Aquél día inmediatamente a la llegada, me puse el bañador y me fui directo al rio, el eterno Lozoya que fluye acompañado siempre entre chopos y fresnos y que contiene el agua más maravillosa que nunca encontré, un agua terriblemente fría las mañanas de Junio, pero suficientemente templada por la tarde para los más frioleros, pero que nunca me arredró, siendo siempre el primero de la pandilla en pegarme el chapuzón matinal.
Siempre procuraba llevarme las gafas de buceo, el rio es rico en fauna y siempre encontraba truchas, bogas, ranas e incluso alguna culebra con la que solía asustar a las niñas que estaban en el prado tomando el sol, la verdad es que hasta que no me veían mis manos vacías no respiraban tranquilas, hasta unos años después no tuve muchas amigas en el genero femenino del pueblo.
Inmediatamente tocaba reunión de la pandilla, había que dar novedades, contar amoríos inventados, alardear de nuestros suspensos, excepto el empollón de J.A. siempre con ese aire de suficiencia, al haber aprobado todas y no necesitar de clases de apoyo, en fin haciendo planes para formar el equipo de futbol y golear a nuestro eterno rival, el pueblo de al lado.
Por la tarde, después del baño, con el bocata de panceta (adiós membrillo) nos reuníamos en las escuelas, donde disfrutábamos de una gran panoplia de juegos infantiles, aunque los primeros días embromábamos a los nuevos veraneantes con el juego del rabo de la zorra, ¿no habéis jugado nunca? Pues no os lo contaré por si acaso coincidimos algún día.
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