jueves, 7 de enero de 2016

La piedra en la valla



Cuando paso por la que fue la casa de mi abuela en la Sierra, no puedo dejar de mirar hacia una esquina en la valla de piedra. El patio era mi campo de juego de los veranos, cada rincón del cercado de grandes piedras berroqueñas era un lugar que me llevaba a la fantasía, en especial una piedra cimera ahorquillada. Era mi trono, sentado a horcajadas servía para todo, si imaginaba una lucha contra los feroces apaches, era la silla de montar de mi caballo "Furia" mientras yo era un miembro del Séptimo de caballería, o llevando en ristre una vara de sujetar judías, era Ivanhoe en una justa contra el "caballero negro" Incluso servía aferrando un plato de peltre de la cocina, era Stirling Moss en la carrera de las Mile Miglia.
Hace veinte años que mi tío compró la casa, la abatió y reformó el patio, por más que miro no la he vuelto a ver, todo queda atrás, incluso la niñez.
De la otra valla medianera no guardo gratos recuerdos, una tarde de verano vestido solamente con un bañador, no sé qué me pudo pasar que perdí el equilibrio y caí al otro patio aterrizando en una enorme mata de ortigas, creo que ese día el vinagre se agotó en casa de mi abuela.
El patio guardaba muchos lugares especiales para mis juegos, donde antaño estuvo el cenicero (éste era el lugar donde se quemaban los pocos desechos sólidos que se producían) quedó una arcilla muy moldeable para crear fortificaciones para mis “montaplex”
Veo a mi abuelo cavando  en el patio, abatiendo una de las cochiqueras  y cavando un profundo hoyo y creando un pozo negro, para que por fin tuviéramos un aseo donde hacer nuestras necesidades sin tener que ir con mayor o menor prisa hacia el prado más cercano. Recuerdo las páginas amarillas colgadas en la pared como áspero remedo de papel higiénico, cosas de gente que pasó mucha hambre y necesidad y que aunque no conocían el vocablo reciclaje, ellos eran capaces de nunca tirar una lata de conservas que bien se podía convertir en una maceta.
Miro la foto que me hicieron en la valla sobre mi piedra y veo mi mirada triste, ya no recuerdo lo que pensaba en aquel momento, quizás que estaba harto de las sandalias de goma que tenía que llevar para ir al río y que me hacían tener los pies siempre sudando lo que sumado al polvo del camino formaban siempre unos churretes pintorescos en mis pies.
Quizás fuera el dolor de verme con el pelo cortado a tazón, pues en la Sierra el peluquero era “amateur” y uno podía salir con un moderno corte de pelo a la “parisien”.
 A lo peor es que presentía en el pueblo tan mediocre y maltratado por un urbanismo de domingueros que iba a acabar con todas las típicas casas castellanas de montaña, con sus pajares y sobre todo con las recias vallas de piedra donde aluna vez un rapaz jugó.


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