El garito tenía un nombre
más grande que el propio local, Granja los Chaburres. Era un bareto de lo más
estrecho, dudo que cupieran en él más de seis personas, pero tenía un encanto
especial. Si existe el cielo de los bares, seguro que los Chaburres están en él.
En los años setenta del
pasado siglo mi vida se cruzaría en muchas ocasiones con este bar, se puede
decir que muchas veces incluso impidió que llegase exánime a casa. Esta es la
historia.
El domingo por la tarde
tenía un extra de tristeza, al día siguiente habría que volver al instituto o
al trabajo, depende de la época. El sábado lo habíamos disfrutado paseando en
pandilla. Por la mañana visita obligada a la Cuesta de Moyano. Era necesario
renovar nuestra panoplia de libros y tebeos, cargadas nuestras alforjas con
ellos, terminábamos en un banco del Retiro donde comenzábamos a disfrutar de nuestras
adquisiciones.
El sábado por la tarde,
lo solíamos emplear para ir al cine, más por algún barrio de la periferia en
salas de sesión continua, mucho más baratos que los cines de estreno del centro
y con el valor añadido de poder ver dos películas, aunque dicho sea, de menor
valor artístico, pero tenías que administrar el pobre peculio recibido de
nuestros padres para todo el fin de semana.
Todo este dispendio nos
llevaba a que las mañanas domingueras las pasáramos paseando por el barrio
hasta la hora de la comida. Pero el domingo por la tarde inexorablemente
tomábamos el metro para ir al Centro.
La edad no importaba, así
como el hecho de tener novia o no, yendo con la pandilla o sólo con la novieta
de turno. El domingo por la tarde nuestros pasos siempre nos encaminaban allí.
¿El motivo? Muy sencillo.
A pesar de que trabajaba
desde los dieciséis años, el dinero que ganaba se lo entregaba íntegro a mi
madre. Y ella me daba un dinero que en el año 76 rondaría las 200 pesetas
semanales. Hay que decir que realmente sobrevivía con las sisas que conseguía
en mi trabajo de botones.
El cine de barrio costaba
alrededor de las 120 pesetas, por lo que se llevaba una parte muy importante
del dinero del finde. si además tenía que invitar a un refresco a mi novieta,
la cosa se ponía seria. Conclusión, el domingo por la tarde estábamos en la pandilla
caninos.
Y entonces ocurría un
milagro. Caminando por la calle de Alcalá arriba, una fila de chaveas emulando
la migración de los ñues por el Serengueti, nos encaminábamos hacia la salvación
de nuestros estómagos que rugían ferozmente.
La granja de los
Chaburres se abría ante nosotros como la puerta del paraíso para Adán y Eva. En
la puerta, un gran cartel nos indicaba que los perritos calientes los vendían a
25 pesetas, un bocadillo en cualquier bar costaba el doble. Al lado la contumaz
competencia, el bar Celysol también exhibía grandes carteles donde publicitaba
sus perritos al mismo precio.
¿La diferencia? La granja
de los Chaburres a pesar de su limitado espacio siempre estaba a rebosar.
¿La explicación? En el
bar Celysol, la atención al cliente dejaba mucho que desear. La dueña del
local, según la web mercadocalabajio.com se llamaba Celia, era bastante sota.
A veces la cola del Chaburres
era tan larga que, optábamos a regañadientes comprar el perrito en Celysol,
rezando para que la dueña tuviera un buen día.
La liturgia de todas
formas era la misma. En la fila de la entrada jóvenes rebuscando en los bolsillos
monedas perdidas para poder adquirir el preciado manjar. Si realmente habías logrado
economizar la paga, acompañabas la colación con una lata de coca cola. Pero para
la desgracia comunitaria, apenas había chavales que lo consiguieron.
No había que ser muy
escrupuloso para comer los perritos, el bar no era muy limpio y el recipiente donde
mojaban la punta de los panecillos en tomate o mostaza, había conocido mejores
tiempos en los que echaba de menos algo de estropajo y jabón.
Los panecillos los tostaban
en una máquina donde los pinchos calentaban el interior del panecillo, con un
tiempo directamente proporcional a la cola del exterior. Luego lo mojaban en la
salsa elegida y por último introducían la salchicha, cuyo hervido tenía el
mismo tiempo que la fórmula anterior.
A pesar de todo, si
alguien micrófono en mano, hubiera hecho una encuesta, el resultado hubiera
sido escandalosamente favorable y unánime la respuesta: eran los mejores
perritos calientes que habíamos probado jamás.
El viaje a casa en bus o metro,
transcurría ya apacible. El estómago ya no rugía y podíamos aguantar el
trayecto hasta podernos sentarnos ante la cena de nuestras madres y la única urgencia
era ver a través de los cristales de los bares del camino, el resultado de
nuestro equipo de fútbol.
Esos locales cambian muy rápidamente, pero suelen recordarnos lo que fueron.
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