jueves, 8 de octubre de 2020

Cientodoce

 

Se llamaba Carmen,  para mí era el arquetipo de secretaria, sobre todo porque era la primera secretaria que conocía y es que yo todavía no había cumplido los dieciséis años y esa iba a ser mi primera experiencia laboral.

Mis padres demostraron la poca fe que tenían en mí y en que pudiera prolongar los estudios más allá del bachillerato, buscándome un trabajo. En este caso de botones, algo muy habitual por entonces. Mi padre conoció a un argentino que le dijo que en la empresa donde trabajaba podría colocarme.

Y allí estaba yo todo azarado con la candidez de alguien que apenas salió de su barrio. Apenas había tenido conversación alguna con gente de mayor edad que la mía, aparte de algún profesor que se había dignado a dirigirse a mí en particular. Todavía recuerdo la dirección: Sagasta 12.

Subí a la primera planta y observé la placa de la puerta. Onetwelve Internacional. Tardé varios días en saber el significado. En el instituto, como la mayoría de los alumnos por entonces, elegí como idioma el francés. Como se decía, era más fácil y total, era una maría, es decir una asignatura que los profesores aprobaban siempre al igual que la Religión, y la Política.

La puerta estaba abierta y allí en la recepción estaba Carmen. Me preguntó qué quería y entre balbuceos y rojo por la vergüenza conseguí explicarle que venía recomendado por el señor Ynoub, pues así se apellidaba el argentino. Ella me miró sorprendida y me hizo sentar hasta que viniera el director de la empresa.

Al cabo llegó un señor mayor, de unos sesenta y tantos años y me hizo pasar a su despacho, después de escuchar mi historia y meditar un poco me comentó que le agradaba la idea, aunque desde luego el señor Ynoub se había excedido en sus atribuciones. Luego descubrí que el rioplatense era un comercial con muchas ínfulas y que en la empresa nadie habló de contratar a un botones.

Había tenido suerte, puesto que el señor Durante, pues así se llamaba el director, necesitaba además de un chico de los recados, alguien que le ayudase con las letras de cambio.

La empresa se dedicaba a la venta de cursos de inglés con material propio. Con el curso de dos años, te daban el material de libros y cassettes y la manera de pagar el curso era dando un dinero en efectivo de matrícula y dependiendo del poder adquisitivo del alumno, unas cuotas pagaderas en periodos de seis meses, un año o año y medio. Entonces los bancos no giraban recibos, por lo que había que emitir letras de cambio para que las firmase el cliente. Y así fue como aprendí de golpe a rellenar las referidas letras.

Al día siguiente llegué a la puerta de la oficina en lo que iba a ser mi primer día de trabajo, llegué antes de la hora, por lo que me senté en un banco que había en la puerta. Al cabo de un rato una rubia despampanante me interpeló:

-     -    ¿No subes?

Yo me quedé con los ojos como platos pensando en qué tipo de lío me había metido, yo no conocía a esa señorita y me estaba temiendo lo peor, además de rubia, lo cual ya era una certeza casi, de ser una mujer de la vida, el atuendo instaba a confirmarlo; abrigo corto de piel, falda asimismo corta y altas botas de cuero. Parecía escapada de la calle de la Ballesta, calle que de vez en cuando visitaba con mi pandilla de amigos, solo por el morbo de ver a las prostitutas acodadas en las esquinas.

Ante mi silencio, la señorita volvió a insistir.

-     -    Venga, sube.

Ahora el rubor me volvió a subir por la cara pues me acababa de dar cuenta de mi craso error, la que yo acababa de tomar por una meretriz, era la secretaria de la empresa; que, como ya lo vería en el futuro, mutó alegremente el color de sus cabellos. Además dentro de la oficina no había podido apreciar el colorido de sus vestimentas, algo que también apreciaría después.

Durante los tres meses que estuve en esa oficina, mi vida transcurría plácidamente, por las mañanas generalmente me dedicaba a hacer recados, como comprar las letras, pólizas, material de oficina o llevar documentos a la central de la empresa que estaba en la Gran Vía, que por aquél entonces llevaba mi nombre, aunque no era por mí, sino por un prócer al que después como una damnatio memoriae terminaron quitando la placa y cambiarla por el nombre que ya tenía la avenida antaño.

Las tardes eran algo más aburridas, debía ayudar al señor Durante, pues así se apellidaba el director, a rellenar las letras de cambio. Éste era un trabajo monótono, las escribíamos a mano, la única máquina de escribir la atesoraba Carmen. Y allí de frente con el señor Durante, me dejaba los nudillos apretando el bolígrafo e intentando sacar mi mejor caligrafía aun cuando había que ser veloz.

Durante era un tipo majete, también era argentino (todos los directores de la empresa lo eran) Y buen conversador, me hablaba de su tierra, de su hijo, que era el dueño de la empresa, de sus nietos y de su deseo de volver a la Argentina. Yo le miraba callado mientras observaba sus arrugas y su enorme nariz. Perdonaba mis errores con una sonrisa, estos errores costaban dinero a la empresa, puesto que las letras de cambio no podían ir con tachaduras ni correcciones, así que en ese caso la letra era inmediatamente rota y arrojada a la papelera.

Recuerdo que había días que estaba ciertamente torpe y debía romper muchas letras, por lo que avergonzado, al día siguiente compraba algunas letras, eran muy baratas, para reponer las que mi torpeza hizo romper. Es decir que todavía no había cobrado y el trabajar me había resultado oneroso.

Con Carmen mi relación era fenomenal, ella tenía alquilado un piso por la zona del Barrio de las letras, por lo que a la hora de la salida la acompañaba en el metro hasta su estación. Me hablaba de su vida y yo la miraba embobado. Estaba separada de su marido ¡separada! En la burbuja donde yo vivía no conocía a nadie así, solo había tres estados civiles: soltero, casado o viudo. Comenzaba a pensar que el trabajar me estaba abriendo los ojos a un mundo desconocido.

Pero así era, Carmen estaba separada de su marido y tenía una niña pequeña que después de salir del colegio, se quedaba a cargo de su abuela materna. Al parecer su marido se había desentendido de las dos y Carmen con su sueldo de secretaria, apenas conseguía llegar a fin de mes. Ella me decía que era una persona emprendedora y que estaba esperando que le apareciera una oportunidad, para cambiar de vida y de trabajo.

Recuerdo el día en que se incendió el teatro Español, en la plaza de Santa Ana, por curiosidad lo he buscado y fue el 19 de septiembre de 1975. Ella al enterarse del hecho, salió disparada para buscar a su hija. Me uní a ella para acompañarla y ayudar en lo que pudiera. Nos vimos envueltos en aquél maremágnum de bomberos, policías y curiosos. Afortunadamente tanto su hija como su madre se encontraban bien.

Ya dije que fueron apenas tres meses, pero fueron muy importantes en mi vida. Yo apenas era un chavea que acababa de romper el cascarón y aquella situación nueva para mí me abrió los ojos a un mundo nuevo, totalmente desconocido para mí.

Como final de aquella experiencia, a mí me trasladaron a la oficina de la avenida de Jose Antonio, el señor Durante volvió a su añorada patria y Carmen, ay Carmela, dejó la empresa sin más.

Pero tampoco salió por entonces de mi vida, dos años después… pero eso es otra historia.




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