Ver a mi amigo Juan después de tanto tiempo,
me causó una gran alegría, eran ya dos, no, tres años desde la última vez que
nos vimos, pero la magnífica amistad que teníamos cultivada desde la infancia,
hizo que esta no se resintiera, al contrario, en cuanto nuestros caminos se
volvieron a cruzar una tarde tormentosa de agosto, un fuerte, dilatado y
emotivo abrazo nos unió.
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Cuánto tiempo ha pasado – Por mi parte no fue una pregunta, más bien
una aseveración.
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Demasiado, te lo juro, demasiado.
Viendo en qué se había transformado, no hube
por más que darle la razón, aquel joven atractivo para las mujeres por su porte
atlético y su rostro varonil, con un duro mentón y unas mejillas sonrosadas,
avanzadilla de un cuerpo recio sin un ápice de grasa y con una musculatura
envidiable, todo eso se había transformado en un pobre hombre de rostro
cetrino, pómulos y ojos hundidos, y con un cuerpo con una delgadez extrema, era
apenas una sombra de aquel Juan que conocí.
Un par de truenos nos decidieron a buscar
cobijo al resguardo de una cafetería, allí delante de un par de jarras de fresca
cerveza me empezó a relatar sus penalidades de estos últimos años.
Un día. –me dijo. – comencé a sentirme harto
de la vida que llevaba, cada vez necesitaba nuevas emociones, la típica historia
del pobre niño rico, después de una época dedicado a los deportes de riesgo,
estos cada vez me daban menos satisfacción, no encontraba un sentido a la vida,
un día hice como los Beatles, me marché a la India y estuve con el rollo de la
meditación transcendental con un gurú, tú no veas que parafernalia, parecía
todo verdad, mucho incienso, muchas posturas del loto, ya te lo puedes
imaginar, un sacadineros total, despechado, cambié de continente, en América, el sueño de California acabó hace tiempo, sólo encontré los
rostros y actitudes totalmente estereotipados, nada nuevo bajo el sol.
Lo único que destacar de aquella época es que
conocí a un holandés, Hans, que casualidad que nos llamásemos igual, con las
mismas inquietudes y búsqueda de valores que yo, conectamos enseguida, en la
playa pasábamos horas y horas charlando, ya sabes de lo divino y de lo humano,
de la falta de valores de esta sociedad, de la búsqueda de la felicidad y de el
significado de la palabra vivir.
El desierto de Sonora fue nuestra siguiente
etapa, en compañía de varios descerebrados como nosotros, descubrimos el peyote
y los sapos alucinógenos, parecía que esto nos había dado un nuevo impulso a
nuestras vidas sin rumbo, durante meses nuestros cuerpos y nuestras mentes
estuvieron en planos existenciales distintos, a otro nivel, éramos felices a
nuestra manera, aunque cada vez nuestros cuerpos se iban resintiendo.
El parón vino de golpe, las autoridades
norteamericanas dijeron basta, e hicieron una limpieza en toda regla, nos
trataron como indeseables y nos devolvieron de malos modos a la vieja Europa,
después de comentarnos que no seríamos bien venidos de nuevo dentro de sus
fronteras, en el camino de regreso, alguien nos habló de los efectos en la mente
de la ayahuasca, al parecer ciertas tribus del Perú, efectuaban rituales en los
que se consumía esta droga, con unos efectos muy singulares sobre la mente, por
lo que recién aterrizados, en el mismo aeropuerto, sacamos dos billetes hacia
nuestro nuevo Eldorado.
Aterrizamos en Lima y enseguida nos integramos
en una expedición hacia la zona selvática del país, allí los lugareños nos
indicaron la manera de ponernos en contacto con la tribu Shuar, poseedores del
secreto de la fabricación de la ayahuasca, para no dilatar mi relato, no te
referiré las vicisitudes que pasamos hasta poder encontrar la tribu, en un
medio tan hostil como la selva tropical, sólo te diré que fueron ellos los que nos
localizaron cuando ya nuestra fuerzas nos abandonaban y estábamos al borde de
la inanición.
En su poblado, un lugar igual como se
refieren en los documentales, una gran cabaña circular, con un techo de hojas alargadas y varios fuegos en el
centro, múltiples hamacas colgaban cerca del muro hecho con recios troncos. Nos
recibieron con alguna curiosidad y nos preguntaron el motivo de nuestra
estancia en la selva, apenas les podíamos entender en su jerga hecha de
palabras nativas mezcladas con otras castellanas y portuguesas.
Desde el principio nos dejaron muy claro al
conocer nuestra motivación, que no nos veían con buenos ojos, la existencia
allí ya era lo suficiente difícil como para alimentar a dos bocas más, no veían
como seres improductivos, incapaces de aportar nada a la comunidad. Esa misma
noche celebraron un conciliábulo del que no nos dejaron participar, ni nos
íbamos enterando de lo que decían, después de varias horas de espera, se acercó
el chamán y nos dijo que podíamos participar en la ceremonia de la ayahuasca,
pero que deberíamos pagar por ello, no nos importaba, le dijimos, éramos
capaces de soportar todos los pesados trabajos que nos impusieran.
Pasamos todo el día siguiente alimentados por
las mujeres de la tribu, poco era lo que nos podían dar, no era época de caza y
no tenían carne que ofrecernos, por lo que nos sustentamos con un puré que nos
ofrecieron además de una calabaza de chicha, un licor semifermentado que nos
comenzó a embriagar levemente. Los nativos mientras tanto iban llenando el
espacio central de la cabaña con grandes troncos secos preparando una gran
pira, a la vez se iban adornando con sus mejores galas, consistentes en grandes
tocados de plumas, a la vez que se embadurnaban el cuerpo de barro de distintos
colores, a nosotros nos desnudaron completamente y nos ofrecieron un sucinto
taparrabos solamente, creo que para evitar el contraste de nuestras blancas
pieles, también nos embadurnaron de un barro ocre.
Se hizo de noche y nos reunimos delante de la
gran hoguera recién encendida cuyos troncos comenzaban a crepitar, las mujeres
empezaron a entonar una canción una y otra vez repetida como si se tratara de
un estribillo sin fin, Hans y yo cada vez más íbamos perdiendo conciencia de la
realidad, pues no paraban de ofrecernos calabazas de chicha que vaciábamos sin
parar. De repente se hizo un silencio sepulcral acompañando la entrada del
chamán, éste portaba un canuto de madera como de medio metro, e iba soplando a
intervalos en las fosas nasales de los varones de la tribu puestos en fila,
cada vez que esto sucedía, un griterío ensordecedor atronaba nuestros oídos y
el indio al que el chamán le había introducido la ayahuasca, caía al suelo en
medio de convulsiones.
Por fin llegó nuestro turno, después de ver a
Hans caer al suelo, el chaman me puso el tubo y sopló, dándome la vida, la
muerte, el dolor y el placer, todo a la vez ¿Cómo explicar aquello? Oía la
cigarra cantar en lo alto del árbol y sentía que era yo, frotaba la pata contra
la caja de resonancia de mi abdomen, también
era la larva del escarabajo que poco a poco iba royendo la madera del poste central
de la choza, ora soy una tarántula escondida bajo una piedra sorbiendo los
jugos de la presa que acababa de capturar, miles de sensaciones en una, algo
irrepetible, de pronto era un ente fuera de mi cuerpo sobrevolando el poblado,
observando como el chamán de una certera puñalada, atravesaba el corazón de mi
compañero Hans, con el mismo puñal y con un gesto experto, lo decapitó fríamente,
las mujeres rápidamente comenzaron a despedazar el doliente cuerpo de mi amigo,
lo más horroroso, es que nuestro pago por la experiencia, era el aporte de proteínas
de origen animal que tanto escaseaba en la tribu en aquella época, pues con los
trozos de mi amigo iban llenando pucheros y ollas.
Mi horror llegó al límite al ver lo que hacía
el chamán con la cabeza de mi amigo, con dos certeros tajos desolló la cabeza y
clavó la calavera en una estaca junto a la hoguera, los ojos ya sin parpados miraban
aterrados a los miembros de la tribu y se fijaban en los míos culpándome a mí
de su desgracia, me gritaban quedamente: ¡Y tú tienes la vergüenza de estar
vivo!
Para entonces creo que había dejado de hacer
mi viaje astral a través de los insectos del lugar y me revolvía inquieto en un
cuerpo de pesadilla, dentro de una hamaca, empapado en sudor y con el sabor
acre de mis vómitos en la boca, apenas era capaz de apreciar como el chaman introducía
el pellejo de lo que quedaba de Hans en un caldero hirviendo, donde iba añadiendo
jugos y hojas de plantas, no tardó mucho en sacarlo de allí y tomando varios
puñados de cenizas calientes rellenó aquel pellejo, con cuidado para que no
escaparan las cenizas, cosió los agujeros que fueron los ojos, boca y cuello
con burdas puntadas, hecho esto, la colgó de los cabellos junto a la lumbre
para que se fuera ahumando.
El horror que sentía, junto a algo que me
habían echado en la bebida, me imposibilitaba salir de allí como deseaba, me notaba febril y
constantemente estaba durmiendo, con terroríficas pesadillas, en las que unas
veces yo era la victima del sacrificio y otras el verdugo de mi querido amigo
Hans, pero en todas ellas, los ojos, sus ojos me miraban acusadores, llorosos, me
reclamaban que lo sacara de allí, no quería pasar toda la eternidad entre
aquellos salvajes.
Supongo que a mí me reservaban para cuando
hubiesen terminado con mi compañero, por lo que tenía la angustia de saber cual
era mi futuro allí, una noche, no sé cómo, tuve el valor y la fuerza de salir de
mi hamaca y tambaleándome, descolgué los restos de mi compañero y salí de allí
evitando hacer cualquier ruido, huelga decirte las calamidades que pasé,
semanas enteras de horror, huyendo de aquellos salvajes, temiendo caer en su
poder o en el de las fieras que poblaban la selva, al borde de la muerte, pues
sólo conseguí alimentarme de algunos puñados de insectos, llegué a un población
donde me acogieron y me curaron.
Hace un mes conseguí ser repatriado y aquí me
ves deambulando y haciendo acopio de fuerzas para ir a Holanda, quiero visitar a
los familiares de Hans y contarles la terrible experiencia y el triste final
que tuvo el desdichado, para nuestra desgracia, nadie nos dijo que a la tribu Shuar, también se la conoce por el terrible nombre de los jíbaros.
En ese momento abrió una pequeña caja de
madera y allí mismo estaban los despojos del desdichado Hans, reducidos al
tamaño de una naranja.
No suelo leer relatos tan largos porque me resultan cansinos, tú me has engañado porque no sueles hacerlos y porque tu amigo juan dijo que quería evitarte los detalles "para no dilatar su relato", pero te lo voy a perdonar porque me ha gustado
ResponderEliminarInmejorable relato, felicidades.
ResponderEliminarBesotes
De donde sacas todo eso chiqillo???
ResponderEliminarJooo que increible imaginación tienes... tu eres de este planeta????
Sigo por aqui....saluditosssssss!!!
Trepidante y portentoso relato, José Antonio, uff, qué agobio, qué final.
ResponderEliminarSaludos blogueros
Adorei esta história: senti-me a vivê-la!
ResponderEliminarMas é verdadeira ou ficção?
Abrazo,
paulo
Hola José Antonio.
ResponderEliminarNo lo habías publicado aquí? recuerdo haberlo leído. Si lo tenías en el blog de Qué! has hecho bien en recuperarlo. Por cierto aquello es un caos han cambiado el formato y sin aviso previo de que iban a desaparecer los comentarios, yo tenía casi 5000 y zas! todos al limbo.
Un abrazo.
Bravo, bravo y bravo, he disfrutado a tope de este relato, hacía mucho que no publicabas algo tan oscuro. Besos.
ResponderEliminarUm talento incomparável para nos relatar boas histórias... ou é mera coincidência com a realidade? :))
ResponderEliminarBeijo carinhoso.
Es sencillamente magnífico, para mí, que soy una lectora impenitente, la pena es que no durara más, en realidad la historia da para un libro y, estoy segura, sería estupendo.
ResponderEliminarBesos
A pesar de mi tardanza, es un texto magnífico: un chico de bien que le aburre la normalidad y por casualidad encuentra a alguien con gustos y aspiraciones semajantes. La descripción de la selva, de la tribu de canibales o antropófagos es genial.
ResponderEliminarMe alegro que puedas conectarte, aunque desde el 14 de agosto no hayas publicado ninguno de tus relatos, que por otro lado, tanto nos gusta...
:)
un abrazo
Ya no quiero ser niño ricoooo! Ni Hans ni Juan, hala!
ResponderEliminarun abrazo, amigo Jose Antonio