer caso a los médicos, también ellos se confunden. Tu defensora y protectora sería una especie de ángel de la guarda. Está claro que aquel caldo de gallina y todas las viandas que te proporcionó te salvaron del dolor más horrible :)

    un abrazo

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  2. ¡Qué alegría encontrarse con una "madre amorosa" que cuide tanto de ti que hasta te cure de graves enfermedades, en contra de los pronósticos de los médicos!
    ¡Un beso!

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  3. Y esa luz misteriosa? Quizás los cuentos de la infancia tenian algo de cierto...Estabán reunidas las brujas?. Además, tanto cuidado era para ponerte sano o rollizo? je,je,je
    Un abrazo

    (He deshabilitado los comentarios en VeoDigital, en cuanto a "la zona Mileurista" y "una imagen vale más.."están muy abandonados, cada vez tengo menos tiempo...)

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  4. Impresiona tu relato en primera persona.

    un abrazo

    fus

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  5. Leído I, voy a por el II (¿Ibas solo?, parece un buen sitio para tener compañía silenciosa)

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