martes, 6 de julio de 2010

Los colores del otoño

El sendero me alejaba del pueblo bajo la sombra de los chopos, sus hojas hace tiempo que cayeron al suelo dejando una ruidosa alfombra a mis pies, de pequeño me encantaba jugar en la cuneta de la calle principal, allí se acumulaban las secas hojas e los chopos y disfrutaba con el ruido que producía al pisar las hojas, a veces tenía que salirme de la cuneta pues a mis pies se acumulaban demasiadas hojas para poder continuar sin caerme, hace muchos años ya de eso, hoy los pocos chopos que no talaron o que incompetentes ingenieros de montes permitieron su poda, apenas alfombran en otoño el suelo.

Camino por la dehesa alumbrándome con mi linterna, pues aun no amaneció, espero dar los buenos días al sol en la falda de la montaña, mi primera visita de otoño a la sierra se hizo esperar y quiero aprovecharla al completo, incluso me cuesta descubrir al “árbol caníbal” que poco a poco, inexorable, sigue fagocitando la oxidada señal del coto.


Las primeras luces me sorprenden en el inicio de la subida y me vuelvo para contemplar la aurora que se dilatará en el tiempo, pues tiene que trepar por las montañas del otro lado del valle para por fin darnos un amanecer tardío.


Por fin el orto llega y con el toda una sinfonía de colores se destapa por las laderas de las montañas, rojos, naranjas y toda una paleta de marrones llenan de otro tipo de vida estos lugares, las plantas se preparan para el duro invierno que las espera, por todos lados helechos ya secos llenan el sotobosque de colores cálidos, en otros tiempos no habría tanta cantidad, se recogían para usarlos en la matanza de Enero; espinos, piornos y retamas además de dar sus colores, se aprietan a la vera del camino, cerrándolo y haciendo que apenas quede una estrecha vereda.


Llego al robledal que abraza la falda de la montaña y me encuentro que apenas se distingue el suelo, sus bellas hojas se esparcen por el sendero dando una apariencia mágica al entorno, parece un bosque de cuento, donde brujas, hadas y enanos tienen cabida en él.


Pero el verdadero tesoro está un poco más adelante, tachonando apenas el paisaje, como islas perdidas en un mar marrón, aparecen arbustos de acebo, bellos, arcanos y sobre todo fundamentales en la dieta de los animales que se atreven a hibernar aquí.


Después de descansar y disfrutar con el entorno, sólo me quedaba volver de nuevo al valle, en la medida de los posible me gusta volver de mis excursiones siguiendo otro camino, bajando este a plena luz me deslumbraba con el sol reflejado en el rocío de la verde dehesa, atravesada por la serpenteante vereda que me lleva a Alameda.




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