lunes, 23 de agosto de 2010

El inquisidor


A pesar que no tenía nada que temer, no pude por menos que estremecerme al entrar en el recio edificio donde sentaba sus reales el santo oficio, más que un edificio civil, parecía una fortaleza merced a sus recios muros de sillares en contraste con los edificios de ladrillos de su alrededor; como nuevo ecónomo me pareció lo más correcto presentarme a las autoridades eclesiásticas del santo oficio pues el edificio pertenecía a la adscripción de mi nueva parroquia.


Apenas pedí audiencia, me hicieron entrar al despacho de Fray Luís de Aguirre, este me recibió con amabilidad y me introdujo en una estancia sobria apenas amueblada por un escritorio para él y otro para su escribiente además de un par de sillas para las visitas y un robusto armario de gruesa madera de olivo lleno de legajos que un joven escribiente con antiparras desenrollaba y enrollaba con cierta fruición, a mi me pareció que aparentaba más que trabajaba con ellos.

Fray Luis me recibió con una leve inclinación de cabeza y me hizo sentar frente a él, este era un personaje peculiar, su tonsura era casi total, pues apenas unos pocos cabellos restaban en su cabeza en sienes y cogote, unas facciones duras con unos ojos vidriosos que taladraban más que miraban, dentro del hábito blanco de la orden dominica había un cuerpo seco que apenas era capaz de llenar las vestiduras, sus manos flacas parecían garras y manoseaba nerviosamente una contra la otra.

- Recibo con placer vuestra visita padre Amalio

- No podía por menos el presentarme ante su paternidad, pues habiendo tomado posesión de la parroquia, me debo a mis convecinos el presentarme y ponerme a su entera disposición para vos y todas las personas a vuestro cargo.

- Aprecio en lo que vale vuestra propuesta, pero podéis imaginar que aquí somos todos sufridos siervos de Dios.

- También estaba pensando en los pobres pecadores que mantenéis bajo este techo en espera de juicio o del cumplimiento de su pena.

- No os preocupéis por mis inquilinos, de ellos ya se encargará Dios nuestro señor, o en el auto de fe ellos mismos volverán al redil. Ya que os tomáis cierto interés por ellos, si queréis podemos visitarlos.

Nervioso y sin saber que decir ante su inesperado ofrecimiento, acepté con un gesto de asentimiento, salimos de la estancia hacia el patio central del edificio donde una puerta en un rincón estaba resguardada por dos piqueros cuales cerberos evitando, según sospechaba, que nadie saliera, pues no creí en la posibilidad que nadie pudiera querer entrar gustosamente.

El inquisidor sacó de su cinturón un manojo de llaves, escogió una y la introdujo en la cerradura girándola a continuación, provocando un gran ruido del mecanismo, acto seguido empujó la puerta y me dijo:

- Pasad padre Amalio y tened cuidado con los escalones.

Nos introdujimos pues en aquella boca de lobo que iniciaba súbitamente una angosta escalera mal iluminada por varios hachones humeantes, según bajábamos iba ganando terreno un olor como ninguno había olido jamás, este mezclado con el calor y la humedad del ambiente, iba haciendo que tuviera que esforzarme en evitar las arcadas que me iban subiendo por el estómago.

Por fin llegamos a la mazmorra donde por un pasillo central, a los lados se alineaban las celdas, mi acompañante empezó a leer un pliego que portaba e iba indicándome los inquilinos de las celdas, sus culpas y sus penas.

- En esta primera celda, vamos a ver… un blasfemo, pronunció las palabras: “¡Por los clavos de Cristo!” y aunque luego se arrepintió, ya sabéis que la blasfemia es un gravísimo pecado mortal “ex toto genere suo”. Ha sido condenado a asistir al auto de fe con sambenito, cirio, pies desnudos, soga al cuello y una multa de cuatro mil maravedíes. A su lado el que está encadenado, es un cristiano nuevo, descendiente de marranos, al que se le vio apedreando una cruz, por lo que ha sido condenado con el embargo de sus bienes y la pena de galeras.

- Que Dios de apiade de él.

- Que así sea, porque los hombres han dictado sentencia y me alegro que esta haya sido dura con él.

Con un sonoro chirrido cerró la puerta de la celda y abrió la contigua.

- Aquí tenemos a cuatro brujas, o cuatro pobres desgraciadas que han sido acusadas de serlo, me he encargado personalmente del caso y he dictaminado que son unas pobres desgraciadas a quien la delación de unos vecinos supersticiosos y algo envidiosos las trajeron aquí, ellas en su ignorancia aceptaron los cargos, de tanto tildarlas como brujas, acabaron creyéndoselo. Han tenido suerte, en Alemania, directamente habrían ido a la hoguera, he determinado que acudan al auto de fe con sambenito y destierro a más de veinticinco leguas.

- El Malleus maleficarum ha hecho mucho daño a infinidad de almas inocentes. – Opiné.

- No creáis padre, es una herramienta excelente en manos de los inquisidores en nuestra lucha contra el maligno y sus servidores, tenga en cuenta su paternidad que incluye métodos para liberar los demonios del cuerpo de victimas de posesión y otros para obtener confesiones.

- Es decir bajo tortura.

- Padre Amalio, el papa Inocencio IV en su bula “Ad Extirpanda” indica que la tortura es el medio más eficaz para demostrar la validez de una acusación.

Asentí abrumado por la razón, no soy yo nadie para disentir de una bula papal, como dice el padre Astete “doctores tiene la santa madre iglesia que os sabrán responder”.Ante mi silencio el inquisidor me guió a otra celda todavía si cabe más lóbrega.

- Este es uno de más abyectos pecadores que custodiamos aquí, reo de un “pecado nefando” en concreto, tuvo ayuntamiento carnal con una burra.

Ante esa revelación, no pude menos que persignarme un par de veces horrorizado ante tal hecho.

- Como lo oís, este depravado, este rijoso salaz, en vez de buscar la coyunda con una hembra de su especie, fue atrapado “in flagranti delicto” por lo que no tiene descargo alguno, ha sido condenado a arder en la hoguera.

Me sentía mareado, además del ambiente húmedo y opresivo de los calabozos, el escuchar la lista de faltas de los reos me abrumaba, yo venía de una pequeña comunidad en la que había un convento de monjitas que eran mis mejores feligresas y estaba acostumbrado a escuchar pecadillos de poca monta, ante estas gravísimas faltas, mi mente se negaba a admitir la existencia de personas así, además contemplaba horrorizado la cara de satisfacción de mi interlocutor al ir enumerando las terribles penas que se disponía a aplicar a los reos.

- ¿Deseáis ver la sala de interrogatorios?

- Muchas gracias, pero ya llevo mucho tiempo aquí y otros asuntos de mi feligresía reclaman su atención.

- Id con Dios buen padre a reuniros con vuestras ovejas.

- Y que el os acompañe.

- Volved cuando queráis.

- Si, si, no os preocupéis, volveré.

Subí de nuevo los escalones hacia la salida, Fray Luís me acompañó hasta la puerta, al despedirme de él en el umbral, no sé si por el mareo que principiaba a venirme, distinguí una especie de rabo encarnado que le salía de la sotana, además de un leve olor a azufre.

A pesar de habérselo prometido, no volví a visitarle jamás.




2 comentarios:

  1. ¡Amigo mio!

    Eres dueño de todo aquello que hace feliz a un buen lector.


    GRACIAS.

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  2. "el papa Inocencio IV en su bula “Ad Extirpanda” indica que la tortura es el medio más eficaz para demostrar la validez de una acusación"

    vamos como para no confesar que eres el culpable de los pecados del mundo entero...
    Un abrazo.

    te envío un e-mail.

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