jueves, 19 de mayo de 2016

Punto final


Siempre mira el lado brillante de la vida y eso hacía silbando la pegadiza canción, el bulevar de la calle de Ibiza nunca me pareció tan ancho ni tan largo como ahora se me presentaba. Esquivando cacas de perro y quioscos iba caminando hacia el Retiro, o eso intentaba, el aturdimiento que sentía en mi cabeza me hacía discernir escasamente las distancias y el ya nombrado bulevar se me antojaba como el campo de futbol de Oliver y Benji.

Número 216 JA, cuando salió en la pantalla de la sala de espera me levanté como un resorte, llevaba más de media hora aguardando mi turno, claro que también he de decir que mucho de ese tiempo correspondía a mi inveterada costumbre de llegar con antelación a cualquier cita y esta vez no iba a ser menos, siempre dije de mí que llegaría incluso puntual con la muerte y nunca imaginé cuán pronto se me presentaría la ocasión de demostrarlo.

Entro en el Retiro y mis pasos me llevan inconscientemente hacia la antigua Casa de Fieras, lo recuerdo como un lugar de solaz de mi infancia, un mundo inexplorado y salvaje que siempre terminaba por sorprenderme, los animales que allí se exhibían eran del todo distintos de los que solía ver en la Sierra Norte de Madrid, cuyos exponentes de mayor fiereza eran el toro y el verraco de la villa amén de alguna víbora.

  • Lo siento, se encuentra en un estado muy avanzado.

Más lo siento yo, acierto a pensar a pesar de encontrarme grogui en mi rincón, sin una banqueta ni un asistente en quien apoyarme, estoy al borde del K.O. Y aquí no me sirve de nada arrojar la toalla, me veo besando la lona.

Recuerdo los fosos vacíos otrora llenos de animales a los que observábamos sin tener conciencia del daño atroz que les causábamos con su confinamiento. Para la sociedad de entonces no eran más que fieras, un escaparate a la vida salvaje, simpáticas sabandijas a las que alimentar tirándolas trozos de pan y cacahuetes.

Como no espero que me compadezca, abandono la consulta sin siquiera despedirme, tampoco podría, el nudo que atenaza mi garganta me hace incluso lagrimear, las enjugo como puedo y desdeñando el ascensor, bajo los escalones casi flotando, esta vez no tengo nadie en quien apoyar mi hombro.

Salgo del zoológico y me siento en un banco del parque, la primavera se muestra en su esplendor y los gorriones revolotean ruidosos a mi alrededor, busco en mis bolsillos algo con qué premiarlos y con el movimiento de mi cuerpo se retiran asustados quedando únicamente una paloma a la que solo puedo ofrecer las migajas de lo que fui.


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