domingo, 19 de noviembre de 2017

Mi viejo sombrero


Me dio un ataque de nostalgia y me fui a mi casa, no donde vivo ni la primera casa que compré, sino a la casa donde crecí y viví mi niñez, esa casa donde me encuentro siempre que cierro los ojos y tengo un plácido sueño. No pillaba lejos, toda mi vida ha estado circunscrita en unas pocas manzanas, quizás porque nunca pude alejarme mucho de esta casa, de la primera casa de mis padres, de mi primera y única casa.

Me acercaba por la parte de atrás, por el patio donde al abrigo de la seguridad que daba a mi madre el estar cerrado por dos muros, uno inexpugnable por la altura y otro cerrado por una verja con candado del que nunca nadie supo encontrar la llave. En este caso no tuve dificultad, en la parte del muro, hace tiempo que lo abatieron para poder poner locales comerciales y por la parte de la verja, alguien había tomado la expeditiva determinación de arrancar el candado por medios mecánicos.

Cuando bajaba, los ecos de mi memoria me iban llenando la mente con los viejos recuerdos de la infancia. Esta era la ventana que Manolo y yo llenamos de piedras y basura pues pensábamos que su moradora, una pobre anciana, era una malvada bruja, lo que nos valió la reconvención de nuestros padres. Más abajo, la casa de Manolo con un triste remedo de lo que llegó a ser su jardín, cruelmente cercenado por los vecinos de la otra calle y su estúpida demanda por la creencia de que las humedades que tenían en sus tristes infraviviendas, eran causadas por las plantas que el señor Manolo, el padre de mi amigo, cultivaba frente a su ventana.

Al cabo llegué a mi casa, pero no me entretuve esta vez a mirarla ni a evocar mis juegos en las arenas junto a la ventana. Junto a los nuevos locales comerciales, un cartel me llamó la atención: “Iglesia okupada” nunca imaginé que fuera posible tal. En el interior, una cadena de voluntarios trasegaban alimentos destinados a los más necesitados, era un espectáculo curioso y más viendo el lugar donde se desarrollaba.

-Hola

Ella hizo un bello mohín al reconocerme, de gesto siempre serio, me sorprendió ver que era capaz de sonreír.

La conocía desde siempre, o eso me parecía a mí, de mi antigua parada de autobús, donde coincidíamos todas las mañanas, excepto la de los viernes, ella con su triste abrigo verde oliva de un penoso parecido militar y su andar algo zambo cuando se acercaba. Nunca me saludó o eso me llegó a parecer. Nunca daba los buenos días a los congregados en la parada y nunca los devolvía si alguien donosamente se los daba.

También tenía una costumbre poco sana, se detenía invariablemente una parada antes del final de la línea, me costó averiguar el motivo, pero cuando lo logré no me gustó el detalle y es que aprovechaba el postrero trayecto para encender un cigarrillo mientras caminaba hasta la dársena de Ciudad Lineal, una vez allí retomaba el viaje en otro autobús. Me hubiera gustado conocer dónde se paraba finalmente y elucubrar cuál sería su trabajo, si no fuera porque ya no iba al banco todas las mañanas a ingresar los talones que me daban en el departamento de contabilidad de mi trabajo, hubiéramos coincidido en el nuevo trayecto y hubiera podido sacar algo más de su vida.

 Y allí estaba ella mirándome con ojos arrebolados, no lo entendía bien pero estaba ocurriendo, me cogió de la mano y echamos a andar por las calles del barrio, aunque aquel ya no era el mío, salimos a la zona antigua de Vallecas y me señaló su casa, un caserón de principios del siglo pasado. La escalera con peldaños de madera crujía bajo nuestros pies mientras etapa tras etapa trepábamos hasta su puerta, una  vieja y recia puerta que ella empujó para que accediera. Nos recibieron otros inquilinos, un pequeño gato y un enorme perro. El minino se enredó en mis pies buscando estática en el fondillo de mis pantalones, pero el perro realmente me atemorizó con sus enormes fauces.

-          No hace nada. – Me dijo mientras me enseñaba como si nada el lugar por donde se accedía a su alcoba.

Eso tenía la esperanza yo y en todo caso suponía que tras cerrar la puerta de la habitación interpondría un mundo entre el perro y su dueña, temía que al hacerla el amor ella chillase, dando una equivocada llamada de auxilio.

Allí mismo nos besamos, al introducir la lengua obtuve como premio un pequeño y redondo caramelo de menta.

-          Mejor así, con buen aliento, serán muchos besos.

No dije nada, lo oculté bajo mi lengua y seguí besándola con ardor. Tenía una boca suave con una lengua juguetona y muy dócil, hubiera pasado una vida así a pesar de mis urgencias.

La puerta se abrió de improviso, una elegante figura con un brillante batín satinado, un corbatín en el cuello apuntaba a un rostro perfectamente afeitado exceptuando un fino bigote perfilado. Me dio la mano y la apreté con fuerza lo que le cogió de improviso, pero tuvo la suficiente prestancia como para no quejarse y al final del apretón sujetar con firmeza mi mano.

Era su hermano que vivía con ella. Charlamos algo y cuando comprendimos que no iba a tener la delicadeza de marcharse poniendo cualquier baladí pretexto, decidimos marcharnos.

-          ¿Dónde vamos? – Me preguntó.

-          Vamos a mi antigua casa, todavía no la he vendido, no tenemos muchas comodidades, pero sirve, además no tiene calefacción. – La dije mientras guiñaba un ojo.

Había un problema, no tenía las llaves conmigo. En esos momentos vivía con mi madre y allí tendríamos que ir sin más remedio. Tomamos el camino donde siempre hacían frontera mis sueños y justo al borde, en la última casa vivía mi madre.

Ella estaba dentro, nos acogió bien, algo nerviosa como siempre que conocía a alguien, intercalando el tuteo con el voseo. Puesto que era la hora, nos sentamos a la mesa donde primorosa no puso mi madre un plato de patatas con bacalao.

-          ¿No te importa que mi hermano sea homosexual? – Me espetó de repente

No era una de mis conversaciones favoritas y la obvié, el tiempo se acababa y quería llegar cuanto antes a la casa y sobre todo a la cama.

En el río nos bañamos, jugábamos como dos críos salpicándonos y persiguiéndonos sin descanso. La abrazaba y cada vez me iba excitando más con el contacto desnudo de nuestros cuerpos.

En la verde pradera el sol me calentaba y secaba mi piel a la vez que evocaba momentos placenteros mientras cogía una brizna de hierba y la metía en mi boca.

De pronto la eché de menos, con la mirada recorrí los alrededores y no la vi, me levanté y no estaba, en un rincón sobre unas matas busqué las ropas que dejé allí para que no se mancharan y tampoco estaban, solo me dejó mi viejo sombrero Stetson y mis curtidas botas de vaquero.


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