domingo, 14 de junio de 2020

El primer día


Es curioso, pero me marcó más el primer día en el cuartel de Algeciras y su viaje, que el primer día realmente de militar, cuando fui al CIR de Obejo, en Córdoba.

Quizás porque ya sabía por mis amigos de mayor edad y que ya habían tenido la experiencia militar, que el CIR era para pasarlo lo más rápidamente posible, no hacer amistades, pues el sorteo posterior para darte destino, siempre será caprichoso e inexorablemente te separará de aquél con quien hayas congeniado.

Total al CIR fui en autocar como si de una excursión se tratara y una vez dentro de las instalaciones, todo fue una carrera continua de filiaciones, tallaje, reconocimiento médico, vacunas, retirada de ropa y atalajes y colocación en la camareta de la Compañía, en la que durante los próximos cuarenta y cinco días sería mi nuevo hogar.

Lo de contar con la experiencia ajena de mis amigos del barrio, fue muy importante a la hora de sobrevivir esos días. Sabía que fumando como yo hacía tabaco rubio, sería muy oneroso para mi bolsillo, por lo que en un bolsillo tenía tabaco rubio del que fumaba y en el otro bolsillo, llevaba tabaco negro que era el que me servía para pagar las tasas que nos imponían a los reclutas, los veteranos del lugar, esos pobres diablos que pasarían toda la mili en el CIR viendo pasar cada cuarenta y cinco días a los pelusos que tendrían a su cargo, para instruirlos en el más básico nivel militar.

De repente llegaba el día en que consideraban que ya sabías cómo atarte los cordones de las botas, para qué lado disparaba el CETME y eras capaz de desfilar sin tropezar demasiado. Entonces  montaban una gran fiesta a la que invitaban a tus padres a asistir y te hacían desfilar con el uniforme de calle.  Tus padres intentaban en vano distinguir cuál de esas cabezas era la de su hijo, mientras los hijos intentaban en vano divisar en aquél maremágnum a sus padres, mientras imaginas a tu madre soltando una lagrimita. Y cuando vuelves a la Compañía te dan los papeles para un permiso de quince días y el nuevo destino: Algeciras, Compañía de policía militar número 25.

Bueno, me dije, podía haber sido peor, más lejos está Ceuta, Melilla y las Canarias. O sea que por poco no me fui al fin del mundo, o eso creía, vana ilusión.

Los quince días, como el tiempo en la juventud, pasaron volando. El decimosexto día me encontré en la vieja estación de Atocha, flanqueado por mis padres buscando un hueco para poder subirme al tren que partía para Algeciras. ¡Caramba! Me dije, debe de haber una guerra por allí. La razón era sencilla, todo me recordaba a las películas que había visto sobre las guerras modernas, un andén abarrotado de soldados, muchos de ellos asomados a las ventanillas del tren despidiéndose de sus allegados y muchos padres atribulados contemplándolos.

Dos besos apresurados a mis padres y la orden de que no formaran parte del espectáculo de padres expectantes y una subida apresurada al tren para que nadie pudiera observar las lágrimas que pugnaban por salir y que me costaba reprimir.

Vagón de segunda clase, nunca había viajado en tren largas distancias, por lo que no sabía que un vagón de  la RENFE al principio (y al final) de los años ochenta del pasado siglo, era algo que a los afamados torturadores chinos se les había escapado contemplar y más, si dentro de mi ignorancia, había que pasar toda la noche y parte de la mañana siguiente en él.

Pero allí ocurrió una buena cosa para variar, conocí a José Luis. Era de mi remplazo y casualmente también tenía como destino Algeciras y la policía militar. José Luis era de las pocas almas puras que por entonces quedaban por el mundo, quizás me puede escribir tan bien de él el saber que está muerto. Falleció varios años después en Montejo de la Sierra, su pueblo natal, intentando apagar un incendio forestal como se hacía por entonces en el campo, las campanas de la iglesia tocan a rebato y todos los vecinos se presentan con picos y palas para atajar el incendio. Como solía pasar en muchos casos, estos bomberos voluntarios y aficionados, eran proclives a accidentes graves cuando las condiciones ambientales variaban y un golpe de viento podía hacer que un remolino de llamas te rodeara.

Mientras el cansancio no nos venció, estuvimos contándonos nuestras vidas, él trabajaba en Madrid en el Corte Inglés y sus padres trabajaban en el pueblo como ganaderos. La proximidad del pueblo de mis abuelos al suyo, hizo que nuestro tema de conversación fuera inacabable. Sí, porque el descansar era imposible, allí en aquél compartimento donde estábamos ocho personas, descansar era imposible, no podías estar nada más que sentado y con la espalda recta soportando los terribles traqueteos que te iban moliendo el cuerpo.

En medio de la noche una larga parada nos anunciaba la llegada a Córdoba, no me lo podía creer, apenas habíamos recorrido la mitad del camino, creí morir. Ya casi de madrugada una nueva parada: Bobadilla, no tenía ni idea de dónde estábamos, mi Geografía aprendida no daba para tanto. En Bobadilla siempre ocurría un hecho curioso: desde Atocha el convoy salía tirado por una locomotora eléctrica, pero en Bobadilla se terminaba el tendido eléctrico, por lo que había una larga parada mientras cambiaban la locomotora por otra diésel. Durante los próximos años padecí (y todos los viajeros) ese estúpido desorden estructural, this is Spain.

El resto del camino, una vez que hubo luz para contemplarlo, el paisaje fue algo excepcional. El tren atravesaba las serranías de Ronda y de Grazalema, tan diferente de los campos de viñas y olivos del principio del periplo.
San Roque, desbandada casi general. Luego supe que tanto San Roque como en la Línea estaban plagadas de cuarteles, nunca supe si era para algún día invadir a los pobres habitantes del Peñón o por miedo de que estos nos invadiesen.

Cuatro secarrales más adelante llegamos por fin a nuestro destino, la vieja estación de Algeciras nos abrió sus puertas. Humedad y luz, no se me olvida, allí mismo este nuevo clima me dejó algo trastornado. Hasta entonces no había viajado mucho, no estaba entre mis aficiones ni había tenido ninguna necesidad de ello. Un viaje a Orense para la boda de mi tío, los inevitables viajes a Calatayud para ver a la familia de mi padre y el viaje a Valencia que hice con un amigo en el permiso de jura de bandera, todo esto era mi bagaje viajero.

El viaje a Valencia como dije, lo hice en el  permiso de jura de bandera, me obsesionó la idea de no tener que agradecer a la milicia el conocer el mar. Así que al día siguiente de llegar a casa cogí por banda a mi amigo Javier y mi querido Seat 127 y nos fuimos a Valencia, más concretamente al camping del Saler. Montamos la tienda de campaña y me fui a ver el gran azul. Efectivamente, era grande y salado, lo pude comprobar in situ, metía la mano en el agua y la chupé, inmediatamente escupí.

Volviendo a la estación de Algeciras, José Luis y yo nos encontramos como el aviador del Principito: Estaba realmente más perdido que un náufrago sobre una balsa en medio del océano.

A pesar de todo había dos cosas que marcaban la diferencia: éramos soldados y estábamos de uniforme. A la salida de la estación, recuerdo que había un pequeño aparcamiento y allí se encontraban varios Jeeps (vaya, luego me enteré que la variante para la exportación se llamaba Willys) y a su alrededor pululaban varios soldados de la policía militar. Estos son de los nuestros, me dije. Y me dirigí al que parecía que daba las órdenes, un cabo primero que en aquél momento, más que gritar, ladraba las órdenes.

- A sus órdenes mi primero, mi compañero y yo estamos destinados a la policía militar.
-  Muy bien, poneros allí junto a aquél Willy.

En aquél momento me di cuenta de varias cosas, el cabo primero y todos los miembros que por allí pululaban de la patrulla, llevaban guantes blancos de desfile y pañuelo al cuello. Esto les hacía tener buena planta a juego con el casco y las trinchas blancas. Yo, sin llegar a ser como Goering, desde siempre me gustaron los bellos uniformes y el de “granito” o de paseo que llevaba el ejército español por entonces me parecía espantoso, no habíamos evolucionado nada desde Alfredo Landa y su “recluta con niño”. Otra cosa fue que aquél cabo primero, luego se convertiría en mi compañero de camareta cuando yo a mi vez me convertí en cabo primero.

Al cabo, cuando todo el trasiego de soldados se solucionó, montamos en el willys y nos llevaron al cuartel. Aquí tengo que hacer un alto para explicar un poco cómo estaba el ejército español en los años ochenta, intentaré que no sea una tesis doctoral. Pues bien, el país estaba dividido en Regiones militares, pero al parecer las había de primera y de segunda división y dentro de estas había cuarteles y algo parecido a cuarteles.

El cuartel general del Regimiento mixto de Artillería número 5 (RAMIX5) donde estaba situada la compañía de policía militar era algo que puedes imaginar encontrar en una película del Oeste, un lugar donde los buenos, o sea los yanquis van a atacar a los malos, o sea los mejicanos. Un edificio viejo, blanco por incontables manos de cal y con un aire de fortaleza medieval. Cuando vi a los centinelas me di cuenta que el tiempo no había pasado por allí, llevaban todavía los mosquetones de la guerra civil, claro que mis compañeros todavía portaban el subfusil Z-45 donde el 45 indicaba el año de comienzo de fabricación, una variante local del subfusil alemán que podemos ver en las películas de la Segunda Guerra Mundial.

Tuvimos suerte, justo llegamos a la hora de comer. Tengo que confesar que en el CIR nunca fui al comedor, sencillamente me daba asco el olor de las cocinas y no fui capaz de comer en la típica bandeja con varios huecos donde te ponían la comida. Pues allí era peor, también olía muy mal y la comida era grasienta y de mal sabor.

En la que iba a ser nuestra compañía por el año siguiente (en mi caso tres años) nuevas carreras, filiaciones, reparto de mantas y equipo con el consiguiente fielato en forma de tabaco, aunque luego nos embromaron a todos los novatos haciéndonos pasar por una ficticia oficina donde nos sacaron dinero para luego todos juntos tomar unos litros de calimocho.
Era muy tarde, ya habían tocado Silencio y oscurecido el cuartel cuando conseguí acostarme en mi catre. Estaba derrengado después de una noche sin dormir y un día cargado de emociones, cerré los ojos pensando en qué me depararía el destino en los próximos meses, cómo sería mi vida y deseando volver a Madrid, a mi ambiente.

Hasta entonces la experiencia no había sido mala, ingenuo pensaba que a la postre todo el mundo estaba allí como yo, para pasar el año de servicio lo más rápida y cómodamente. Luego te das cuenta de que todo no es enteramente así, encontraría gente maravillosa pero también perfectos hijos de la gran puta, encontraría mandos militares muy profesionales y  también perfectos inútiles que en la vida civil estarían pasando hambre, casualmente estos últimos luciendo la insignia del camello, pero se me estaban cerrando los ojos y ya era incapaz de pensar más.



Dedicado a mis amigos José Luis de Horcajo, Sema Estévez y a todas las buenas personas que encontré allí.




1 comentario:

  1. Dices tu de mili... Si yo te contara... Jajaja... Hay recuerdos que son imborrables. Un abrazo.

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