miércoles, 7 de julio de 2010

El acólito

Multitud de frascos se acumulaban en polvorientas estanterías de madera de robles que debieron ser talados en la noche de los tiempos, en ellos era difícil reconocer el contenido, a través de cristales traslucidos por la patina del tiempo acumulada sobre ellos.


Ambarinos líquidos que debían servir para la conservación de pequeñas sabandijas de múltiples colores en los que sobre todo destacaban los ojos, ojos saltones, desproporcionados, en cabezas reducidas por el baño continuado en arcanas formulas creadas por extintos sabios al servicio de las más oscuras artes jamás imaginadas por eruditos de la inquisición, si hubieran llegado a su conocimiento, una legión de brujos y alquimistas, habrían acabado sus días en hogueras de terribles autos de fe.

No imaginaba cuando entré al servicio de mi señora, que esta era la más pérfida y terrible bruja que hubiera salido del reino de Satanás, sus conocimientos en materia de pócimas y hechizos no tenían igual, era la más docta entre los suyos, todos los libros y pergaminos escritos por los señores oscuros, leyó, cultivó e incluso mejoró en sus ingredientes, poderes y resultados, para cualquier petición que le hicieran, por difícil y complicada que pareciera, ella tenía un sortilegio adecuado.

Año a año, década a década, iba acumulando conocimientos, pero la inquina de ignorantes e hipócritas campesinos temerosos de sus poderes y conocimientos que antaño no tenían escrúpulos de solicitar sus servicios, hicieron que comenzara una vida itinerante, estos, empujados por los clérigos del lugar, solicitaban mil tormentos para ella, olvidando los tiempos en que muchas doncellas recompusieron gracias a mi ama, lo que la pasión había descompuesto, también solicitaban hechizos y pócimas para lograr el amor deseado y alcanzar el fruto prohibido que luego habría que recomponer.

Yo era uno más de varias generaciones de servidores de su casa, mi padre, el padre de mi padre y así hasta ancestros que se pierden en la memoria, hemos sido fieles servidores, leales hasta la muerte, en aras de tener un hogar caliente y una nutrida despensa, yo era un símbolo de su identidad, de su poder, un tótem callado, apenas musitaba mi cantinela sin ser escuchado por nadie, pues ¿quién le hace caso a un gato negro?



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