Pensaba que iba a ser un día normal, un día como otro cualquiera, ¡que equivocado estaba! , bajé los escalones de mi casa silbando esa del muelle de la bahía con los pies colgando, siempre he tenido mala memoria para la música y según opinión general, también muy mal oído: abrí el buzón con la esperanza de no recibir ninguna factura más por este mes, alborozado vi que no había ningún sobre, sólo un papel arrugado, una hoja de libreta de colegial con trama cuadriculada, la desplegué y sólo había escrito en ella una cifra: 100 , un cien a bolígrafo rojo sin respetar las líneas de la cuadrícula, - que raro, pensé. No sabía la razón que el anónimo comunicante tendría para dejarme tan escueta nota.
La hora de entrada al trabajo se acercaba a pasos agigantados a mi pesar, por lo que decidí dejar el misterio para más tarde, metí la nota en el bolsillo de mi abrigo y salí a la calle con paso ligero, Mercurio mismo no habría sido tan veloz en su camino a una misión en el olimpo.
Llegué a la avenida principal, mi parada de autobús se hallaba en la otra acera, por lo que resueltamente me dispuse a cruzar obviando toda norma de urbanidad y de seguridad vial, atravesando por el medio de la calle, alejado del correspondiente paso de peatones; de repente una mano firme me sujetó por el cuello del abrigo impidiéndome avanzar, ¡en que momento! Un raudo autobús me pasó a pocos centímetros de mi rostro, cortándome el aliento, la respiración y llevándose consigo un puñado de latidos de mi desbocado corazón, del autobús lo único que pude observar era el cartel posterior donde figuraba una cifra conocida: 100.
Con un suspiro, me volví para dar mis mas efusivas gracias a mi salvador, pero solo encontré el vacío, detrás de mí en una distancia respetable a mi alrededor no se encontraba nadie, bueno si, una viejecita que musitaba algo así como: si es que van como locos y pasan luego las cosas.
La verdad es que me lo merecía, seguramente aunque fuera solo por la cara de bobo que se me quedó, merecía cualquier epíteto desagradable; ante la ausencia de mi ángel de la guardia, continué mi camino, esta vez, haciendo uso del mas cercano paso de cebra, para subirme al bus esta vez si por la puerta y con todos los honores usando mi abono.
Llegué a la oficina sin mas novedad que la de haber pisado un chicle que algún espíritu incívico había dejado salvajemente abandonado en vez de depositarlo en una papelera. Me dispuse a meterme de lleno con el maldito balance que me venía llevando por la calle de la amargura y la calle de la desesperación (maldito barrio) me estaba dejando las pestañas delante del ordenador y nada, pero de pronto todo cambió, me dispuse a dar el último toque, pulsé la tecla gorda (el enter) y ¡hale-hop! ¿que cifra creéis que salió? ¡ por supuesto! Un enorme cien se plantó en medio de la pantalla, ni el barrotes noviembrero me habría causado tanto dolor, asombro y desesperación, una semana de trabajo al garete y el misterio de la tonta cifra que se repite una y otra vez.
Me separé de la mesa de trabajo y me puse a reflexionar ¿que extraño enigma era este? La verdad es que las piernas se me estaban aflojando de la desazón que estaba comenzando a sentir, como decía el principito, cuando el misterio es impresionante, no se puede desobedecer a la razón, por lo que recogí mi mesa y fiché como día de asuntos propios y me marché, pensaba encerrarme en casa a esperar que pasase el día placidamente metido en mi cama, la verdad es que iba pensando en el calendario romano, ¿sería hoy un día nefasto? , a sabe, seguro que para mi lo estaba siendo.
De camino a casa, circulando con precaución y respetando todas las normas de circulación y de urbanidad, y evitando en lo posible las calles con más tráfago que podrían traerme complicaciones a la hora de atravesarlas; mis ojos se posaban una y otra vez en carteles con la misma cifra: calle de Velázquez número cien, cocochas a cien euros el kilo, una reedición de cien años de soledad en las librerías, las radios de los porteros de las fincas atronaban con la publicidad de la cadena Cien, el remate fue en el cine anejo anunciaban la película cien dálmatas, ¡como lo digo! uno de los carteles tenía una errata tipográfica y uno de los malditos dálmatas había desaparecido o no lo contaron adecuadamente, esto era mas de lo que mi mente podía absorber, me senté en un banco de madera junto al cine y me sujeté la cabeza con mis manos, un dolor intenso surgía del interior de mis sienes, cienes como diría un andaluz, allí un estupido ciempiés intentaba subir por la pernera de mi pantalón, mareado me incorporé y de pronto un rayo de luz inundó mi intelecto, -seré idiota, me dije y dándome un palmetazo en la frente, la solución vino a mi.
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